Revista Que Pasa

El largo camino hacia la mejor cerveza del mundo

Es, según los especialistas, la mejor del planeta. La campeona desde el 2005 hasta hoy. Pero la "Westvleteren 12" no la venden en ningún bar ni supermercado. Esta cerveza fabricada por monjes belgas se hace de rogar: conseguir una botella es una odisea que implica llamados telefónicos, meses de espera, paciencia a prueba de balas y un viaje en tren a un pueblito diminuto, donde 27 religiosos la hacen sólo para subsistir y no como negocio.<br>

Una vaca. Diez vacas. Quinientas vacas. La mejor cerveza del mundo, la mejor de todas, se llama Westvleteren y, lejos del glamour que podría tener, para beber un mísero sorbo hay que pasar horas mirando molinos y animales por la ventana de un tren. Porque la Westvleteren 12, una cerveza que ni siquiera tiene etiqueta, no se puede encontrar en ningún bar ni mucho menos en un supermercado. Así es. La cerveza perfecta no se vende. Y cuando se vende, no es a cualquiera. Para probarla -y esto es parte de su encanto- se necesita poca plata, kilos de paciencia y, sobre todo, viajar a un pueblo -categoría urbana generosa para sólo una calle, un monasterio y un par de casas- perdido en el norte del campo belga. Plagado de vacas.

Westvleteren, para ser exactos, no sólo es el nombre de una cerveza sino también el de ese pueblito que queda en la frontera norte que separa Francia y Bélgica. Ya dijimos que es diminuto, pero hay que agregar que es increíblemente verde, frondoso y, aunque allí no viven más que 27 religiosos y un par de campesinos flamencos, nunca está vacío. Hoy es lunes a mediodía y en Westvleteren hay bastante gente. Y cerveza, claro. Los culpables de tanto alboroto, y de que una horda de gordos y calvos fanáticos de la cerveza llegue todos los días hasta este punto del mapa, son los monjes del monasterio Sint Sixtus. Con ellos, y con su curioso modo de venta, comienza esta historia.

La verdad es ésta: uno puede estar en el mejor hotel de Bruselas, en el restaurante con más estrellas Michelin de París o en un bar en Oostvleteren -el también diminuto pueblo hermano de Westvleteren-, pero si piden la cerveza que ha ganado todos los premios que le han puesto por delante, no la encontrarán. Seguramente si el barman es instruido, entenderá perfectamente de qué le están hablando, pero luego levantará los hombros diciendo que no, que no tienen esa cerveza. De hecho, que nadie la tiene. Porque cuando los monjes entregan una caja -el máximo que una persona puede comprar-, miran a los ojos y hacen prometer al comprador que no venderá ni una gota ni lucrará con ella. Luego se estrechan las manos y la promesa queda sellada.

La Westvleteren -sí, ésta es precisamente la parte en donde los profesores de las escuelas de negocio o los emprendedores sedientos de dinero se toman la cabeza con las dos manos y se golpean contra la pared- está al margen de cualquier sistema ordinario de compra o venta. Incluso más: los monjes cerveceros que se esconden en su monasterio están más allá de la oferta y la demanda. La verdad es que hacerse millonarios, trabajar una marca y dominar el mercado les importa un reverendo rábano.

El año y el hombre clave

Entregados a la regla monástica de San Benito y a la máxima de "ora et labora" -reza y trabaja-, los monjes belgas de Sint Sixtus tomaron a la cerveza como el arma mágica para autofinanciarse. Tal como algunos monasterios viven de la venta de queso o miel, ellos viven de la cerveza. Eso ocurrió hace 174 años. Pero lo cierto es que hay un nombre y una fecha en que la cerveza de Sint Sixtus dejó de ser una del montón y pasó a ocupar el número uno del mundo para revistas como BeerAdvocate o sitios como RateBeer.com, seguramente los dos medios más influyentes en el tema y que desde el 2005 tienen a la Westvleteren 12 como la mejor del planeta, superando a exclusivas cervezas californianas (Pliny the Elder) o suecas (Närke Kaggen Stormaktsporter). El año del cambio es 1993; y el nombre del culpable, Joris.

Estos monjes viven de la cerveza hace 174 años. Pero hay un nombre y una fecha en que la cerveza de Sint Sixtus dejó de ser una del montón y pasó a ser la número uno del mundo. El año del cambio es 1993; y el nombre del culpable, Joris.

El hermano Joris, que a la distancia parece un tipo frío y anacrónico, un chiita de las buenas cervezas, hoy tiene 50 años, es delgado, lleva el pelo muy corto y desde hace años no da entrevistas. Únicamente reza y trabaja. Él es el gran maestro cervecero en Sint Sixtus. Antes, hace 17 años, Joris tenía otro nombre y era capitán de la policía en Bruselas. Eso hasta que de seguro un día concluyó que estaría mejor enclaustrado en un monasterio que persiguiendo bandidos. Se recluyó en Westvleteren y comenzó a trabajar en la planta cervecera del monasterio. Y, de paso, descubrió que tenía el talento necesario para convertirse en un maestro.

El resto fue un boca a boca que se tradujo en hileras de autos que se comenzaron a estacionar en la puerta del monasterio y a preguntar si podían comprar el clásico cajón de madera con 24 botellas. Y como no tienen etiqueta, sólo el color de las tapas las diferencia: la verde es la blond (5,8º de alcohol), la con tapa azul es una maravilla de cerveza negra con 8º, y la amarilla es la 12 (por sus 12º), la mejor de las mejores. Eso también lo saben quienes, después de jurar que no lo iban a hacer, rompen la promesa y subastan botellas en sitios como eBay, donde se pueden encontrar seis hermosas botellas por US$ 144.

En una de las contadas entrevistas que dio hace muchos años al diario flamenco De Morgen, el hermano Joris dijo que su cerveza no se puede exportar y ni siquiera llevar muy lejos porque rápidamente comienza a perder sus cualidades. Los monjes nunca han puesto un anuncio en los diarios, jamás la han presentado a un concurso -son sus fanáticos los que la llevan- y ni siquiera han instalado un letrero en el camino que diga que ellos, los monjes de Westvleteren, venden cerveza. Y como para terminar de demostrar que sus reglas no son las que rigen el siglo XXI, el hermano Joris dejó muy en claro que hacen cerveza únicamente para vivir. Y no al revés. Ni para ahorrar, ni para ayudar a los pobres del Tercer Mundo ni menos para hacerse ricos. Por eso no aumentan ni en una sola sus 60.000 botellas anuales y, por lo mismo, tomar una copa -sí, la tradición belga es clara: la cerveza se toma en copa- puede ser algo así como un golpe de suerte. Por lo mismo, como sólo hacen cerveza 72 días al año, a veces la producción se acaba.

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