Revista Que Pasa

Música: Las luces de Spinetta

Ahora Spinetta es un fantasma. Quizás lo era desde hace tiempo: las estrellas de rock abandonan la piel mucho antes de morir. Sus viejos hits los cazan y los atrapan como si fueran mariposas en un insectario.

Me gustaba ese video de Luis Alberto Spinetta donde estaba en un cuarto oscuro y lo iluminaban luces de colores. Siempre pensé en él como eso: un hombre en un cuarto oscuro cuya única luz es un rayo láser. Creo que el rock en español es eso; haces rojos que iluminan piezas vacías, voces que rebotan en esas esquinas, canciones destempladas como los gritos de un fantasma. Ahora Spinetta es eso, la voz de un fantasma. Quizás lo era hace tiempo; las estrellas de rock abandonan la piel mucho antes de morir. Sus viejos hits los cazan y los atrapan como si fueran mariposas en un insectario; las canciones son los alfileres que los suspenden en el aire.

Posiblemente, mis amigos argentinos no estén de acuerdo. Para ellos Spinetta es lo contrario: una voz cercana, un póster en su pieza, algo que les permitió soportar el tedio y la ciudad. Alguien con quien crecieron y con el que se pelearon y que, hasta ahora, nunca los abandonó del todo. Fabián Casas tiene una novela sobre aquello; Ocio  trata de las habitaciones de adolescentes que dejan de ser tales. Ahí, el rock es una especie un exorcismo confiable, como un rito íntimo que transfigura el entorno. Por eso cito a Casas, que anotó esto cuando se supo lo de la enfermedad de Spinetta: "Kurt Vonnegut escribió que la música es la prueba de la existencia de Dios. Y escuchando a Spinetta, en mi pieza, desde muy chico, yo experimenté esa presencia real entre mi ego y la vida cotidiana. Spinetta, en sus letras, decía palabras que nadie usaba. Crecí escuchando su voz y admirando su cara, tan increíblemente parecida a su música".

No sé si eso pasó en Chile con Spinetta. Acá llegó tarde, mal y nunca. Lo conocían los iniciados. Sus canciones nunca fueron himnos, nunca llamaron al desmadre. Afortunadamente, el Negro Piñera nunca lo mencionó como amigo. Pero se lo escuchaba; como un secreto, como un gusto adquirido, como el pedazo de un pasado (los años 70 argentinos, una tradición del pop que nos deslumbraba) que siempre estaría demasiado lejos. Porque las estrellas de rock muertas son un extraño club. Como en Spoon River Anthology, de Edgar Lee Masters, la historia del rock es  una colección de voces que planean sobre un cementerio. Spinetta debería estar ahí. O sus letras. O lo que recordamos con tales: fragmentos medio surreales donde el sentido de la canción es enigmático, nítido y  cercano a la vez: Comeré lo que comer / dormiré y me afeitaré. /La montaña es la montaña / la montaña es la montaña.

¿De qué hablaba Spinetta en ese tema? No lo sé y me agrada no saberlo. Lo banal ahí es una forma de lo trascendente; lo tautológico, un enigma que nos encierra. Por supuesto, no recuerdo si interpretó esa canción la vez que lo vi en un teatro en Viña hace unos años. Me gusta que esos recuerdos se confundan: en la memoria, Spinetta es el hombre que canta en un escenario marcado por una luz rabiosa. Ahí, la montaña es la montaña. Parece un koan zen; parece cualquier cosa. Estamos atrapados ahí, en el medio, en el paisaje de esa canción que es, por un rato, el mundo.

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