El activismo ambiental en tiempos de crisis global

Una de las marchas en contra de HidroAysén, en 2011.

La conocida ecologista Sara Larraín publicó esta semana su libro Ecología y política, que dedicó a las hermanas pehuenches Berta y Nicolasa Quintreman, opositoras a la central Ralco. La excandidata presidencial repasa algunos episodios traumáticos de sus 40 años como activista ambiental y hace un llamado a la acción. “Hoy la gente lo está pasando pésimo por el cambio climático y por el Covid, pero la cosa puede ser peor”, dice.


A Sara Larraín nunca se le pasó por la cabeza escribir un libro. “Yo soy principalmente activista”, dice ella, y en ese rol es donde se siente más cómoda. En sus 40 años de activismo ambiental, tiene mucho para contar: organizó las primeras marchas para poner sobre la mesa el tema de la contaminación atmosférica tras el retorno a la democracia, compró una acción de Endesa para “colarse” en la junta de accionistas y así protestar en contra de la construcción de la central Ralco y se ha enfrentado a las grandes mineras en defensa de los glaciares, entre algunas de sus muchas batallas. Hoy, dice ella, mantiene la misma energía para empujar temas como el Código de Aguas, el cierre lo más pronto posible de las termoeléctricas a carbón y la ley que crea el Servicio de Biodiversidad y Áreas Protegidas, que lleva casi 10 años en el Congreso. Pese a que el activismo es su zona de confort, cuando la editorial le hizo la propuesta, se motivó y se sentó a escribir, porque sintió que tenía algo que decir.

“La sociedad no se ha dado cuenta por qué llegamos a esta crisis”, dice, y sobre eso reflexiona en su libro Ecología y política, que llegó esta semana a las librerías. “Necesitamos entender por qué tenemos este paradigma de mirar la naturaleza como algo aparte de nosotros y, de esa manera, generamos impactos que son como dispararnos en los pies. Cuál es la cultura que nos ha condenado a este estado de las cosas donde les complicamos el futuro a nuestros hijos y nietos”.

En las primeras páginas del libro, la directora ejecutiva del programa Chile Sustentable y excandidata presidencial explica que desde hace tres décadas existen evidencia científica y acuerdos políticos para enfrentar el fenómeno del cambio climático. Sin embargo, escribe, los gobiernos, los empresarios y la mayoría de las poblaciones que habitan en la burbuja de los sistemas urbanos, en vez de concretar acciones para reducir las causas del problema, han intensificado y multiplicado sus acciones al punto de empeorarlo, y hoy estamos frente a la extinción masiva de especies animales y vegetales, y a la mayor crisis ambiental de la que la humanidad tenga memoria. Ante este escenario, dice, los jóvenes han tomado el protagonismo en esta causa.

Sara Larraín. Foto Luis Sevilla.

“Creo que nuestra generación y quienes son un poco mayores, particularmente en Chile, hicieron un tremendo esfuerzo, pero les tocó la famosa lógica del muro de Berlín y de la Guerra Fría, y las dictaduras en América Latina”, reflexiona. “La política tenía una faja ideológica muy relevante y creo que en un inicio fueron exitosos en lo que pudieron hacer, que era cuestionar las bases del modelo. Ahí pensadores como Petra Kelly, fundadora del Partido Verde alemán, o Murray Bookchin, considerado el padre de la ecología social -a quienes destaco en el libro-, son tremendamente importantes, porque en sociedades más industrializadas, que van como 30 años más adelante que nosotros, lograron marcar la línea. A ellos les tocó enfrentar un tema político y militar tremendo, como el desarme de las bases nucleares y el tema de los misiles, y a nosotros nos tocó el Golpe, con unas consecuencias terribles, entonces tampoco podíamos ver mucho el tema global. Estábamos entre la sobrevivencia y tratar de identificar lo que estaba pasando. Recuerda que no había Congreso, ni partidos políticos, ni libertad de prensa, entonces no sabíamos lo que contenía la Constitución para el plebiscito del 80 y nos enteramos tarde de lo venía en el Código de Aguas. Me acuerdo que nosotros salimos a la calle por el tema de la contaminación, pero era una cosa pequeña comparada con los desafíos de la transición, los derechos humanos y la recuperación de la democracia. ‘¿Qué me venís a hablar de contaminación atmosférica?’, me decían. Después los jóvenes empezaron a prender con las pruebas nucleares que Francia realizó en Mururoa, hicimos un tremendo acto frente del Museo de Bellas Artes y ahí comenzamos otra vez con el tema de las marchas, pero hubo que empezar cuestionando el modelo económico con este nuevo lenguaje del ambiente, que era menos peligroso. Creo que para nuestra generación fue un momento super difícil”, dice.

El activismo de las nuevas generaciones queda retratado en la última Encuesta Nacional de Medio Ambiente, donde el 18% de quienes tienen entre 18 y 30 años dice haber participado en marchas o manifestaciones por el medioambiente en los últimos tres años. Mientras aumenta la edad, disminuye la participación en marchas o manifestaciones por esta causa.

Estamos en un momento crítico, porque si no tenemos una ciudadanía fuerte que obligue a los gobiernos a cambiar el rumbo, esta cuestión no tiene mucho destino. Hoy la gente lo está pasando pésimo por el cambio climático y por el Covid, pero la cosa puede ser peor.

-¿Es más fácil el activismo ambiental para los jóvenes?

-Claramente. En esa época era bien complicado. Me acuerdo de que en la campaña contra el gasoducto de GasAndes, en los 90, a una activista de nuestro grupo la tiraron a un canal. ¡Estábamos en democracia! Entonces nosotros íbamos donde Belisario Velasco (ex subsecretario del Interior) a decirle “está pasando esto, ¿cómo es el tema?”, y él me decía “te tengo carpetas, Sara, car-pe-tas”. Ahí no podíamos demostrar susto y yo le respondía “ay, qué honor que tengas carpetas mías” (ríe). Esa era la calaña. En el gobierno de Frei, curiosamente las ONG teníamos revisiones sistemáticas del financiamiento. Cuando ya eran tres o cuatro las ONG que Impuestos Internos persistentemente controlaba, entre ellas las que estaban en contra de la central Ralco, yo llamé a Javier Etcheberry (entonces director del servicio) y le dije: “oye, ¿qué quieren? Dígannos de frente qué están buscando de nosotros. ¿Es hostigamiento? Si es así, los vamos a denunciar”. Teníamos un hostigamiento del Estado terrible.

Sara Larraín reconoce que hubo momentos en su recorrido como activista donde sintió miedo. “Cuando tiran a una compañera tuya a un canal, piensas ‘bueno, yo ando sola por esos mismos caminos, esto me puede pasar a mí’ y, por lo tanto, andas mirando por los retrovisores si te están siguiendo. Fue como revivir la experiencia de haber estado apoyando y acompañando a personas perseguidas durante la dictadura. Eran momentos complicados. El gobierno de Aylwin fue decente, aunque no se avanzó mucho, pero el gobierno de Frei para el tema ambiental fue un retroceso y de una brutalidad... Él decía que ninguna consideración ambiental iba a detener a este país y así se hizo Ralco. Le renunciaron sus representantes en la Conadi y él siguió nomás”.

Un momento crítico

Sara Larraín Ruiz-Tagle (68) ha pasado gran parte de la pandemia en un campo antiguo que poseía su familia en el Cajón del Maipo, y que desde 2008 es un santuario de la naturaleza, una categoría de protección de las áreas privadas. El Santuario San Francisco de Lagunillas tiene más de 13 mil hectáreas y en ese lugar se desarrollan distintos objetivos de conservación, como proteger el suelo y el agua, la restauración ecológica en algunas áreas -entre 2010 y 2019 se han reforestado 158 hectáreas con especies nativas- y también existe un programa de protección de pumas, entre otros. La ecologista explica que cuando salga la ley que crea el Servicio de Biodiversidad y Áreas Protegidas y se homologuen las áreas protegidas públicas y privadas, ese santuario podría convertirse en un parque y la idea es que sea parte de una red de áreas protegidas precordilleranas, junto con El Morado, El Plomo, Yerba Loca, Los Nogales y los valles de los ríos Colorado y Olivares, que son el objetivo de la campaña “Queremos Parque”. “Nuestra idea es hacer un corredor biológico de montañas. Casi toda la cordillera de la Región Metropolitana y sus glaciares quedarían protegidos. Es un proyecto geopolítico de conservación muy importante, pero es una batalla de largo plazo”, explica.

La ecologista dice que el santuario y el activismo le dan mucho trabajo, pero no se siente cansada: “La naturaleza me recarga energías de manera permanente”, explica, y agrega: “Esto no termina nunca, es una posta constante, porque el desafío es bien evidente. Estamos en un momento crítico, porque si no tenemos una ciudadanía fuerte que obligue a los gobiernos a cambiar el rumbo, esta cuestión no tiene mucho destino. Hoy la gente lo está pasando pésimo por el cambio climático y por el Covid, pero la cosa puede ser peor”, sentencia.

En su libro, la ambientalista explica que el fenómeno de politización de la ecología se dio como una toma de posición natural y necesaria ante la masiva destrucción de la naturaleza y la sobreexplotación de los recursos naturales, los ecosistemas, las comunidades y los territorios; y ante la urgencia de disputar el poder político para incidir en la toma de decisiones.

“Existe un rechazo a la elite política, que funciona como una burbuja desconectada de lo que ocurre en la realidad de los territorios, y por eso el famoso 18 de octubre y por eso los políticos unieron las piezas después. Como consecuencia de ese rechazo a lo institucional, hay una politización de las causas territoriales, porque es un espacio donde tú puedes disputar la toma de decisión. Es tu territorio, es tu casa; no necesitas ir a tomarte La Moneda. Además, no era fácil entrar en la política: era una cúpula bien complicada, con muchos vicios de la transición, componendas y cuestiones de familias; no había meritocracia. Se empezó a armar política desde los territorios y por eso hay tantos conflictos territoriales vinculados a temas ambientales. Los temas indígenas también se dan en esa línea y eso explica la fuerte vinculación entre el movimiento ecologista y las reivindicaciones territoriales de los pueblos indígenas, porque finalmente es el mismo arquetipo de cuestionamiento a la toma de decisión del Estado, que entrega el título o la concesión en relación al ‘interés de la Nación’... ¿Qué es eso, por favor? ¿De qué estamos hablando? Es un modelo que reproduce la intervención colonial, pero en nombre del Estado. Entonces, se empiezan a generar capacidades en los territorios y por eso en el proceso constitucional hay tantos candidatos independientes de los distintos territorios, porque es ahí donde se ha ido generando la formación de ciudadanía”.

Ellas (Nicolasa y Berta Quintreman) me enseñaron la profundidad del bagaje cultural en el sentido de mantener una ética política y defender un territorio, lo que coincide con lo que dice la ciencia. El IPCC recomienda a los gobiernos fortalecer las comunidades locales en la gestión sustentable de sus territorios.

En 1999, Sara Larraín adoptó un rol que le era ajeno, desconocido. Fue candidata presidencial. “Yo nunca había militado, no sabía cómo funcionaban los partidos y sólo sabía hacer campaña, porque estábamos a la mitad de Ralco, pero no teníamos plata”, recuerda. Fue como: ‘ya, Chile Sustentable lanzó el programa de la Propuesta Ciudadana para el Cambio y eres la única que habla de corrido de estos temas, así que vas tú’. Estaban los dirigentes críticos de la transición, como Jacobo Schatan y Jacques Chonchol, y yo venía del movimiento social. Estando ahí percibí que estábamos frente a un espacio que no se iba a abrir, porque estaba todo muy amarrado: los partidos, las coaliciones, el binominal... Ni Gladys (Marín) ni yo teníamos espacio en la televisión; era el binominal y el resto no existía. Aprendí que la realidad del país y del pueblo de Chile es enteramente distinta de lo que administra la elite política institucional. Eso fue muy, muy brutal. Fue una reafirmación para seguir haciendo política desde las fundaciones de interés público y no desde los partidos políticos. No obstante, yo ayudé a formar el Partido Ecologista porque consideré que había que aprender a usar la institucionalidad para empujar el tema. Soy realista, y sé que, si queremos energías renovables, por ejemplo, tenemos que ir a buscar la firma de este y este otro parlamentario. Sabemos cómo trabajar con los políticos en términos pragmáticos, pero también sabemos que la política partidista no es una garantía”.

Ralco e HidroAysén

Sara Larraín parte su libro con la siguiente línea: “Dedico este texto a Nicolasa y Berta Quintreman, cuyas vidas y defensa del Biobío me permitieron comprender nuestra pertenencia a la tierra”. La ambientalista se refiere a las hermanas Quintreman como “maestras”. “Ellas son mujeres sin formación en la cultura oficial y arraigadas en su cultura del pueblo mapuche que dieron un testimonio de rechazo del sistema. Es muy distinto que una ONG de Santiago vaya a defender el río Biobío por razones éticas, biológicas, de justicia o por respeto a los pueblos indígenas, que un habitante de ese lugar entregue un testimonio de su cultura. Porque las que defendieron el Alto Biobío fueron Berta, Nicolasa, Aurelia, la señora Marta... Un grupo de mujeres que eran un testimonio de su cultura y que hizo una defensa territorial con todo lo que eso significa. Ellas me enseñaron la profundidad del bagaje cultural en el sentido de mantener una ética política y defender un territorio, lo que coincide con lo que dice la ciencia. El IPCC recomienda a los gobiernos fortalecer las comunidades locales en la gestión sustentable de sus territorios, aumentar las áreas protegidas y basar la producción en la capacidad de los ecosistemas. ¡Es lo que recomienda la ciencia! Me tocó acompañar a la Berta y a la Nicolasa a Alemania cuando la Fundación Heinrich Böll les entregó el premio Petra Kelly en Berlín. Recuerdo que dieron un discurso magnífico.

-¿Ralco es la peor derrota del activismo ambiental chileno?

-Es la derrota más dolorosa en el sentido de que tiene un componente de violación de derechos humanos evidente y una violación de parte del propio Estado de la legislación vigente. Fue una vergüenza de parte del Estado. Hubo falta de respeto a los pueblos indígenas, a su cultura y a la ley indígena, y por eso a Frei le renunciaron sus propios representantes en el consejo de la Conadi. Fue muy duro, muy duro. Pero tuvimos revancha con HidroAysén.

Foto: Luis Sevilla.

Sobre la campaña contra el proyecto de cinco megarrepresas en la Patagonia, ella recuerda: “HidroAysén era muy grande y difícil, los ámbitos de confrontación eran muy diversos y nos costó como 10 años. (Douglas) Tompkins fue clave para apelar a la belleza y la estética, que era un tema que no habíamos usado en el movimiento ambiental, eso de mostrar el valor del territorio para generar empatía con un lugar lejano. Aprendimos mucho ahí. Hemos tenidos otros éxitos tremendos, como la aprobación en general en la Cámara de Diputados, con 145 votos a favor, del proyecto de cierre de las termoeléctricas a carbón para el año, 2025, que tienen al gobierno y a las empresas carboneras complicados porque ellos llegaron a un acuerdo voluntario para cerrarlas el 2040, lo que es inaceptable, porque están concentradas en zonas de sacrificio donde se superan las normas de emisión.

-Después de 40 años en el activismo ambiental, ¿qué reflexiones ha sacado?

-Creo que la ciudadanía tiene que ponerse de pie y si tuviéramos 100 Greta Thunberg el mundo sería distinto. Mi mayor aprendizaje es que cualquier ciudadano con convicción puede ser tremendamente poderoso, más que un Estado. Eso tenemos que internalizarlo, porque el tema de ser ciudadano hoy es un imperativo ético y político de la mayor magnitud. No sé si vamos a lograr una Constitución maravillosa, pero hoy tenemos la posibilidad de tener un proceso de diálogo que nos permite proyectar algún tipo de convivencia, porque hoy, así como estamos, no tenemos ninguna posibilidad de un proyecto de convivencia nacional.

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