Un cerdo burgués

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La revelación de la mente masculina en su estado más puro y salvaje es uno de los grandes aportes de Michel Houellebecq a nuestros tiempos.



Florent-Claude Labrouste, el narrador de Serotonina, tiene varias de las características que Michel Houellebecq suele asignarles a los protagonistas de sus novelas: detesta con buenas razones su nombre de pila, es hijo único y huérfano desde joven, manifiesta debilidad por la pornografía, ve la vida con un cinismo a ultranza, pertenece a la burguesía pero desprecia con ira a los burgueses ecorresponsables, practica el egoísmo en sus múltiples expresiones, proclama actitudes machistas, misóginas y homofóbicas, ha navegado con cierta astucia práctica a lo largo de sus 46 años de vida y sufre de una cobardía paralizante al momento de encarar al mal. Lo novedoso, en este caso, sería que Florent-Claude ha perdido el deseo carnal a causa del antidepresivo que ingiere diariamente. El hecho, sin embargo, no implica que Serotonina esté liberada de esa bullente carga sexual que constituye otro rasgo distintivo en la narrativa de Houellebecq.

Además de presentar una queja contra el libre mercado, una oposición a los valores políticamente correctos en boga y una negación rotunda ante cualquier idea optimista, la novela plantea con sagacidad el dilema de un hombre sin hijos enfrentado a la crisis de la edad mediana. Tras liberarse de manera ostentosa de Yuzu, la novia japonesa adicta a las orgías con quien compartía un lujoso departamento en París, Florent-Claude emprende una especie de viaje sentimental hacia el pasado, específicamente hacia las mujeres de su pasado. La tensión dramática se ve entonces fijada en esa búsqueda un tanto desesperada y esencialmente masculina. La revelación de la mente del hombre en su estado más puro y salvaje es uno de los grandes aportes de Houellebecq a nuestros tiempos.

Plagada de observaciones inteligentes, ya sean de carácter cotidiano, histórico o filosófico, la novela avanza a buen tranco hasta que el narrador tropieza con dos personajes que, a la larga, acabarán desdibujando un poco el escepticismo vital que conduce casi todos sus actos. El hombre que cierra la narración vencido por la amargura y la rabia no es el mismo que, hacia la mitad del relato, suelta una frase como la que sigue: "Dios es un guionista mediocre, casi cincuenta años de existencia me han llevado a formarme esta convicción, y más en general Dios es un mediocre, todo en su creación posee el sello de la aproximación y el fracaso, cuando no de la maldad pura y simple, por supuesto que hay excepciones, por fuerza tiene que haberlas, la posibilidad de la dicha debería subsistir aunque sólo fuese como un cebo".

Uno de estos personajes es un excompañero de universidad, Aymeric, un aristócrata semiarruinado que se dedica a la agricultura en los vastos predios familiares, y la otra es Camille, probablemente la única mujer a la que Florent-Claude amó en la vida. El primero sirve para documentar la trágica decadencia del campesinado francés ante el europeísmo, mientras que a través de las reminiscencias de su vida junto a Camille, y de un posterior asedio no descubierto, el narrador tiende a traicionarse a sí mismo, aunque no por ello pierde los atributos propios del nocivo sociópata que siempre será.

Serotonina no es la novela indicada para entrar en la obra sucia, descarnada y potente de Michel Houellebecq. Los fans del autor sabrán otorgarle a esta la debida trascendencia dentro de un corpus sólido, pero la suma de sus características no alcanza para estimular el deslumbramiento, la admiración duradera, ni mucho menos la devoción.

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