Honestidad brutal: ¿Cuánto falta para llegar a cualquier lugar?

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Andrés Calamaro.

Lanzado en 1999, el gran disco doble de Andrés Calamaro se levanta como una torre de la canción popular. Un álbum de un linaje extinto, con la desesperación de los náufragos en un país que iba rumbo a su propio iceberg.


Parece un cuento de Carver. Sin casa en su propia ciudad, Andrés Calamaro recibió el año nuevo en una quinta alquilada del Gran Buenos Aires. Cerró los versos de una canción y, en los altos ventanales de la madrugada, pidió un taxi para volver al Hotel Plaza. El camino fue intenso: llovía copiosamente y Andrés tenía energía de sobra. Entonces, antes de subir a su habitación del quinto piso, se decidió a pasar por el bar. La escena era casi triste. Cacho Fontana, uno de los locutores históricos de la radiofonía argentina, pasaba las primeras horas del año en soledad: escoltado por dos mozos y una bebida espirituosa. Calamaro se sentó al piano. "Cacho —le dijo—, yo voy a ser tu Papá Noel y tus Reyes Magos". Así, mientras cantaba tangos y boleros para echar un manto de piedad, llegaron las luces del día. Leyó en voz alta la primera de las cien canciones del año y, entre hamburguesas con queso y papeles arrugados, abrió el paréntesis de 1998: el año rojo y negro de Honestidad brutal.

La punta del ovillo fueron dos finales: el de la gira de Alta suciedad y el de su relación con Mónica García. Uno de los dos, todo parece indicar, fue muy malo. Propulsado por ese combustible, Calamaro abrió una temporada licenciosa y escribió un puñado de borradores sin música. Ingresó a los estudios de su hermano Javier y, acompañado por Coti Sorokin y su técnico Guido Nissenson, compuso y grabó doce canciones en una semana. Era abril de 1998 y los directivos de Warner comenzaban a frotarse las manos. "Sin embargo, cometí el pecado de optar (porque podía optar) por algo creativamente más interesante —dijo Andrés—: seguir inventando y escribiendo en mi propio estudio".

Para cuando llegaba el invierno, Calamaro voló a Madrid dispuesto a drenar el veneno y echarlo por aquí y allá en tres estudios: Pet Fi, Sintonía y Red Led. Unas cuarenta o cincuenta canciones que, editadas por el rastrillo del autor, quedaron en veinte. Era una cosecha suculenta, pero todavía nadie avistaba tierra firme. Tampoco las cotas faraónicas que estaba por adquirir todo eso que hacían en días de setenta y dos horas. Navegaban en medio de un océano turbulento, con las bodegas cargadas a tope. "Algunas grabaciones eran valientes, otras temerarias —decía Andrés—. Habíamos encontrado algo más importante que el sonido y queríamos el pulgar de Joe Blaney".

En agosto, Andrés festejó su cumpleaños en el estudio neoyorquino del productor. Rodeado por algunos músicos de élite (Hugh McCracken, Marc Ribot, Charley Drayton, Kenny Fradley) y los consejos técnicos de Blaney. Volvió a España con las valijas llenas de cintas y, como quien dice, tropezó con la misma piedra. En lugar de cerrar el proyecto, perdió de vista la línea de llegada y siguió de largo con lo que fuera que estaba haciendo. Ya no era posible llamarle disco. De momento, era exactamente la vida.

Mirando por la ventanilla del avión con un bootleg de Dylan sobre la falda, se dio su propia bienvenida de regreso a la capital argentina. Todo estaba en llamas. Mientras la ciudad se encaminaba hacia el maelstrom de 2001, Calamaro escribía con la urgencia de los náufragos: "Apocalipsis now total/ el lado invisible del sueño flexible/ de la Argentina mundial/ y yo vengo a la ciudad/ que conozco de verdad/ donde viven los míos/ y los que ya no están". Armada alrededor de los arquetípicos acordes de "Like a rolling stone", "No tan Buenos Aires" metabolizaba el gran axioma dylaniano: si de verdad eres poeta, no es posible copiar. Ya es demasiado tarde: todo está en el torrente sanguíneo.

Tal como retrataba la célebre nota de tapa firmada por Alfredo Rosso para Rolling Stone, los últimos meses de grabación fueron jubilosos y conflictivos. En cualquier orden. Atrincherado en Panda o Circo Beat, Andrés recibió con los brazos abiertos a algunos invitados de fuste: Mariano Mores, Pappo, Diego Armando Maradona. Joe Blaney se agarraba la cabeza. Proverbialmente paciente, el productor veía como se ensanchaba la lista sábana de canciones y ponía en duda su continuidad. Andrés lanzaba dardos contra Charly García y Warner, con el presupuesto reventado, pulseaba contra su voluntad: el sello quería un disco simple, Calamaro quería un quíntuple. Cerraron en un doble. Así, nueve meses, quince estudios, 250 mil dólares y ciento tres canciones después, Honestidad brutal estaba terminado. O algo así.

Andrés apuntó las dedicatorias ("a la memoria de Charlie Feiling, Virgilio Expósito y Pepe Risi"; "A los amigos ausentes"; "Frank Sinatra: contigo terminó el siglo"; "Por Mónica") y bajo el título de "Aterrizaje Forzoso", escribió unas liner notes que abrieron el camino de migas para el mito. Javier Salas tomó la fotografía de portada y, en los laboratorios de Zona de Obras, solarizaron el retrato como si fuera el perfil de Blood on the tracks. Parafraseando a Artaud: ¿acaso no son el rojo y el negro los colores opuestos al confort, el rojo para la revolución y el negro para el exorcismo de la muerte?

La portada de Honestidad brutal

La mañana del 16 de abril de 1999, Honestidad brutal comenzó a llegar a las disquerías. A su manera, cada disco a su alrededor era un comentario sobre la coyuntura: Miami de Babasónicos, Bocanada de Gustavo Cerati, el Último Bondi a Finisterre de los Redondos. El paraíso de palmeras de plástico del neoliberalismo; el spleen de fin de siglo; el apocalipsis de los cabecitas negras. El disco fue bien recibido por todo ese público pero, a diferencia de lo que suele pensarse, no fue celebrado por la crítica. Firmada por Gloria Guerrero, la reseña de Rolling Stone le otorgó dos estrellas y media (apenas por encima del "regular"), se burló de su uso de la rima y tachó de plano algunas canciones. "Ante 'Te quiero igual', 'Cuando te conocí', 'Maradona', 'Socio de la soledad', 'Victoria y Soledad' o '¿Para qué?', el oyente no sabe si reír, tomatear a Calamaro por nardo o tratar de sintonizar su mood a la fuerza, único recurso que queda para conservar los dientes y las encías en su lugar".

Con el diario del lunes, la crítica de la crítica puede ser un poco cruel. Aunque el tiempo y la propia música no le dieron la razón a Guerrero, su desparpajo es saludable. Sobre todo hoy, cuando el corset del amiguismo y la rigidez del mármol impiden todo clase de crítica. Claro que Honestidad brutal no es un disco perfecto. Por si solas, algunas composiciones no se sostienen y ciertas interpretaciones (el caso paradigmático es el tango "Jugar con fuego") suenan como una sobreactuación. Guerrero, en todo caso, cometió dos errores que son uno solo: desmontar canción por canción y no advertir el gesto artístico y político. Honestidad brutal, precisamente, se plantaba contra los discos perfectos. Empezando por Alta suciedad.

Honestidad brutal, en ese sentido, aplica en dos tradiciones: la de los discos divorcistas y la de los discos dobles. Una saga que permite la auto-indulgencia en favor de un mural conceptual. Que permite los caprichos y los temas prescindibles en favor de una ética de trabajo. El Álbum blanco, por citar un ejemplo, admite tonterías como "Obladi obladá". Bueno, Honestidad brutal no solo admite el chauvinismo de "Maradona" sino que es incómodo, políticamente incorrecto, está punteado por vulgaridades y una mueca de humor inadvertido. Si realmente se abren las venas, parece decir Calamaro, sale todo lo que está adentro. "Honestidad brutal fue una cuestión personal más que pública —escribió en las liner notes—, mi propio manantial que fluye, mi propio pulso que late".

Uno de los grandes hallazgos, justamente, es que aun aplicando el juicio selectivo casi todo es jamón del medio. Desde el riff ominoso de "El día de la mujer mundial" hasta el piano de Patán Vidal en "Aquellos besos", pasando por la viñeta de "El ritmo del lunes", la guitarra de Marc Ribot en "Los aviones" y cada uno de los versos ganados y perdidos en esa torre de la canción popular que es "Paloma". Menos que un lugar, el disco parece un estado del ánimo con su propio huso horario ("son las nueve/ yo creí que eran los tres") y todos los matices geográficos del desamor. Un álbum de un linaje extinto sobre un tema eterno: la gran busca del amor perdido y ¡el sueño perdido! Así, a lo largo de sus treinta y siete canciones, Andrés Calamaro se lo pasa buscando una cama y una cicatriz con idéntico fervor. Con la misma desesperación. Rebotando entre las cuatro paredes de una habitación con un torniquete aplicado sin éxito sobre el corazón. La sangre no llegó al río, pero todavía está en los surcos.

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