Magnolia: uno es el número más solitario

magnolia
Magnolia.

En 1999 llegaba a los cines la gran película de Paul Thomas Anderson: una vertiginosa obra maestra sobre el dolor, los límites del cine y los límites de la vida.



Spoiler alert: los genios no existen. En el clímax del clímax de una larga, prodigiosa y meticulosa arquitectura narrativa, el director Paul Thomas Anderson quema todos los papeles y se la juega. Rompe súbitamente el pacto con sus espectadores y, en un acto supremo de soberanía artística, deja entrar la música extra-diegética por la ventana y cada uno de los personajes canta el blues de su redención: "It's not going to stop/ 'Til you wise up". Los actores, como es fama, se sienten incómodos. Los productores se agarran de los pelos. Los críticos se frotan las manos y el público prepara los tomates. Pero Anderson, que tiene solo 29 años, se pone firme y le pide a Julianne Moore que dé el primer paso para que el resto del elenco se encolumne detrás suyo. Así, la canción de Aimee Mann abre la película como una flor y se transforma en su gran válvula emocional: su llave maestra. Ese, mis queridos amigos, es la clase de momento crucial que define a un gran artista. Ergo, los genios no existen: existen las decisiones geniales.

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Por no hablar de la lluvia de sapos.

Veamos. Para el otoño de 1997, Anderson estaba encerrado en la sala de montaje con Boogie nights: su lectura scorseseana del mundo porno de los setenta. Agobiado por semejante trabajo, sabía que su próxima película sería "íntima y en pequeña escala" y tenía un título hacia el que caminar con los ojos vendados: Magnolia. Nada más. La parte ociosa de su tiempo, mientras tanto, se la pasaba escuchando obsesivamente las canciones de Aimee Mann. "No era precisamente algo nuevo —dijo, un tiempo más tarde—. Es algo que siempre hice y continuaré haciendo. La diferencia es que en ese preciso momento estaba empezando a escribir mi nueva película y que entonces, con el privilegio de conocer a Aimee, me era permitido escuchar demos, experimentos acústicos y material inacabado de su próximo disco. Así que mientras ella estaba trabajando, yo estaba trabajando. Todo lo que ella parecía estar pensando eran cosas en las que yo también estaba pensando. Esto podía ser porque en aquel momento éramos amigos cercanos compartiendo una gran parte de nuestro tiempo juntos, o quizás porque ella estaba articulando sentimientos e ideas mejor de lo que yo nunca hubiera sido capaz y por eso quería apropiármelos. Tengo que decir que esto segundo que he dicho es la verdad".

En algún punto, la divinidad o la ley del caos hizo su trabajo y ¡bam! el primer verso de "Deathly" se unió al rostro de la actriz Melora Walters: "ahora que nos conocemos, ¿te importaría no volver a vernos nunca más?". A partir de entonces, Anderson comenzó a deshacer el camino que conducía hacia esa escena y su película íntima se fue yendo lenta y fatalmente a la mierda. Así, mientras Boogie nights recogía elogios de todo el planeta y el guión florecía en todas las direcciones posibles, New Line Cinema extendió el cheque en blanco de la confianza. Y ahora, ¿quién lo paraba?

Preparado para rodar "la gran película épica del San Fernando Valley", Anderson reclutó a su elenco estable (Julianne Moore, Philip Baker Hall, Philip Seymour Hoffman, John C. Reilly, Ricky Jay, William H. Macy, la propia Melora Walters) y se animó a tentar a una súper-estrella como Tom Cruise. Nadie era inocente. Después de Jerry Maguire (donde también sonaba "Wise up"), Cruise había rodado estoicamente la última película de Stanley Kubrick y caminaba sobre el fleje de su juicio. El personaje de Frank T. J. Mackey, en ese sentido, le venía como anillo al dedo: el evangelista de un credo misógino con un dolor secreto e inextirpable en el centro de su corazón.

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Tom Cruise dirigido por Anderson.[/caption]

La presencia de Cruise era el gancho para vender la película, pero Anderson se ocupó personalmente de que su nombre se midiera en pie de igualdad con el resto del elenco. Construida alrededor de la estructura del "A day in the life" de los Beatles, Magnolia es el arquetipo de la película coral donde cada una de las historias ocupa el mismo espacio en la economía del director. Excepto el prólogo y el epílogo, cada una de las historias tiene lugar en un mismo día y retrata el colapso en tiempo real de sus personajes: el ex-niño prodigio apremiado por el amor y el niño prodigio apremiado por su vejiga; la esposa devorada por los remordimientos y el conductor de televisión devorado por el cáncer; el policía bueno que perdió su arma y la cocainómana a punto de perder la esperanza. Medalla de honor para el editor Dylan Tichenor, capaz de estirar el clímax hasta el límite de lo indecible y lograr que esta ópera sobre el dolor de 188 minutos de metraje tenga una fluida dinámica interna.

Sí: Magnolia trata sobre casi todo lo que puede hablar una película pero esencialmente trata —esto no lo descubro yo— sobre el dolor. Claro que Paul Thomas Anderson no es Gaspar Noé ni Lars Von Trier. Si a pesar de todo el vía crucis de sus personajes no resulta una tortura, es por el vértigo de su cinematografía y la piedad sobrehumana del director. Atención: no es la mano de un santo. En el final, hay redención para todos menos para el padre que abusó de su hija. Cuando se desata aquella lluvia emblemática, el sapo que entra por el tragaluz e impide su suicidio es menos una bendición que un castigo. El radio del perdón nunca lo toca.

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Como Magnolia tantea los límites del verosímil, Anderson siempre blanquea que se trata de una película. Por ejemplo. Tanto en el prólogo como en el epílogo, la voz en off se presenta a sí misma como un narrador: el artificio retórico de un baile de máscaras. Por ejemplo. Cuando el enfermero Phil Parma habla por teléfono y dice "esta es la escena de la película en la que me ayudás". O cuando la convaleciente Claudia, en la inolvidable secuencia final, escucha la declaración de amor, mira a la cámara y sonríe. Así, mientras empiezan a bajar los títulos y suena "Save me", Magnolia parece decirnos que esto no es la vida, pero podría serlo. El niño Stanley, encerrado en la biblioteca y viendo infinitamente caer la lluvia de sapos como si fuera un profeta, lo resume mejor que nadie:

-Esto pasa, estas cosas pasan.

https://www.youtube.com/watch?v=-2iaHK-MO9M

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