Martín Caparrós y el mundo en cuarentena: “Este tsunami de dolor y muerte es la normalidad de tantos sitios”

Aunque el virus ataca a todos —y ha propagado consigo una estela de miedo—, el encierro, dice el escritor argentino en The New York Times, resulta un privilegio. Destaca el renovado prestigio de la ciencia, pero habla de un "futuro suspendido", de una incertidumbre sobre lo que vendrá. Y pese a que la crisis ha renovado el rol de los estados, asegura que se requiere del trabajo colaborativo para superarla. "Los momentos fuertes de la historia son aquellos en que el destino no es individual sino común".


Los tiempos están cambiando, decía una vieja canción de Dylan. Las ventanas para mirar al mundo también. El confinamiento, obligado o voluntario, al que buena parte de la población mundial está sometido debido a la pandemia que asola países, economías y ánimos, ha obligado a la observación acorde a la era digital. Así lo cree el escritor argentino Martín Caparrós. La pantalla plana, en sus múltiples versiones, se ha transformado en la plataforma para los dramas que vemos a diario.

“El mundo plano es raro y duro, despojado del tedio confortable que llena nuestras vidas”, escribe el trasandino en una columna para The New York Times.

“Encerrados, solo sabemos lo que nos dicen otros. Dependemos de las redes y los medios. Nuestro barrio se ha transformado en un país lejano, que solo conocemos a través de ellos, nuestros corresponsales extranjeros. Es cierto que suele sucedernos pero, en general, mantenemos un pequeño porcentaje de experiencia propia, de mirada de primera mano; con el confinamiento lo perdimos. Y entonces nos queda esa caricatura del mundo que los medios ofrecen: lo que llama la atención, lo extra-ordinario. Eso es lo que miramos ahorita”.

Radicado en España, pero con una pluma de alcance global, Caparrós plantea que ante todo este mundo plano, “es un lugar totalitario, totalizado, copado por un todo. Vivimos vidas provisorias definidas por el virus: hablamos del virus y pensamos en el virus y los medios nos hablan del virus y el virus marca todo lo que hacemos: somos para el virus, por el virus”.

El miedo, asegura, nos ha obligado al encierro. Pero también ha reducido nuestras perspectivas. “Hemos vuelto a ser lo que fuimos hace muchos milenios, lo que somos en los momentos más extremos: unidades mínimas de supervivencia, individuos intentando subsistir. Te ponen frente a la inmediatez de la muerte y pierdes las formas. Vives simulando que eso está muy lejos; ahora no se puede. La vida está en otra parte; la muerte, aquí muy cerca”.

“Es raro vivir tan entregados al miedo -agrega-. Es casi un alivio: eso es lo que hay, la amenaza está clara, todo el resto queda silenciado, solo hay que ocuparse de sobrevivir, seguir viviendo, seguir vivos, un objetivo simple. O eso nos dicen, nos decimos”.

Fé en la ciencia

Pero ante todo, este nuevo “grande peur” de la era digital, ha renovado la fe secular en la ciencia. La misma, antes amenazada, casi como en una parodia de la época de Galileo, por cuestionamientos de gobernantes y escépticos. “Ante la amenaza nos entregamos a la ciencia, que nos dice que no puede hacer gran cosa; más que nada fijarnos reglas de conducta. Sobre todo cuando sus recursos están limitados por decisiones políticas, que recortaron la extensión y eficacia de los sistemas de salud”.

Además, asegura Caparrós, se ha renovado la confianza en los gobiernos. Los mismos que también estaban en cuestión. Eso sí, para el escritor, los que se llevan la atención -o debieran llevársela- son otros. “Hacemos —más o menos— lo que nos dicen, pero declaramos héroes a los portadores de la ciencia porque se arriesgan a aplicarla en condiciones complicadas. Necesitamos héroes”.

Una observación interesante del autor de Ansay o los infortunios de la gloria es que la crisis agudizó la caída en picado de la religiosidad. Una metáfora que tuvo su expresión en la misa papal del Domingo de ramos, sin fieles, sin ramos, sin letanías dolientes de una población angustiada. “Si algo ha mostrado esta epidemia es el derrumbe del poder religioso: unas décadas atrás un miedo como este habría sido ocasión de innumerables misas, rogativas, procesiones para implorar a algún dios que nos salvara. Ahora no solo no las hay; las iglesias de Roma se cerraron”.

Attendees sit by palm branches during the Palm Sunday mass led by Pope Francis in St. Peter's Basilica, without public participation due to the spread of coronavirus disease (COVID-19), at the Vatican April 5, 2020. Alberto Pizzoli/Pool via REUTERS

Iguales ante el virus

A continuación, Caparrós reflexiona sobre un asunto que se ha discutido en las redes sociales: las diferencias sociales que la cuarentena deja en evidencia. “Te convencen de que en tu casa estás seguro, o casi: de que alcanza con no salir, con no mezclarte. Es, también, un privilegio de clase: muchos trabajadores no pueden permitírselo, necesitan ir a sus empleos”.

Aunque el virus ataca a todos por igual, no distinguiendo condición social, comuna o lugar de veraneo, no todos le pueden hacer frente de la misma forma. “Es cierto que, por ahora, ha atacado a los nuestros. Pero también es cierto que en los países ricos los de siempre, si se enferman, tienen pruebas inmediatas, cuidados especiales; los demás, apenas. Es feo decirlo ahora, en medio de dolores, pero esta vida amenazada es la normalidad de tantos sitios. Este tsunami de dolor y muerte es la normalidad de tantos sitios. Solo que, precisamente porque es normal, en ellos todo el resto sigue su camino. Solo que, en general, esos sitios están lejos de los nuestros”.

Es cierto, asegura el argentino, que esta pandemia no se cebó del todo con los más pobres (a diferencia, por ejemplo, de la malaria, la tuberculosis o el hambre), y aún no golpea totalmente a los países más pobres del mundo. Pero no debiera pasar mucho antes que las diferencias salgan a flote. “Sigue siendo igualitaria, por ahora, porque no se han descubierto vacunas y remedios; cuando suceda se marcarán las diferencias entre los que pueden y no pueden acceder a ellos —y todo volverá a su triste cauce—”.

Una observación al respecto, es que el COVID-19 también propició un brote de nacionalismo. “Décadas de intentos europeos de abrir fronteras, disolver diferencias, se deshicieron ante la amenaza: lo primero que hicieron sus Estados fue cerrarlas -afirma Caparrós-. El Estado-nación volvió a ser, sin mascarillas, la unidad básica: la tribu prevalece. La salud es nacional, la economía lo es, las medidas lo son, la posibilidad de definir destinos”.

“Aunque está claro que sería mucho más eficaz y salvaría muchas más vidas montar operaciones conjuntas, supranacionales y compartir lo que cada cual tiene —medicinas, personal, aparatos— con los que más lo necesitan en la confianza de que otros se lo van a compartir cuando lo necesiten -agrega-. Pero no: las patrias”.

No future

Clases en línea, conciertos por Instagram y charlas con amigos vía zoom, han acompañado a la gente en una espera que, por ahora, no parece acabar. No hay un mañana. Todo es un flotar en el presente. “Uno de los rasgos más curiosos de estos días es que hemos suspendido el futuro -dice Caparrós-. No está mal: puro presente extraño. Intentamos vestirlo con todo tipo de otras cosas, alivianarlo con todas esas cosas pero lo que hacemos, sin duda, es esperar. Lo raro es que no sabemos qué: el fin de esto, pero después quién sabe”.

Este período, que en algunos ha permitido lanzar la tesis del paréntesis -es decir que todo volverá a ser como antes-, para el autor supone una lección que no se debe soslayar. En ningún caso, asegura, el regreso será como antes.

“Creo que subestiman la fuerza de estas semanas, estos meses. Subestiman la potencia transformadora de haber palpado la fragilidad de todo, de haber vivido la detención de todo este sistema que suelen llamar capitalismo global. Y de haber visto, por supuesto, su incapacidad para lograr algo tan relativamente simple como salvar a unos miles de ciudadanos enfermados: el fracaso de sus elecciones”.

“No sé qué producirá pero, en medio del tedio, vale la pena preguntárselo, pensarlo: ¿cómo será el mundo cuando vuelva a ser redondo, cuando podamos tocarlo, cuando dejemos de pensar todo el tiempo en lavarnos las manos?”.

Para Caparrós, el regreso a la nueva normalidad será bajo el inevitable escenario de crisis. “Es probable que haya, en el principio, una crisis social y económica brutal: millones y millones de personas sin ingresos, sin trabajos quizá, sin muchas esperanzas”. Ante ello, asegura que nuevamente saldrán a relucir las diferencias entre aquellos países más adinerados y los que están atrás.

Porque una cosa queda clara, para él; tras décadas relegado por la tesis liberal más clásica “la crisis ha realzado el papel de los Estados: mostrado cómo, pese a todo, hay momentos en que el Estado se vuelve indispensable. Y cómo estos Estados han sido socavados por ciertos partidos y ciertas ideas: el deterioro de la salud pública en los países ricos que la tuvieron mejor es un ejemplo claro”.

En ese sentido, el autor manifiesta que coincide con lo planteado hace algunas semanas por Yuval Noah Harari, el historiador y escritor israelí, en su columna para el Financial Times. El temor a una necesidad de un estado más fuerte puede llevar a convertirlo en una herramienta de control político. “Teme que, al grito de la salud es lo primero, el susto nos lleve a permitir a nuestros gobiernos unos niveles de control nunca antes vistos”.

Juntos como hoplitas

Haciendo una referencia a la legendaria formación de los hoplitas, unidades de combate de las antiguas polis griegas en que cada uno con el escudo, sostenido codo a codo, protegía al compañero en una sólida línea, Caparrós asegura que la crisis ha enseñado a que la supervivencia se asegura solo con el trabajo en conjunto.

“Hemos aprendido lo que ya sabíamos: que todos dependemos de todos los demás -asegura-. Los momentos fuertes de la historia son aquellos en que el destino no es individual sino común. O, mejor: esos momentos en que no hay forma de negar que el destino no es individual sino común”.

“Ahora, en la lotería del contagio, también pasa: cualquier infectado puede joder a tantos, cada hombre vale lo mismo que otro. Parece obvio; es una idea que nuestros tiempos se empeñan en negar”, agrega.

Pero ante todo, lo que más teme el argentino, es que nuevamente la sombra del terror se instale en el mundo, tal como ya ocurrió -ejemplifica- con los atentados del 11S en 2001, que trajeron como consecuencia una vociferante cruzada contra el terrorismo. “Si nos pasó una vez puede pasarnos otra. Una pandemia así ya se ha vuelto posible: será parte de nuestros peores miedos. Sería tristísimo que influyera en nuestras vidas como influyó, por ejemplo, el 11 de septiembre: como otro modo de instalar el terror, la paranoia, los controles”.

“Aunque no alcanzaría con temer solo a los virus espontáneos, a los diversos pangolines. Se pensaría, también, en los virus de laboratorio. El fantasma de la guerra o el terrorismo bacteriológico estará, sospecho, muy presente en el mundo que viene -añade-. Será, imagino, una epidemia horrible.”

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