El motor inmóvil

En The Social Network, David Fincher y Aaron Sorkin vieron, primero que nadie, que todo lo que se trataría de las redes sociales y de la Internet luego de ellos, descansaban sobre un mundo, el de la élite yanqui, que, con mucha más calma que la aceleración de la vida actual iba a estar al mando como siempre lo había estado.


“Te ha llegado un correo, un mensaje, un hechizo, un paquete. Hay un usuario nuevo, una noticia nueva, una herramienta nueva. Alguien ha hecho algo, ha publicado algo, ha subido una foto de algo, ha etiquetado algo. Tienes cinco mensajes, 20 likes, 12 comentarios, ocho retuits. Hay tres personas mirando tu perfil, cuatro empresas leyendo tu currículum, dos altavoces inalámbricos rebajados, tres facturas sin pagar. Las personas a las que sigues están siguiendo esta cuenta, hablando de este tema, leyendo este libro, mirando este video, llevando esta gorra, desayunando este bol de yogur con arándanos, bebiendo este cóctel, cantando esta canción”.

Estas palabras de Marta Peirano en su libro El enemigo conoce el sistema (Debate, 2019) sintetizan quizá mejor que ningún otro párrafo el vértigo de nuestros días en la relación con las redes sociales, la Internet, la tecnología. A diez años del estreno de The Social Network de David Fincher, pueden ser un resumen de todo lo que ha sucedido en esta ya extensa década.

Cuando se estrenó The Social Network en Chile el 28 de octubre de 2010 los usuarios más antiguos nacionales de Facebook solo llevaban dos o tres años en la red y la Internet era algo que se accedía básicamente desde los computadores. Acceder a la red desde los smartphones, palabra que prácticamente no existía, era algo privativo de solo ciertas clases extremadamente acomodadas. En ese 2010 solo había casi trescientos millones de móviles inteligentes en todo el mundo, contra mil trescientos millones de celulares convencionales. Solo un 18,7% del total.

Así que Facebook y las otras redes sociales, como MySpace, resultaban más que nada un espacio en el gabinete de la casa o en la visita a algún cybercafé. Algunas personas podían pasar horas revisando el servicio, pero nadie publicaba todavía mucho, lo que más se hacía eran ciertos test como “¿Qué pub de Quilpué eres?”, se adhería a ciertas causas, como “Bajen los precios de los libros en Chile” y se jugaban cosas como “Guerra de Pandillas” o “Restaurant City”. Quienes estaban ya en esos entonces más adictos a Facebook hablaban de IRL (in real life / “en la vida real”) o, cuando eran más ingeniosos, de AFK (away from keyboard / “lejos del teclado”), slang originado en los videojuegos en línea y que se refería a cuando las personas debían alejarse del computador por un rato.

Hoy ya nadie, a menos que esté durmiendo, e incluso ni siquiera muchas veces en ese caso, está AFK. Nunca.

Es cierto que cuatro años antes de The Social Network, ya la revista Time había reparado en la revolución que se avecinaba con las redes sociales y la Internet, al poner en su portada como persona del año la palabra “You”. Y es cierto también que solo un año después de la cinta de Fincher, Time pondría a otro personaje colectivo en la portada que era un poco la evolución de aquel “You”, “The Protester”. Sin embargo, en ese 2010 todo era mucho menos claro. Ni David Fincher ni Aaron Sorkin, el guionista de la película, sabían mucho cómo iba a evolucionar todo, y con ello hacían quizá inconscientemente caso a la precaución de la Ley de Amara, “Nuestra tendencia es sobrestimar los efectos de una tecnología en el corto plazo y subestimar el efecto en el largo plazo”.

Sin enredarse en exceso en los pormenores tecnológicos de Facebook o de su impacto presente y futuro, Fincher y Sorkin se las arreglaron para construir una cinta donde, por más novedoso y futurista que resultara el tema que tenían entre manos, el relato audiovisual tuviera toda la parsimonia, el pace lento, de un mundo, el de Harvard, de la Costa Este, de los Boston Brahmins, que contrastara entonces, tal como contrasta todavía hoy, con la estridencia y la velocidad de la red. El cuidado de la filmación en las locaciones de la clase alta estadounidense, las tomas nocturnas de los college pubs, el detalle de los torneos de remo, la coloración de la fotografía, presentan consistentemente un mundo señorial y sempiterno que está en el centro de todo lo que vendrá después. Es como si el mensaje de la cinta fuera que en medio de todo ese movimiento acelerado hubiera, tal como pensaba Aristóteles, un motor inmóvil, el de la élite norteamericana que finalmente siempre está detrás de todo.

Obviamente eso no se hace en la cinta con un afán de teoría de la conspiración, sino que con uno que roza lo documental. Fincher y Sorkin vieron, primero que nadie, antes que nadie, que todo lo que se trataría de las redes sociales y de la Internet luego de ellos, los billonarios en dólares antes de cumplir la treintena, las carreras de gráficos de barras (bar chart races), los miles de mensajes e interacciones en las pantallas de los móviles que son hoy el pan de cada día, descansaban sobre un mundo, el de la élite yanqui, que, con mucha más calma que la aceleración de la vida actual iba a estar al mando como siempre lo había estado. Más allá de que Mark Zuckerberg fuera de origen judío y no calzara exactamente con el estereotipo del poder y más acá de que esto haya comenzado por un despecho amoroso juvenil.

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