Columna de Alberto Fuguet: Jodorowsky Superstar

A los 91 años, Alejandro Jodorowsky ha estrenado en varios países su película Psicomagia, Un Arte para Curar.

El arte de Jodorowsky no es para imitar, pero vaya que te remece y dan ganas de crear. La psicomagia es, en dos palabras, no usar las palabras para curar, sino realizar actos.


De pronto, quizás como manera de zafar de todo lo que ha pasado y entender con calma, con ganas, fe y confianza lo bueno que puede pasar cuando las sombras oscurecen el sol, llegué de casualidad (todavía hay casualidades) a Jodorowsky.

Regresé.

Volví a ese inmenso país, que se parece tanto al nuestro, y que es el mundo que ha creado este artista completo, sobregirado, intenso, sin filtro, sin represión alguna, que cree que el arte es para cambiar, emocionar, provocar, que hace lo posible por no intelectualizar nada y dar rienda a las emociones para ir construyendo una obra vasta, insólita, multimediática que, creo, intenta cimentar nuestro inconsciente colectivo. Sé que alguna gente no lo tolera y a veces me agota, pero algo he captado en estos días: lo admiro y lo respeto.

Se atreve y no es tímido, no se anda con cosas.

Jodorowsky es universal, capta algo mayor, y lo hace desde Chile o con lo llamado chileno en la sangre. Volví a él al ver el comentado, y muy visionado, tráiler de la nueva versión de Duna, a cargo del curioso y respetable canadiense Denis Villeneuve con el delgado y enclenque Timothée Chalamet en el rol de Paul Atreides, aquel chico que debe heredar un imperio y asumir que “el durmiente debe despertar”. Esto me electrificó: no tanto por la cinta en sí (que deseo verla), sino porque me hizo conectar cosas no resueltas o recordar alegrías desteñidas ligadas a Alejandro Jodorowsky. Desde luego me acordé de Duna, el supuesto fracaso de David Lynch, que vi en el Imperio y que me fascinó sin ser en esa época un aficionado a nada espacial o galáctico. Por unos meses, mi frase o lema era justamente: “el durmiente debe despertar” y por mucho tiempo quise que mi primera novela se llamara así (con ese título partió escribiéndose). ¿Es Jodorowsky nuestro Lynch? Puede ser. Si Lynch transforma el común americano en rareza, Jodorowsky lo ha hecho con Chile, país que dejó al quemar todas sus naves y partir a Europa el año 53 a los 24, la edad de Paul Atreides, con la meta de no volver hasta crear un planeta.

Pues creó varios planetas, acaso un universo.

Paréntesis: las últimas cintas suyas no cuentan con Fondart. Cuando por fin quiso o pudo filmar cintas en Chile, ese combo surrealista que es La danza de la realidad y la Poesía sin fin, ambas extraídas de su mejor libro híbrido de memorias y guía de psicomagia La danza de la realidad, tuvo que recurrir al crowdfunding. Quizás fue para mejor. Jodorowsky tiene 91 años y, tal como Nicanor Parra, al que ungió como su maestro al rechazar a Neruda por perfecto, es probable que siga guiándonos por un tiempo. Dicho eso: es clave que, uno, le demos un premio urgente que no sea el Premio Nacional porque, entre otras cosas, podría ganar en literatura, Twitter (2 millones de seguidores), cómics, además de artes de la representación. Jodorowsky, que merece varias calles o plazas, es el tipo de autor que te incita a crear y te entusiasma con todo. Sus conversaciones clásicas, inspiradas y entrañables con Cristián Warnken deben juntarse, transformarse en libro o en un documental. Los constituyentes de la Nueva Constitución quizás podrían pasarle el borrador final para que le dé prosa, vuelo, imaginación.

Vuelvo a Duna. El documental de Frank Pavich, Jodorowsky’s Dune, es quizás una obra maestra menor, pues inaugura un nuevo tipo de género: el documental como especulación, le da legitimidad a la idea más que al resultado, cree y erotiza la semilla que no pudo dar frutos. En efecto, se cuenta algo que no fue, que fracasó, que no vio la luz. Es tal la alegría de celebrarlo que uno se emociona y celebra que nunca se haya hecho. Eso tiene algo de poesía. Y tiene algo de chileno. Y Jodorowsky cuenta con detalles lo que no fue, nos invita a su imaginación. Pavich no es de acá, pero sin querer se infecta y termina haciendo una cinta que conversa con los cuentos de Pedro Urdemales y la meta, es no tanto engañar al diablo, sino al futuro, al pasado, a darle espesor a lo que no fue, a lo que no se concretó.

Ese documental, del 2013, hizo que Jodorowsky pasara de cineasta de culto (inventó lo que era el cine de culto con El topo) a un faro que guía a los que no están dispuestos a seguir el camino tradicional. Pavich asume que es un fan, porque al final eso es lo que es Jodorowsky. Su entusiasmo hacia las obras y personas de poetas como Enrique Lihn, Parrao Stella Díaz Varín no tienen parangón en nuestras letras.

Jodorowsky siempre quiso más. Ningún arte le bastó. Ha tenido muchas vidas porque una no basta. No hay que subestimar su locura porque no me cabe duda que ve cosas que no vemos el resto. Teatro, mimos, títeres, cine a su modo, literatura a su manera. Lo ha hecho todo y siempre cuenta lo mismo: cómo salvarse. Y luego la psicomagia: basta de palabras. ¿Es necesario curarse con palabras? De ahí sale la psicomagia que te remueve: ¿es un chanta o un mago?, ¿miente o sabe más que todos? En estos días volví a Santa sangre, cinta mexicana que parecía chilena, que vi en Estados Unidos en un cine de una playa una noche invernal llena de niebla. ¿Qué era esto? ¿Cómo se atrevía? Era excesiva, pero esa era su gracia. No le da miedo sobrepasarse. Lo que le aterra, creo, es paralizarse.

El arte de Jodorowsky no es para imitar, pero vaya que te remece y dan ganas de crear. La psicomagia es, en dos palabras, no usar las palabras para curar, sino realizar actos. La poesía es actuar, dice en Poesía sin fin, con un Santiago fotografiado por el gran Christopher Doyle, el director de fotografía de Wong Kar-wai, es una cinta avasalladora, preciosa, escalofriante, loca e incorrecta, alucinante. Gestos, desafíos, rituales, performance. Es uno de los mejores retratos de lo que es ser poeta y ser artista en ciernes. Es libre y acerca de un Chile donde todos se querían, todos tomaban y follaban, donde todo podía pasar y que aún no se dividía en dos.

Un país, al final, elige a sus héroes, a sus guías, a sus poetas. Ruiz es nuestro cineasta raro, poético, que se va por las ramas. Jodorowsky es el que se desborda tanto que, una vez que entiendes su gesto, logras captar que es de los pocos artistas sin miedo, porque al parecer él ya lo ha perdido. Esto se ve aun más en sus entrevistas, libros y, por cierto, en Psicomagia: un arte que cura, su nuevo documental, dirigido y montado por él, que, con mala fe, puede parecer propaganda pura y capaz que lo sea, pero desafía a cada instante. Lo que vemos en Jodorowsky la figura pop es un ser vital pero no joven, sino con la energía rockera y la sabiduría pop, no de alguien que no es un viejo, sino que ha envejecido bien, que ha sabido ir despojándose de sus miedos y que ahora, además de filmar y escribir, capta que necesita curar a otros interviniendo mano a mano. Tocándolo. Entrando en la intimidad, no de sus espectadores, sino de sus pacientes. Acaso se adelanta o entiende lo que es el arte: sanar, acompañar, curar, guiar. Qué ganas que se hubiera unido con Oliver Sacks en algún proyecto. Ya no basta con filmar, dice, es ahora de actuar, apañar, contener. Eso es un creador también. Lo que muestra supera lo que ha filmado, las historias que registra parecen ficción. Curar con actos. Y, cada tanto, muestra trozos de sus filmes donde, años antes, había recreado momentos parecidos. ¿Por qué los hombres le tienen miedo a la sangre menstrual? ¿Por qué alguien le da miedo ser quién debe ser?

Reencontrarme con Jodorowsky ha sido glorioso.

En estos momentos en que debemos decidir, ojalá pueda guiarnos o, mejor, hacernos una psicomagia colectiva que, sin duda, necesitamos y de la que todos aquellos asustados o dubitativos, sin duda, podrían beneficiarse.

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