Claudio Bertoni: arqueólogo del desasosiego

Claudio Bertoni. Foto: Luis Poirot

Acaba de aparecer, en el amanecer de la década, la Poesía reunida de Claudio Bertoni Lemus. A la voz del poeta de la reflexión existencial, autor de más de 20 libros y 700 cuadernos, el volumen integra los cachureos donde reflexiona la vida mundana que anota desde Concón, donde vive desde 1976. Lo siguiente es el prólogo del libro, publicado por Ediciones UDP.


“Bertoni lo disecciona todo y escribe poemas que se leen como se mira un cuadro del Bosco, poemas que parecen tener la voluntad de resumir el mundo o de hacerlo estallar”, anota Leila Guerriero en el prólogo de Poesía reunida (Ediciones UDP, 2020). Ahí emerge su inapelable observación que es la materia de títulos importantes como El cansador intrabajable (1973), Sentado en la cuneta (1989) y Harakiri (2004), tres de las obras contenidas y revisadas por el también fotógrafo en el nuevo volumen.

Arqueólogo del desasosiego

Las cosas iban a ser distintas. Apenas terminara sus estudios en el Liceo Alemán, Claudio Bertoni iba ingresar a la universidad y a salir de allí siendo abogado, como su padre. Pero no fue abogado sino el hombre que escribió poemas como este:

Muchas de las cosas que lo transformaron en el hombre que escribió poemas como ese sucedieron en 1976. Pero no todas.

A comienzos de mayo de 2020, Claudio Bertoni envía un mail desde su casa en Concón. No hay comas, ni mayúsculas, ni acentos: “voy a pensar en voz alta/ lo del libro de merton (‘la vida silenciosa’) como practicamente todo hay que tomarlo cum grano salis/ lo lei el 76 o 77/ influyo claro pero el silencio y la tranquilidad y el salirse de la sociedad del mundo de los fenomenos (de las diez mil cosas como llaman los chinos) venia desde mucho antes desde muchisimo antes a traves del zen que entro a mi vida a traves del libro budismo zen y sicoanalisis de d.t. suzuki y erich fromm (a fines de los años 60) pero aqui el importante es suzuki que tuvo una influencia enorme en la generacion beat sobre todo en kerouac y gary snyder que de hecho se ‘graduo’ de maestro zen en un monasterio en kyoto pero no me voy a poner a hablar de eso/ fueron un gran descubrimiento para mi tambien los cinicos griegos que para mi aparecieron como budistas zen occidentales dando la espalda a una vida social cardiamente aberrante/ el año 63 64 un año en usa becado viviendo con familia gringa yendo a high school y volvi a chile solo con ganas de volver a viajar todos en la ‘tribu no’ queriamos viajar estaban el ese swingin london y mayo del 68 en francia y el che por otro lado y queriamos cambiar al mundo (viejo cuento) volvi el 76 cansado de europa habia sufrido bastante broken heart y todo y hambre mas encima y habia muerto mi abuelo ya no me acuerdo cuando y mi mami murio el 76 tres meses despues que volvi de europa y lo unico que habia para mi era una pieza en concon y es lo que queria era conseguirme una compañera y quedarme en paz y la cosa con merton y los caminos de liberacion en general son sin señorita parece ese ha sido siempre un asunto para mi de oscilar y de huir de un compromiso conyugal/ de hecho viaje a usa el 69 detras de la cecilia y de nuevo el 72 detras de la cecilia porque se saco una beca si no no habria ido a ningun lado y me quede en paris por la brigitte y volvi a chile y no volvi a paris de nuevo con la brigitte que me vino a buscar, me quede aqui por la monica, y despues todo lo que hice fue quedarme en chile haciendo nada por la malva y supongo que todos mis viajes aunque sean dentro de una sola ciudad o unas pocas cuadras han sido por seguir a mi corazon que perseguia a la que perseguia/ pero todo es por supuesto mas complicado/ estan las lecturas y quiza sobre todo la creciente conciencia de la fragilidad fisica siquica de nuestra condicion y de mi cabeza especificamente”.

De su cabeza, específicamente.

“Cuando niño no sentía miedo –decía en una entrevista de 2017–. El miedo apareció después y es casi lo único que hay ahora. A los 16, 17 años, estaba absolutamente exaltado. Ahora veo que la vida es una melcocha horrenda. Porque hay demasiado dolor. Pero a los 16 años estaba excitadísimo. Y era como un kamikaze suicida. Viajes con dos pesos a todas partes. Estaba repleto de deseo. Ahora, para nada. Como dice Tolstoi, la sorpresa más grande de mi vida es la vejez. En los últimos tres, cuatro años, tú miras mi cuaderno y es la muerte, el suicidio, la enfermedad, el dolor. Preferiría no escribir. Escribir me importa un pico. Si no escribiera estaría feliz, porque querría decir que no me pasa nada, que estoy tranquilo, aliviado. Mi relación con la literatura es de absoluta necesidad. Son como parchecitos para el dolor. Me desahogo, me alivia. Yo no sé qué es la página en blanco. Yo busco la página cuando me pasa algo.”

Y, cuando le pasa algo, escribe, por ejemplo, esto: “miedo/ desde que abro los ojos/ hasta que gracias a dios/ los cierro”.

¿Qué pasó entre aquel adolescente exaltado y lo que siguió después? Es posible que buena parte de la poesía que escribió a lo largo de más de medio siglo haya sido el intento de entenderlo, de entenderse.

La casa de Bertoni en Concón no es una casa. Era el sitio donde se guardaban los trastos de una vivienda contigua, propiedad de su padre, y que él transformó en habitación, cocina y baño. Allí vive desde mediados de los setenta, entre tazas, vasos, pedazos de cartón, ropa, libros, cuadernos, cedés, mantas, sábanas, bolsas de plástico, revistas, fotos, posters, cajas, cajones, un par de sillas, una cama, cuadros, aparatos para tomarse la presión y medirse los latidos (es hipocondríaco severo). En todo caso, un sitio muy distinto a la casa donde se crió en Santiago con sus padres, Bruno y Berta, y sus dos hermanas, Carmen y Marietta. En ese tiempo era un niño que se pasaba los días en la calle, jugando con amigos, acuciado por un erotismo precoz –”A mis 5 años me enamoré la primera vez, de la señorita Teresa, que tenía 35. La Tita Cuéllar, nunca me voy a olvidar. Tenía unos pechos exquisitos, pero yo era una guagua. Y ella decía ‘Eres una guagua’, pero la guagua lo único que quería era que ella se desnudara y hacerle el amor” –, y con una madre a la que adoraba: “Mi vieja era una vieja puro corazón. A mi mami la adoraban los gallos que limpiaban los vidrios, los albañiles. Ella los ayudaba”. Siguió siendo un adolescente entusiasta que salía con amigos a hacer bromas menores –pasearse en calzoncillos por la puerta de un cine, cambiar los autos estacionados de lugar para que sus dueños no los encontraran–, hasta que la familia se mudó de Ñuñoa a Providencia, y todo lo que era juegos y amistad se transformó en encierro: “En Providencia me pasé encerrado, sin darle bola a mis vecinos. Era un barrio de momios”. Fue allí, en ese encierro, donde se hizo lector. Un día pasó por la casa un vendedor de libros de la editorial Pomaire, y él le pidió las Analectas, de Confucio, “ni sé por qué”. Poco después, conoció a Cecilia Vicuña, con quien años más tarde formaría el colectivo artístico Tribu No!, y empezaron a noviar. Leyeron a Herman Hesse, a Antonin Artaud, a Henry Miller. Al terminar el colegio ganó una beca para vivir con una familia en Estados Unidos y terminar los estudios allá: estaba encandilado por el jazz, quería conocer sus orígenes. Terminó en Denver, una ciudad sin mucha relación con el jazz, pero cuando regresó de allá era otro: “Volví multiplicado. Lo único que quería era seguir viajando. Antes de irme creí que la vida era como una carretera asfaltada y que había que seguirla. Pero esa carretera estaba rodeada de bosques y me dije ‘Yo paro el auto acá y me meto en ese bosque’. Entendí que ganarse la vida es perderla. Ganársela como se la están ganando todos los huevones haciendo trabajos que no quieren”.

Abandonó la idea de ser abogado, se inscribió en Filosofía, estudió un año, dejó, y empezó a vivir sin plan, sin hacer nada, sin que sus padres le pidieran una explicación: “Es loable. Nunca me preguntaron. Yo pensé: ‘Tengo 18 años, mi viejo tiene plata, no me van a echar, comida no me van a quitar, ropa siempre va a haber’”. En 1967, cuando tenía 21, se fue a Londres en barco con un amigo –”Chuta, era la guerra de Vietnam, faltaba un año para mayo del 68. El Che. Íbamos a cambiar el mundo”–, pero no los dejaron entrar a Inglaterra y terminaron en Francia. Esos años lo muestran en movimiento casi permanente: regresó a Chile desde Europa, pero Cecilia Vicuña se fue un tiempo a Estados Unidos y le escribió desde allá una carta en la que le decía “Me acosté con Sergio”, un poeta al que ambos conocían. “Yo era una persona equis antes de leer esa línea. Y fui otra persona después. Yo solo sabía una cosa: no podía seguir sin ver a la Cecilia”. Consiguió un pasaje en Ecuatoriana de Aviación “que era como irse arriba de una gaviota” y, con fiebre y poca plata, llegó al campus universitario donde ella vivía: “Golpeé la puerta y salió el Sergio súper cariñoso, el mismo que había estado con mi mujer hacía poco. Y apareció la Cecilia en bata y fue un milagro. La abracé. Y me salió un chorro de sangre de las narices. Estuvimos tres meses viajando por Estados Unidos y yo me hice mierda el pico, o el pene, o la pichula, como le digan, porque me ponía al lado de la Cecilia y era sexo, sexo. Esa es la cosa más violenta que me ha pasado en la vida, saber que mi mujer se acostó con otro. Es dolor, dolor. Tienen que amarrarte y darte de comer y se te pasa. Pero yo me cago de la risa cuando dicen ‘¿Tú no tienes dignidad?’. ¿Dignidad? Yo como caca. La gente que habla de dignidad en el amor no tiene idea de lo que es querer a alguien”.

Desde que conoció ese dolor desbordado, el amor se transformó para él en una materia sucia y celestial, capaz de hacer flotar a un hombre y también de aniquilarlo: “Qué me importa que me quieras cuando me quieres/ Yo necesito que me quieras cuando no me quieres”, escribió en Jóvenes buenas mozas. La ausencia de pudor que recorre toda su poesía –que aúlla de miedo ante la enfermedad y ante la muerte– se hace explícita de un modo inédito, gallardamente doloroso, en los poemas de amor.

En 1972, de regreso en Chile, la vitalidad todavía al galope, tocó las congas en Fusión, el primer grupo de jazz rock chileno y, como ese año sus padres hicieron un viaje a Europa, él quedó a cargo de su abuelo, un hombre con gran deterioro cognitivo: “A las cuatro de la mañana me decía ‘Claudio, tengo que tomar el té’. Yo me levantaba. ‘Don Manuel, venga conmigo’. Salíamos al jardín. Le decía ‘Don Manuel, mire el cielo. ¿Cómo se llaman esas cositas azules?’ Y mi abuelo decía ‘Estrellas’. ‘Bueno, el té se toma a las cuatro de la tarde’. Él se tomaba la cabeza y decía ‘¿Qué me pasa, qué me pasa?’. Un día llegué y se había pasado la noche en el suelo, muerto de frío. Después él se murió. Ahí, con mi abuelo, entró la muerte en mi vida”. Pero, aun así, ese mismo año viajó con Cecilia Vicuña a Londres, donde ella había conseguido una beca como artista plástica. Vivieron comiendo pan de ayer, robando botellas de leche. Él, a veces, orinaba en el fregadero para no tener que ir al baño gélido que compartían con los demás. Nunca, dice, fue tan pobre como en esos años. En 1973 publicó su primer libro: El cansador intrabajable. Y entonces Cecilia lo abandonó por un gringo llamado John. Bertoni rogó, gritó, lloró, y al fin, ante la evidencia de que ella no iba a volver, se fue a Francia donde, tiempo después, conoció a Brigitte. Permaneció allí, en Annecy, hasta 1976, cuando, con Chile en dictadura, volvió porque le dijeron que su madre no aguantaba sin verlo. Su intención era hacer una visita. Pero tres meses después ella tuvo un aneurisma y falleció. Eso, ese relámpago oscuro, lo cambió todo.

“yo sali el 72 de chile “feliz” –escribe por mail en mayo de 2020–/ estaba tocando congas en fusion estaba la up y estaba sobre todo bailar y los amigos y amigas y el amable amor sexual (asi estaba yo esa era la luz de mi vida entonces)/ y vuelvo el 76 con la pujante dictadura en gloria y majestad muere mi mami y yo solo en un living oscuro y frio de concon mirando el chapulin colorado/ antes de irme a annecy y en annecy incluso yo era el mismo de chile todavia/ yo volvi distinto/ los amigos ya no fueron lo que eran (y no me refiero a que los amigos ya no estaban sino al hecho mas profundo que la amistad en general ya no era lo que habia sido, lo que era)/ nada fue lo que era/ me introverti? (“la vida silenciosa” de merton)/ (la muerte de mi mami fue como un relampago negro ilumino todo esto)”.

Poco después de la muerte de su madre, pasó por una librería de saldos y compró La vida silenciosa, de Thomas Merton, un libro acerca de la vida retirada de los curas: “Y me encantó. Yo dije ‘chucha, esto puede ser’”. Pensó en Concón, pensó en el cuarto de los trastos de la casa de Concón. “Mi padre tenía esto acá, así que vine aquí. Yo siempre he tenido admiración por la vida ascética. He leído mucho a los estoicos, a los ateos anacoretas orientales. Hay un chino que dice ‘Oh qué maravilla, corto leña y saco agua del pozo’. Para mí eso es. Lo demás es puros saltos y pedos”.

Allá fue. A ser un monje, sin serlo.

Pero si el movimiento se detuvo, la vida no.

A Brigitte le siguieron otras mujeres; la muerte de su madre, y una crisis –de la que habla poco por temor a invocar otra vez la piedra de la locura–, que comenzó en 1998 y terminó en 2003. Fue un quebranto psíquico, un derrumbe. Estaba convencido de que iba a crecerle una tercera mano, sudaba helado, creía que no iba a llegar vivo al minuto siguiente. “Cinco años sin leer ni escribir, yendo al psiquiatra. Me desollé. Tuve una especie de sensibilidad extra empática, veía las vidas de las cajeras de supermercado, de los choferes de micro, y me parecían monstruosas. Ahora también. Yo veo la vida de la gente hacinada en la micro, y es como ver seres arrastrándose y me pregunto cómo aguantan. Con la edad ha ido creciendo una conciencia de nuestra fragilidad. Una conciencia de la condición humana, pero exacerbada. El dolor para mí es lo único que hay. Es como una guerra. Yo despierto y tengo la sensación de desamparo físico visceral. Y pienso que la única manera de salvarse de esa huevada es no haber nacido. La lucidez, como lo veo ahora, es lo peor que hay. Cuando más cuenta te das de lo que pasa, es más doloroso. Y no te hablo de Isis, sino de la casa de acá a la vuelta. Si la lucidez es darse cuenta de cómo son las cosas, es horroroso, pero también lo máximo a lo que puede aspirar un ser humano. Hay gente que vive vidas que yo no aguantaría ni cinco minutos. La mayoría. Y el mundo está funcionando. Es lo que dice ese poeta que adoro, Pessoa: el regalo más grande que le ha hecho el creador al ser humano es que no se dé cuenta de que está viviendo. Y yo le encuentro la razón. La mayor parte de la gente no se da cuenta de que está viviendo”. Sin embargo, no contempla la vida de los otros con superioridad sino con empatía cristiana, como si fuera un pararrayos de martirio y quisiera dar cobijo al desamparo de la humanidad:

Como si la fragilidad que lo destruye fuera, a la vez, su fortaleza.

Desde 1976 no volvió a salir de Concón, salvo para breves visitas a sus hermanas o a su padre en Santiago, pero esa ausencia de movimiento no refleja el aleteo perenne de todo lo que lleva adentro, y el desasosiego –que se acentúa con el paso de los años– está lejos de ser un desgano o, en todo caso, es un desgano que también produce poesía: “yo no necesito energías/ para subir el monte Everest/ yo las necesito/ para quitarme los calcetines/ para lavarme los dientes/ para llevarme la comida a la boca”. Una poesía falsamente simple que apenas oculta los alaridos que la sacuden y que, a veces, parece escrita desde la celda de un manicomio:

En Bertoni conviven un místico hereje y un fauno cariñoso, un habitante del pánico que monitorea histéricamente el funcionamiento de sus propias vísceras y un sujeto capaz de sentirse bien tan solo mirando por la ventana durante horas.

El mismo hombre que sostiene que “una de las cosas que me asustan ahora es que no sé cómo matarme”, y que establece diversas estrategias y combinaciones –pastillas, pastillas y gas, pastillas y gas y un cartel para advertir a quienes se acerquen de no encender fósforos–, es el que burbujea enloquecido en la contemplación extática de los rostros y los cuerpos de las mujeres que ve en la micro: “me tocó levemente su mochila/ su mochila tocaba su chaqueta/ su chaqueta tocaba su falda/ su falda tocaba su calzón/ y su calzón tocaba su poto/ me di/ por satisfecho”. Pero ni en un libro como Jóvenes buenas mozas, inseminado por un erotismo palpitante, Bertoni abandona, al decir de Alejandra Costamagna, “la perspectiva dolorosa que ha marcado su escritura. El goce de Jóvenes buenas mozas viene, como en otras ocasiones, hermanado con esa soledad tan triste que es la ausencia. Todo se pierde, todo acaba, todo muere. Desde su orilla reglamentaria el desasosiego urde sus muecas y advierte que esto es solo una tregua. ‘Nadie con quien compartir/ esta hermosa mañana./ En vez de llorar de gusto/ dan ganas de llorar de pena’, es la sentencia de ‘Eremita’. La soledad y la ternura permanecen como péndulos atávicos en Bertoni (…) el poeta parece adorar tanto a las mujeres como su vida retirada (...) Claudio Bertoni, uno de los poetas más hondos, confesionales e intensos de su generación, invita (…), desde su codiciado e irrenunciable retiro, a contemplar el vértigo y el trance de quien tiene nociones de la belleza y del amor soberanamente claras y hoy viene a imponer sus peculiares condiciones”.

Así, en ese libro transido por la marca de origen que dejó el dolor quién sabe desde cuándo, quién sabe desde dónde, escribe:

“Claudio Bertoni vive alejado de Santiago, en Concón, cerca del mar. No acepta ni rechaza visita. No maneja, no tiene hijos, vive de becas, premios y escasas colaboraciones de prensa, tratando de limitar hasta el mínimo sus gastos y necesidades. No rechaza el consumo o el dinero por odio a la sociedad o por salvar el planeta, sino que como una forma de dedicarse sin distracción alguna a lo único que parece importarle: explicarse a sí mismo”, escribió Rafael Gumucio en el prólogo de la Antología. 1973-2014, publicada por Lumen en 2015.

En ese intento de explicarse a sí mismo, como si Concón fuera un experimento a escala del universo, Bertoni lo disecciona todo y escribe poemas que se leen como se mira un cuadro del Bosco, poemas que parecen tener la voluntad de resumir el mundo o de hacerlo estallar. La micro, el cielo, el mar, las paltas, Beckett, los Bee Gees, Otis Redding, Charlie Parker, Jack Kerouac, Henry Miller, Julio Cortázar, Robert Creeley, el Tao Te King, Merton, Nina Simone, Teresa de Ávila, el blues, The Mamas & the Papas, los estoicos, los cínicos, los pechos y las piernas y el sexo de las mujeres, los calzones, Dios, su madre, el ave palta, el pan, un bar con humo de cigarro, las cajeras de los supermercados, Simone Weil, la televisión, Stevie Wonder, la enfermedad, la hiponcondría, Aretha Franklin, Maceo Parker, Edith Stein, Teófano el Recluso, Vietnam, los perros callejeros, los jeans, las minifaldas, las ventanitas, las cortinas. Todo eso entra en los poemas de Bertoni, como si intentara juntar los trozos de un big bang escalofriante mientras ruega que alguien lo ayude, sabiendo que nadie jamás lo ayudará:

Desde la inmovilidad frenética ha publicado dieciocho libros –o veinte: él no lo sabe–, de los que provienen los poemas que forman este libro, transformando lo doméstico y el humor en materia lírica –”sucedió algo maravilloso/ entre las hojas de lechuga/ había un pedazo de palta”; “no tengo hijos/ que lleven mi sangre:/ pero tengo pulgas” –; construyendo piezas diminutas munidas de una fuerza centrífuga excepcional –”¿Y si después/ de la muerte/ hay una vida/ infinitamente/ más dolorosa/ que esta?” –; cuestionando y clamando la existencia de un dios cruel: “dios/ exagera/ nos muestra/ el sol y la tierra/ después/ nos mata”.

En los últimos libros, los poemas se vuelven arañazos, jirones, como si atrapara trozos incendiados del monólogo que borbotea en su cabeza –”el/ próximo/ minuto será/ desesperante/. (Para/ allá voy)/ –vivir/ así–”–, y los arrojara sobre la página todavía ardiendo (o chillando).

“jirones chispazos es cierto –escribe por mail en 2020–/ nada pensado en absoluto/ es que cada vez es peor/ es mas el miedo y puro me veo como dando manotazos y rasmillando en vez de escribir/ cuando te clavan un cuchillo o te aprietas un dedo en la puerta no das una conferencia ni te pones a componer un impecable soneto, das un grito no mas o balbuceas un par de incoherencias antes de salir corriendo arrancado/ es de adentro hacia afuera:/ el miedo la conciencia exacerbada de la fragilidad de la carne y sobre todo los mil temblorosos caminos de una posible locura dejan un rastro asi detras, ¿es un formato?/ mas me parece un escupo en realidad/ es algo asi: ‘un hombre puede morir simplemente porque no puede resistir la idea de permanecer dentro de un cuerpo’/ Burroughs dijo eso.”

Pero Bertoni sigue aquí, como un arqueólogo del desasosiego, un teólogo de la tozudez, construyendo una obra que no exige nada pero que ruega una respuesta, quizás a ese dios en el que no cree pero al que nombra –igual que al miedo, al amor y a los traseros– tanto.

Claudio Bertoni

Nota a la edición

Este volumen reúne los libros más destacados de su autor: El cansador intrabajable I y II (1973, 1986), Sentado en la cuneta (1990), Ni yo (1996), Una carta (1999), Jóvenes buenas mozas (2002), Harakiri (2004), No faltaba más (2005), En qué quedamos (2007), El tamaño de la verdad (2008) y the price of love (2018). Cada uno de estos han sido revisados y corregidos por el propio Claudio Bertoni, quien, también, se dio el gusto “de sacar un montón de poemas que no debí haber publicado nunca”.

Las citas que se han incluido como epígrafe forman parte del libro ¿Puede aceptarse todo esto? (2017), además de la respuesta a cada una de ellas realizada por Bertoni.

El trabajo del editor y los correctores tuvo que ver, más que nada, con unificar criterios de edición de cada uno de los libros en uno solo y enmendar errores ortográficos, así como de sugerir cambios o la omisión de algunos poemas.

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