Columna de Héctor Soto: Singularidades



Extraño y distinto. El polaco Witold Gombrowicz vivió en Argentina durante casi 25 años y nunca se sintió especialmente cómodo ni con el país ni con sus escritores. Había llegado a Buenos Aires en una delegación cultural que viajaba a bordo de una nave que estaba abriendo una nueva ruta turística, semanas antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Pues bien, cuando Alemania invadió Polonia y desde allá dieron la orden de regresar, él se quedó. Lo que encontró en Buenos Aires pesó más que el llamado de la patria aplastada. Tenía 35 años, pulsiones homosexuales, dos libros publicados en su país y no hablaba una gota de español. Pagó su temeridad con años muy difíciles, viviendo a salto de mata, hasta lograr un pequeño empleo en un banco local. Un libro reciente de Mercedes Halfon, Extranjero en todas partes (Col. Vidas Ajenas, UDP), revisa los días argentinos de Gombrowicz, desde la época en que nadie lo tomaba en serio en Buenos Aires hasta cuando, poco antes de volver a Europa, a Francia, porque a Polonia nunca regresó, su prestigio de escritor insurrecto y transgresor terminó situándolo en otras ligas, al punto de ser varias veces postulado al Nobel. Gombrowicz nunca se llevó bien con la altura cultura. Generó una enorme aversión al circuito de la revista Sur (las hermanas Ocampo, Bioy Casares, Borges), pensaba que lo único rescatable de Argentina estaba en las capas bajas, odiaba que se dijera que un escritor es alguien que tiene algo que decir, reivindicaba tanto la inmadurez como la impulsividad de la juventud, se enfurecía ante el arte relamido y levantó a pulso, por así decirlo, una obra extremadamente singular donde hubo espacio para novelas experimentales (Ferdydurke, Trans-Atlántico, Pornografía, Cosmos, básicamente), para obras de teatro (que él nunca se interesó en ver cuando las representaron) y para un Diario que es curioso, provocativo, insinuante, donde descargó juicios, fobias, confesiones, bromas, reflexiones y opiniones sobre la actualidad, que de hecho se publicaban de inmediato como artículos en una revista mensual. Nunca se interesó en ser Mr. Simpatía ni en andar diciendo cosas agradables. Sin embargo, caló hondo en un grupo de escritores jóvenes argentinos y su nombre quedó asociado, sobre todo en Europa, a ese nicho un tanto nebuloso que integran los “escritores para escritores”, gente que nunca está en la lista de los autores más vendidos pero que, sin embargo, son nombres ineludibles en la literatura, como Faulkner, como Marcel Schowb o el propio Borges. El trabajo de Mercedes Halfon recoge buenos testimonios y entrega información valiosa de un escritor que al final -porque se contradecía, porque le importaba un rábano ser o no consecuente- ni siquiera quiso parecerse a sí mismo.

Solemne. Oppenheimer es una película ambiciosa, de grandes ideas y volumen muy alto. Es de esos panoramas a los que se acude no para que lo pasemos bien sino para que seamos más conscientes del mundo en que vivimos. Es también una cinta atronadora y edificante, donde no hay un solo centímetro de celuloide que no sea grave, trascendente y “significativo”. Quienes esperaban un ver en el carácter del protagonista a un científico “raro” -raro en el sentido que Labatut, en Un verdor terrible, le da al gremio de los genios que corrieron las fronteras de las matemáticas y la física a comienzos del siglo XX- la gran sorpresa es encontrarnos, en cambio, con un tipo muy normal, comedido incluso, casado y con dos amantes parecidas, nada muy distinto de cualquier empleado particular, y cuyo única rareza es andar casi siempre con la vista perdida en horizontes insospechados, incluso mientras espera micro. ¿Es una película interesante? Tal vez lo sea para el que se leyó la biografía de Kai Bird y Martin Sherwin y conoce la trama. ¿Es una película emotiva? No se diría. ¿Es una película clarificadora? Al revés, Nolan es de los cineastas que sistemáticamente ha preferido volver difícil lo que es fácil. Y, claro, su realización complica mucho las cosas porque dispara nombres que ignoramos, porque junta lugares y épocas distintas sin mayor aviso y porque a cada rato intercala representaciones moleculares estruendosas para demostrar que su protagonista tiene mucha vida interior. Parece estar claro que Oppenheimer se arrepintió tarde de lo que había hecho. Nolan haría bien en emularlo, antes que ya nadie se acuerde de esta superproducción el próximo año.

Desafío imposible. Es un libro precioso y que se lee como una novela policial o de aventuras: En busca de las entrañas del hielo (Ediciones B). Es la historia de un grupo de locos e iluminados, básicamente británico pero también de alguna otra nacionalidad, que entre fines del siglo XIX y comienzos del XX se propuso correr los límites de lo posible, develar los misterios de un territorio desconocido, arriesgarse hasta más allá de lo prudente y llegar al polo antártico a como diera lugar. Es básicamente la increíble historia de la expedición del irlandés Ernest Shakleton a bordo del Endurance que, en los mismos días que estallaba la Primera Guerra Mundial, emprendía la aventura temeraria y descomunal de cruzar a pie el polo sur. Todo en esa expedición fue épico: las adversidades, la mala suerte, la ira de la naturaleza, el empeño sobrehumano de los tripulantes, la obstinación desbordada de su promotor. También el fracaso, que fue tan colosal que a su modo constituyó asimismo una forma de éxito, y que es la etapa en la cual tuvo lugar la heroica intervención del piloto Pardo de nuestra Armada. El libro de Juan Francisco Lacaros respira aire limpio, entusiasmo y emoción. No solo es la crónica portentosa de Shakleton, sino también de los que trataron antes y de los que vinieron después. La obra una y otra vez intenta aclarar el porqué de estas locuras. Pero es una pregunta retórica porque su autor sabe que ante las hazañas realmente grandes eso es lo único que no hay que preguntar.

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