Confusiones y certezas
¿Cuál es la idea? En su tiempo, Francois Truffaut decía que las buenas películas siempre debían poder resumirse en una sola palabra. Porque todas tenían que responder a una idea profunda; si no era así, significaba derechamente que no eran tan buenas películas. Y daba ejemplos: “Lola Montes es un filme sobre el adulterio; Elena y los hombres, sobre la ambición y la carne; Un rey en Nueva York, sobre la traición; Sed de mal, sobre la nobleza; Ordet, sobre la gracia; Hiroshima mon amour, sobre el pecado original”. Se podría seguir: El padrino es sobre el poder; Toro salvaje, sobre la redención; Crímenes y pecados, sobre la culpa… Bueno, dicho eso, no tengo la menor idea sobre qué es Magic Farm, la película gringa, pero de directora argentino-española, Amalia Ulman, también videasta y artista que hace instalaciones. La cinta desde hace poco está en Mubi. ¿Es sobre la impostura de las redes sociales? ¿Es sobre el subdesarrollo? ¿Es sobre lo demencial que se ha vuelto el mundo de hoy? No tengo idea. Aunque podría ser sobre todo eso. Lo importante es que, con todo lo improbable que su historia pueda ser, la cinta funciona e incluso convence. Más que eso: también puede emocionar. El relato discurre a partir de las experiencias de un equipo gringo de documentalistas que produce “contenido” para redes sociales y que viaja, en medio de un tremendo equívoco, a un pueblo perdido y miserable de la pampa argentina para reportear situaciones bizarras. El problema de esos documentalistas es que ellos creen estar contactando a un influencer local dedicado a la creación musical, pero lo cierto es que conectan a una secta apocalíptica de matriz cristiana y además muy puritana. Vaya confusión. La verdad es que el eje narrativo no va tanto por ahí como por las tensiones que se generan al interior del equipo audiovisual que se traslada de Nueva York a la Argentina, por los desencuentros idiomáticos con los lugareños y por las excentricidades con que se encuentran en el pueblo al que llegan. Hay pasajes que recuerdan, por el entorno, a Denominación origen, el falso documental chileno estrenado este año, aunque ambas películas no tienen nada que ver. En este caso, el pueblo es un lugar muy deprivado, muy al margen de todo, lleno de perros vagos (se comportan gloriosamente frente a la cámara), muy próximo a las sencillas verdades de la tierra y la pobreza, donde conviven los sentimientos de inferioridad con el narcisismo rampante, porque de otro modo la vida se vuelve un infierno. Es cierto que la mirada de la película sobre ese mundo es mordaz y divertida: pero, más que eso, lo que prima es un sesgo compasivo que sugiere, al final de los finales, que los seres humanos, los neoyorquinos de allá y los lugareños de acá, los de la película y nosotros mismos, en realidad no somos tan distintos. ¿Será mucho extrapolar las cosas decir que este podría ser algo parecido a un discurso 3.0 sobre la igualdad entre los hombres? Siendo honesto, creo que sí.
Un siglo. ¿Sabía usted que el Ejército de los Estados Unidos había distribuido entre su contingente 150 mil ejemplares de El gran Gatsby en los días de la Segunda Guerra Mundial? Yo no tenía idea y lo leo en un artículo de A.S. Scott, del New York Times. Dice que este factor, unido desde luego también al trabajo de críticos como Lionel Trilling y Edmund Wilson, fue decisivo para que la novela de Scott Filtzgerald se popularizara en esa época, dado que cuando se publicó en 1925 su desempeño en ventas había sido modesto. A partir de la guerra, sin embargo, terminó convertida, acaso sin quererlo, en “la gran novela americana”, altar ante el cual se inmolaron tantos talentos literarios. Fue la pretensión que terminó quemándoles el seso en el siglo XX a autores como Philip Roth, como Thomas Pynchon, como Don Delillo y varios otros, que lo intentaron una y otra vez sin conseguirlo. Al margen de la grandeza, de la belleza y de la inspiración de esta novela descomunal, es lícito que uno se pregunte si acaso habrá en estos días algún instituto armado que se preocupe de repartir buena literatura entre su gente. Porque el dato de Scott sin duda que es provocador. ¿Será que ya no se le reconoce a la buena literatura ningún rol como escuela de sensibilidad, de madurez y de crecimiento personal? Pareciera que no. La buena literatura ni siquiera abunda en las universidades, cada vez más encapsuladas y bárbaras. Scott dice que en la posguerra, El gran Gatsby llegó a ser visto más como un comentario sobre la difícil situación del hombre moderno que como una sátira de los años 20. En este sentido, el libro habría sido “precursor de novelas contemporáneas populares, como El extranjero, de Albert Camus; El hombre en suspenso, de Saul Bellow, y El guardián entre el centeno, de Salinger”. Para el crítico, “la vida de Gatsby está marcada por la alienación y la añoranza. Su muerte, un acto de violencia sin sentido, es un ejemplo clásico del absurdo”. Es más que oportuno reiterar estos conceptos cuando la novela de Fitzgerald está cumpliendo cien años.
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