Festival de Viña: te odio
El line up de Viña 2026 ofrece números inapelables. Se alega que Juanes y Mon Laferte repiten el plato, como si los festivales tuvieran la obligación de incluir sólo novedades, cuando lo relevante es su condición de estrellas indiscutidas.
Ningunear eventos musicales de multitudinaria asistencia, larga data y categoría internacional no es una reacción exclusiva del público y la crítica chilena con el Festival de Viña del Mar cuando se revela la parrilla -la gente saborea decir ”ya-no-es-lo-que-era”-, sino que se trata de un fenómeno global. El festival de jazz de Montreaux, proclive a los clásicos, recibe el mote de “paraíso de los boomers”. Las reuniones británicas de Reading y Leeds son acusadas de “pérdida de credibilidad” por decisiones de programación, en tanto Glastonbury recibe reproches por temas políticos. Antes del lustro, el Lollapalooza original ya era blanco de reclamos por haber perdido la categoría de sus primeros años. En Dinamarca la prensa declaró “muerto” al monumental festival de Roskilde porque “no educa como antes”, en su ánimo de privilegiar números más juveniles y renovar audiencias, un asunto de vida o muerte para producciones de este tipo. Mientras arrecian las críticas del público y los especialistas, la demanda de entradas persiste y mejora. Los buses de alejamiento -ese chiste repetido en redes- nunca inician recorrido.
Las razones de este comportamiento radican en factores generacionales e identitarios. La nostalgia va indisolublemente ligada a la percepción de haber sido testigo en edades juveniles de instancias inigualables. El paradigma de Viña consiste en declarar al capítulo de 1981 como el peak por la conjunción de las mayores estrellas hispanoamericanas -Julio Iglesias, José Luis Rodríguez, Camilo Sesto y Miguel Bosé- en un momento de notorio aislamiento internacional del país. Argentina, que también estaba bajo dictadura, recibía ese mismo año a Queen, vetado en Chile por la homofobia de la esposa del almirante Merino.
En la medida que las audiencias envejecen, la convocatoria de artistas para un público adolescente se decodifica como una forma de devaluación ante el desconocimiento de las nuevas figuras. Si el evento crece en términos comerciales y pacta alianzas, surge otra acusación como acto reflejo: el festival se vendió. La disconformidad es la regla.
El line up de Viña 2026 ofrece números inapelables. Fundamentales en la historia del pop de los últimos 40 años, Pet Shop Boys no solo funciona como una carta segura en materia de nostalgia, sino que encarna una entidad que sigue publicando álbumes sólidos junto con ofrecer espectáculos voluptuosos de carácter transgeneracional, como lo demostraron en su avasallador paso por Santiago en noviembre de 2023. Se alega que Juanes y Mon Laferte repiten el plato, como si los festivales tuvieran la obligación de incluir sólo novedades, cuando lo relevante es su condición de estrellas indiscutidas. Gloria Estefan regresa como la figura solista pionera del crossover latino tras debutar en la Quinta Vergara en 1983 junto a Miami Sound Machine.
La volatilidad de Pablo Chill-E contribuirá a la tensión y la expectativa mientras Argentina subraya por enésima vez su presencia como el país que ha aportado más artistas al certamen desde el humorista Luis Sandrini en 1960, mediante el debut de los números urbanos de Paulo Londra y Milo J, y la cumbia de Ke Personajes. La presencia de Matteo Bocelli cabe en las peculiaridades propias del certamen viñamarino, que de tanto en tanto consagra a europeos más por facha y extravagancia antes que argumentos musicales y éxitos comprobados. Sucedió en los 80 con Shakin Stevens, en los 90 con Paolo Meneguzzi y ahora el hijo de Andrea Bocelli. Si de tradiciones se trata, el Festival de Viña respeta hasta lo absurdo.
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