La cobarde indignación pop
Nadie duda del rol que históricamente ha tenido la canción popular en el aliento de grandes causas. Pero no son los himnos los que consiguen cambios reales, sino las ideas en torno a estos, y la disposición a sacrificar algo por ellas. La política internacional, la urgencia medioambiental y la precarización laboral no están hoy para melodías bienintencionadas. El mundo actual exige cantar y hacer.

No es la música de Massive Attack el tipo de propuesta que a primera oída sugiera una vocación subversiva. La cadencia de sus secuencias y las imágenes en sus versos más bien nutren la exploración de un mundo personal, vinculado a la imaginación y los sentidos (bendito sea su regreso a Chile, el 7 de noviembre para el festival Fauna Primavera). Sin embargo, hoy es ese dúo de Bristol uno de los nombres musicales más persistentes en la denuncia del gobierno de Benjamin Netanyahu y su ya intolerable definición del “derecho a defensa” en sucesión de crímenes de guerra y devastación humanitaria. Lo hacen en las pantallas de sus conciertos, en sus posteos en redes y, desde hace dos semanas, también en el liderazgo de una alianza pública creada para acoger a músicos que estén siendo amedrentados o censurados por levantar la voz a favor de la población de Gaza. No es proclama, sino acción.
Aunque son cada vez más los creadores que asumen una postura pública sobre este asunto, lo que domina en la primera línea del pop es más bien el silencio. Brian Eno, Annie Lennox, Garbage o el portorriqueño Residente —quien hace dos semanas anunció su retiro de importantes festivales españoles parcialmente financiados por una empresa estadounidense con negocios en Israel (“no puedo ser parte ni por un segundo de esta tragedia”)— son excepciones para una industria teóricamente encantada con la idea del cantor comprometido, pero a la que las palabras incómodas sobre política le activan indeseables líos legales y pérdidas contables. La proclama vociferante puede ser un rasgo de estilo, siempre y cuando mantenga un enemigo abstracto y no se pague un sacrificio por ella. Chile no es excepción para esa inercia que muchas veces viste de atrevimiento lo que en verdad no son más que opiniones generales sobre principios en los que ya todos estamos de acuerdo, como la tolerancia y no discriminación.

Sobre las idas y vueltas entre el arte político y la hipocresía, puede encontrarse online la peculiar tesis de doctorado de Matthew Herbert, compositor británico de frecuentes asociaciones con el cineasta chileno Sebastián Lelio (la más reciente, para La ola) y una inquietud profunda por el vínculo entre sonido y ética: “Mucha gente relaciona la música con el entretenimiento pero, ¿qué hay del deber moral del artista?”, fue una de las preguntas que dice haber motivado esa investigación. No hay allí opiniones como tales, sino análisis en torno a las muchas decisiones que involucra la composición: la selección de recursos, el trato hacia tus fuentes de inspiración, la complicidad con sistemas dominantes, el tipo de apelación a una audiencia activa. Nadie duda del rol que históricamente ha tenido la canción popular en el aliento de grandes causas. Pero no son los himnos los que consiguen cambios reales, sino las ideas en torno a estos, y la disposición a sacrificar algo por ellas. La política internacional, la urgencia medioambiental y la precarización laboral no están hoy para melodías bienintencionadas. El mundo actual exige cantar y hacer. Callar y cuidar. Escuchar y decidir.
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