Manuel Alejandro, imposible la modestia
“¿Y por qué Serrat y Camilo Sesto no cantan tus canciones?”, le preguntaba extrañada su madre cuando su nombre se volvió célebre. No entendía ella, en la tan particular lógica del orgullo ciego, que siquiera grandes compositores pudieran restarse al talento de su hijo. Pero pocas cosas parecen incomodar más a Manuel Alejandro que los elogios imprecisos.
Es el más relevante de los autores vivos de canciones románticas en castellano, pero no le agrada a Manuel Alejandro que lo califiquen de compositor. Su obra, estima, no está a la altura de lo que él llama “gran música”, esas piezas de orquesta o registro en partitura a las que se dedicó su padre, y a las que él también parecía destinado si no es porque en la adolescencia la fractura de su codo derecho lo alejó del piano por más de tres años (y cinco operaciones).
Impedido hasta de practicar, comenzó a imaginar fragmentos de sinfonías que no tardaron en derivar en lo que él llama “simples canciones, también repletas de melodías y versillos comunes”. Entendió entonces que su función iba a ser más bien la del “escribidor”, como se le llamaba antiguamente a quien por encargo se aplicaba en redactar cartas de amor. Y en su nuevo libro de memorias (Manuel Alejandro. Vibraciones y elucubraciones de un escribidor de canciones), el autor de Procuro olvidarte, Yo soy aquel, Quiero dormir cansado, Como yo te amo, Insoportablemente bella, Dueño de nada, Lo mejor de tu vida, Frente a frente… —¿es necesario seguir con la lista para dar cuenta de su relevancia?— asume primero con sospechosa modestia y luego con explícito orgullo que ese escalafón aparentemente menor del universo musical se le iba a revelar como el más significativo de todos. “Una canción, lo único que requiere es de un ser vivo y unas sabrosas especies que equivalen exclusivamente a tener deseos de contar los propios sentimientos absolutamente desnudos, o los de cualquier ser humano, y vestirlos con unos suspiros sonoros”, describe, y concluye a su favor: “¿Habría algo más bonito?”.
En este libro de profusos recuerdos familiares y teorías sentimentales recurrentes, la vida profesional de Manuel Alejandro no aparece sino hasta el último tercio, cuando el músico describe el impulso que, en 1959, le trajo el cuarto lugar del Primer Festival de Benidorm. De ahí en adelante todo se iba a precipitar, y surge en el relato lo más apetecible para quienes leen curiosos por sus conquistas y cruces con figuras de fama (aunque no lo suficiente en torno a las historias de las canciones). Van separándose episodios de recuerdos y anécdotas diferenciados por el nombre de cada intérprete: la vez que, en el embarcadero de la casa de Julio Iglesias en Miami, todo un equipo de buzos se sumergió para buscar bajo el agua el bolígrafo Parker con el que ha compuesto todas sus letras (apareció); el bien nutrido bar de Luis Miguel en su mansión de Acapulco; cómo Voy a perder la cabeza por tu amor se la entregó prontamente al Puma Rodríguez luego de despertar de un sueño de tribulación inconfesable; o que tarde vino a saber que el joven cautivante que le inspiró Corazón de poeta (para Jeanette) era realmente una chica. Y, así, más con Marisol, Rocío Jurado, Emmanuel, Alejandro Sanz, José José.
“¿Y por qué Serrat y Camilo Sesto no cantan tus canciones?”, le preguntaba extrañada su madre cuando su nombre se volvió célebre. No entendía ella, en la tan particular lógica del orgullo ciego, que siquiera grandes compositores pudieran restarse al talento de su hijo. Pero pocas cosas parecen incomodar más a Manuel Alejandro que los elogios imprecisos; “que al bolo se le llame concierto; a la canción, tema; al letrista, literato”. Sus memorias parecen escritas desde el rincón del observador.
Lo último
Lo más leído
1.
5.
Contenidos exclusivos y descuentos especiales
Digital + LT Beneficios$3.990/mes por 3 meses SUSCRÍBETE