Leer un volcán: el arte de anticipar lo impredecible
La vigilancia volcánica en Chile requiere algo más que instrumental sofisticado: exige interpretar patrones sísmicos, deformaciones del terreno, emisiones de gases y saberes territoriales. La ciencia avanza, pero el riesgo no espera.

Después de más de 800 años de inactividad, la península de Reykjanes, en Islandia, vive su octava erupción en dos años. En Chile —una de las zonas con mayor densidad volcánica del planeta— la reciente sismicidad bajo el Complejo Volcánico Laguna del Maule se sigue con atención como parte del monitoreo permanente de los equipos científicos. El enjambre sísmico del 11 de abril, con 100 sismos en dos horas, se considera parte de los procesos que los investigadores observan sistemáticamente para comprender la dinámica del sistema volcánico.
¿Qué significa ‘leer’ los sismos de un volcán? Desde analizar patrones hasta sensores satelitales y mediciones de gases, las universidades chilenas están en el corazón de la investigación sobre riesgo volcánico. Una tarea en la que la sismología se cruza con la educación, las políticas públicas y la vida comunitaria.
El complejo volcánico Laguna del Maule es vigilado de forma permanente por el Observatorio Volcanológico de los Andes del Sur (OVDAS), mediante una red instrumental que combina estaciones sísmicas, sistemas GNSS para medir deformación del terreno, cámaras de vigilancia y sensores satelitales. “La deformación detectada en el sector sur se ha mantenido durante años y corresponde a una intrusión magmática entre los 4 y 6 kilómetros de profundidad”, explica Álvaro Amigo, jefe de la Red Nacional de Vigilancia Volcánica de Sernageomin. Además del monitoreo instrumental, se realizan mediciones de CO₂ difuso en el valle del río Troncoso, donde se ha detectado escape de gas magmático a través de fracturas, incluso con efectos sobre la fauna local. “Ya tenemos evidencia en superficie de lo que está ocurriendo en profundidad”, subraya Amigo. Estos antecedentes se complementan con enjambres sísmicos recurrentes, principalmente del tipo volcano-tectónico, asociados a reacomodos internos por presión magmática.
Modelos, datos y volcanes únicos
“Los volcanes no avisan con una sola señal”, explica la vulcanóloga Susana Layana. La académica de la Universidad Andrés Bello, combina monitoreo sísmico, mediciones de dióxido de azufre e imágenes satelitales para construir modelos multivariables. Su trabajo en el volcán Láscar ha permitido correlacionar ciclos térmicos con pulsos eruptivos, una clave para anticipar eventos. “En el norte hemos visto enjambres que no derivan en nada. Pero hay volcanes que son muy sensibles, y ante el primer cambio pueden terminar en erupción”, señala.
Aunque la sismicidad es el parámetro más sensible —por su capacidad de registrar variaciones minuto a minuto—, es la convergencia de varios indicadores lo que permite identificar patrones anómalos. “Por eso se necesitan instrumentos que detecten anomalías térmicas, cambios en la emisión de gases o deformaciones significativas. Como un electrocardiograma, cada volcán tiene un ritmo que hay que aprender a interpretar”, señala Layana.
Chile no solo convive con más de 2.000 volcanes: también produce ciencia de frontera para entenderlos. En el centro de ese esfuerzo está el Instituto Milenio de Investigación en Riesgo Volcánico Ckelar Volcanes —formado por la Universidad Católica del Norte, la Universidad de Concepción y la Universidad de Chile— junto al Observatorio Volcanológico de los Andes del Sur (OVDAS) de Sernageomin. Su objetivo común: decodificar el lenguaje de los volcanes, anticipar escenarios críticos y fortalecer la preparación en zonas de amenaza
La relación entre Sernageomin y las universidades ha sido clave para profundizar el estudio de los volcanes más allá del monitoreo de rutina. “Estas colaboraciones nos permiten explorar nuevas tecnologías y también generar conocimiento a través de tesis y trabajos de estudiantes”, destaca Álvaro Amigo, jefe de la Red Nacional de Vigilancia Volcánica de Serneagomin. Entre los ejemplos más recientes, menciona la aplicación de la técnica magnetotelúrica en el volcán Villarrica junto a la Universidad de Chile, y una postulación conjunta con el Instituto Ckelar para desarrollar nuevas herramientas de análisis de partículas eruptivas. “No se trata solo de registrar datos, sino de comprender mejor los procesos volcánicos que ocurren en profundidad”, agrega.
Desde Ckelar, su director Francisco Aguilera advierte que la ciencia debe articularse con las instituciones: “Trabajamos en conjunto con Sernageomin, que lidera la vigilancia, y con Senapred, en caso de evacuaciones. Pero el desafío es que esa coordinación también llegue a los municipios y comunidades”.
Comunidades que también leen el volcán
Pero no todo ocurre en estaciones de monitoreo o en laboratorios. En el altiplano de Antofagasta, hay comunidades que también han aprendido a leer el volcán, no con sensores, sino con memoria, observación y experiencia. En paralelo, se trabaja en terreno con comunidades como Talabre y Ollagüe, en el altiplano de Antofagasta. Allí convive la memoria de erupciones pasadas —como la del Láscar en 1993—una de las erupciones más explosivas registradas en el norte del país— con un conocimiento empírico profundo. En esa ocasión, una columna de cenizas alcanzó los 23 kilómetros de altura y los flujos piroclásticos avanzaron hasta ocho kilómetros desde el cráter. “La gente distingue cuando el volcán está extraño. Ven cambios en las fumarolas, colores distintos, ruidos”, cuenta Alfredo Esquivel, geólogo del Instituto Ckelar. Ese saber ha sido clave en el diseño de planes de evacuación y en la formación de guías turísticos locales con capacitación científica. En abril, la comunidad de Talabre inauguró su primer museo en Talabre Viejo, su antiguo asentamiento. El espacio combina la memoria geológica del volcán con las tradiciones culturales del pueblo, y fue desarrollado en colaboración con el Instituto Ckelar, que apoyó la selección y tratamiento de las muestras volcánicas exhibidas. “Lo han transformado, además, en un modelo de turismo educativo y de gestión comunitaria del riesgo”, señala Esquivel, quien lidera el área de vinculación territorial.
La colaboración entre ciencia y comunidad no solo mejora la preparación: permite pensar el riesgo desde una mirada situada, cultural y política. Como explican los investigadores del Instituto Ckelar, es fundamental distinguir entre “peligro” y “riesgo”: el peligro volcánico siempre está presente, pero el riesgo aumenta cuando hay personas, infraestructura o actividades vulnerables expuestas a él. Comprender esta diferencia es clave para una planificación territorial más consciente y preventiva. Como señala el investigador Felipe Aguilera, la percepción del riesgo no es homogénea: en Talabre, donde el volcán forma parte de la vida cotidiana, el conocimiento está integrado a la experiencia; en Ollagüe, donde el peligro aún no se ha materializado, sostener la preparación es más difícil.
En un país donde más de tres millones de personas viven cerca de volcanes activos, la investigación científica no es un lujo, sino una necesidad vital. Chile está entre los cinco países con mayor número de volcanes activos o potencialmente activos del mundo, junto a Japón, Rusia, Indonesia y Estados Unidos. La sismología volcánica, como otras ramas de las geociencias, busca no solo anticipar lo impredecible, sino también construir puentes entre datos y decisiones, entre observatorios y comunidades. En esa tarea, las universidades chilenas no solo están leyendo los volcanes: están escribiendo, junto con ellos, las claves para convivir con la incertidumbre.
Talabre, el pueblo que le habla al volcán
Amás de 3.300 metros de altitud, en la Región de Antofagasta, la comunidad indígena atacameña de Talabre ha convivido durante generaciones con el volcán Láscar. Su historia está marcada por el desarraigo y la adaptación: en los años 90, la comunidad abandonó su asentamiento original —conocido como Talabre Viejo— por las amenazas del volcán, y se trasladó cinco kilómetros más al norte, donde se emplaza actualmente.
El 19 de abril de 1993, una columna de cenizas y gases se elevó más de 20 kilómetros sobre el altiplano desde el cráter del Láscar. Flujos piroclásticos descendieron por los flancos sur, norte y noroeste del macizo, alcanzando hasta ocho kilómetros. Fue una de las erupciones más intensas registradas en el norte de Chile. Aunque no hubo víctimas fatales, la comunidad debió ser evacuada de forma urgente.
Más que una amenaza externa, el Láscar es comprendido como un ser vivo y activo, que se respeta y se observa. La memoria oral, los rituales ancestrales y la observación cotidiana del entorno siguen siendo formas vigentes de interpretar su comportamiento. Tras la erupción, la comunidad activó sus propios protocolos de evacuación, no necesariamente escritos, pero profundamente incorporados a la experiencia colectiva.
Hoy, investigadores del Instituto Milenio Ckelar Volcanes —como Alfredo Esquivel— colaboran estrechamente con Talabre para co-construir conocimiento sobre el riesgo volcánico. No se trata únicamente de llevar datos a la comunidad, sino de reconocer sus saberes como parte integral de la vigilancia y la preparación. Talabre aporta no solo geografía, sino también una visión: la posibilidad de pensar el riesgo desde una relación distinta con el territorio, donde ciencia y cultura no están separadas.
Con cerca de 200 habitantes, la comunidad impulsa un modelo de turismo local que busca descentralizar las rutas tradicionales operadas desde San Pedro de Atacama. Excursiones al Láscar, la Quebrada de Kezala o la Laguna Lejía pueden comenzar en Talabre, guiadas por personas formadas en su propio territorio. Guías que no solo conocen los senderos y relieves, sino también los relatos, los peligros y las memorias que habitan el paisaje.
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