Columna de Ascanio Cavallo: Casa en desorden



El cambio de gabinete es un deporte de verano de la política chilena. Deporte tedioso, hay que decirlo, pero con esa rara capacidad de infiltrarse en las capas subcutáneas del gobierno. En la lista de contramarchas del frenteamplismo no están entre los primeros lugares sus ardorosos reproches al presidencialismo “exacerbado”, pero el Presidente Boric no ha dejado pasar la oportunidad de decir que el gabinete lo decide el Presidente y nadie más, que es lo que han dicho los últimos siete gobernantes. Es la lección de educación cívica más repetida en 33 años; tanto, que ya se puede dudar de que sea tan cierta.

¿Por qué la insistencia? Por una sola y misma razón: los cambios de gabinete importantes suponen una contradicción fundamental entre los intereses de los partidos de gobierno y los del Presidente. La retórica oficial siempre busca eludir este hecho, pero no lo puede eliminar.

En este caso, la ecuación es simple: los partidos están preocupados de las elecciones del 7 de mayo, donde se medirán por primera vez desde las parlamentarias del 2021, ahora con el factor aún misterioso del voto obligatorio, y el gobierno está preocupado de mejorar su percepción antes de esas mismas elecciones.

De aquí nace la duda quemante acerca del mejor momento para modificar el equipo ministerial. Hacerlo antes de mayo favorece la libertad del Presidente; hacerlo después lo ata a los resultados electorales, donde puede haber toda clase de sorpresas. Para llegar bien al 7 de mayo, el Presidente necesita sumar la recuperación de su aprobación más la mejora en la economía con un equipo mejor percibido que el actual (que es mejor que el que tuvo en sus primeros seis meses: es un gobierno por ensayo y error). Los partidos necesitan trabajo territorial, apoyo para sus candidaturas, empujes sectoriales. Nada que ver.

Hay un punto de convergencia. Lo peor que le puede pasar al gobierno es que las coaliciones que lo apoyan sean derrotadas en las elecciones de mayo. Pero eso no significa que deba intervenir en ellas. Lo que más le ha costado aprender al Presidente Boric es la diferencia entre la vida del gobierno y la de los partidos. Esa indistinción lo llevó a involucrarse en el plebiscito constitucional, que pasó a convertirse en un juicio sobre el gobierno. Y lo ha llevado ahora a inmiscuirse en la formación de las listas para mayo, produciendo la aporía de que el partido de su ministra del Interior rechazara esa intervención. Es poco probable que estas elecciones sean otro juicio directo sobre el gobierno, pero una derrota le será imputada sin ninguna duda, mientras que un triunfo será de propiedad de los partidos. Sólo el PC ha mostrado cierta lucidez sobre esta encrucijada, tal vez porque tiene una conciencia más exacerbada de la fragilidad del gobierno luego de septiembre.

El plebiscito exhibió, con crudeza acaso excesiva, lo que la izquierda radical cree que debiese ser Chile. Y la respuesta del país, no menos cruda, fue una negativa rotunda. Este resultado debió reorientar al gobierno, y en parte lo hizo, pero parece que, aún con la nueva estructuración del equipo político, fue un cambio con más simulaciones que replanteamientos.

Tres tipos de problemas han persistido desde entonces: 1) los ministerios con graves problemas de gobernabilidad interna; 2) los ministerios con contradicciones ideológicas, y 3) los ministerios con bajísima presencia pública. El Presidente necesita resolver esos problemas, porque inutilizan al gobierno, pero también porque son el manantial de donde nacen todas las imágenes de incompetencia y desprolijidad. Es una casa en desorden.

Y eso basta para decidir.

Los partidos han puesto cierto énfasis en la necesidad de reformar el equipo de subsecretarios. Esto es curioso: desde la época de Pinochet, los subsecretarios han sido personas de confianza del Presidente, por lo general de signo distinto que el ministro; algunos tienen la capacidad de subrogar si el ministro está ausente, y la mayoría son además jefes de servicio, esto es, tienen el control administrativo de sus ministerios. En virtud de este esquema institucional, los subsecretarios son más poderosos de lo que el público percibe. También son más vulnerables, porque para el Presidente es menos costoso remover esos cargos que los principales.

Y luego viene la extensa nómina de las terceras líneas, jefes regionales, seremis, directores de servicios y otras jefaturas que hacen del Estado el elefante que es.

Los partidos oficialistas han sido desvergonzadamente explícitos en exigir la modificación de todos estos niveles. Dicho en forma muy áspera, el Socialismo Democrático, aun dividido en dos listas, pretende tomar la hegemonía que no consiguió en las elecciones presidenciales. Y uno de ellos, el PS, que no llegó ni siquiera a la primaria presidencial, se ha distanciado de esa coalición recién inventada para probar otra política de alianzas. Por siempre se preguntará si fue el mejor momento, pero, dada la forma en que tomó su decisión, parece creer que no es hora de preguntas. ¿No es esto curioso y quizás hasta inédito? ¿No le exige al Presidente tomar un poco de distancia de ese mundo tan lábil?

La cosa es esta: de cara al gabinete, el interés de los partidos son mejores posiciones para llegar a las elecciones de mayo. La prioridad del Presidente no es satisfacer esas expectativas, sino sacar adelante un gobierno que ha llegado a tener el proceso de instalación más dificultoso en tres décadas. Ya no se trata de que exhiba muy pocos logros en su primer año, sino de que no parece preparado para conseguirlos en el futuro. Y si eso es así, los primeros en alejarse serán los partidos.

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