Columna de Ascanio Cavallo: El ministro colgante

Si la Cámara aprueba la acusación, el ministro Víctor Pérez quedará suspendido de su cargo hasta el pronunciamiento final del Senado.


La palabra paradoja tiene dos sentidos: el del uso actual, que indica una situación que parece contraria a la lógica, y el del uso histórico, que señalaba una expresión extravagante, “más allá de la opinión común”. Cualquiera de los dos sentidos se ajusta, con distintos énfasis, a la situación del ministro del Interior, Víctor Pérez, que enfrenta una acusación constitucional cuyo desenlace puede terminar con su cargo.

Lo contrario a la lógica es que ocurra justo después de un plebiscito realizado bajo la responsabilidad de ese ministerio, en las más extrañas circunstancias posibles, que ha sido ampliamente elogiado como un éxito. Lo que desborda a la “opinión común” es que si el desenlace es negativo, se deberá principalmente a una defensa que puso en marcha una argumentación extravagante.

En un giro que al parecer consideró sorprendente -en el sentido de una táctica militar que descoloca al adversario-, la defensa dijo, en breve, que el ministro del Interior no es responsable de la actuación de la policía cuando existe un estado de emergencia, porque en ese caso las fuerzas se radican en Defensa. El tecnicismo puede tener alguna relevancia jurídica, pero el ministro enfrenta una acusación política en un tribunal político: lo esperable es que enfrente a ese tribunal con argumentos que confirmen su competencia y su autoridad, no que la disipen. El intento de desvinculación entraña dos cosas similarmente graves: de un lado, traspasar el problema a un par del gabinete (y arriesgar que por allí llegue hasta el Presidente); del otro, quitar el respaldo a la policía. Esto ya se lo dijo el Presidente al ministro Pérez. Casi no es necesario abundar.

La maniobra táctica ha convertido una acusación que era opinable en un problema de valor político o, quizás, en algo más de fondo. El senador Pérez fue elegido para el Ministerio del Interior con el fin de dar una señal de severidad y control frente a lo que algunos percibían como un exceso de tolerancia por parte del saliente Gonzalo Blumel. Halcones y palomas, carnívoros y herbívoros, en fin, toda esa jerga que ya se conoce.

Pero eso no ha ocurrido. La actuación del ministro Pérez ha sido más ausente que severa y su pronunciamiento más zahareño ha sido apoyar al Rechazo, inclinación (evitable, como hizo correctamente el Presidente) que más encima lo ha dejado en la posición de la minoría. Ni siquiera podría, en estas condiciones, atribuirse la buena participación en el plebiscito.

(Este es otro punto discutible. La participación fue buena en el sentido de que superó las malas expectativas asociadas al Covid-19 o al pesimismo; fue menos buena en cuanto a la magnitud de la encrucijada. Medida votación por votación, fue incluso mayor que muchas anteriores. Pero medida por elección, no. ¿Qué quiere decir esto? Que si se la compara con la segunda vuelta de la presidencial del 2017, fue un 1,4% superior, pero si se compara con las dos vueltas de esa misma elección, fue más de un 5% inferior. Este número es la suma de todos los que votaron en la primera vuelta más los que sólo votaron en la primera más los que sólo votaron en la segunda, lo que da más de ocho millones de sufragios, o 56,2% del padrón. Alfredo Joignant, consejero del Servel, mostró estas cifras hace más de un año, pero nadie parece haberse interesado).

Para los efectos del gobierno, el plebiscito ya pasó, y lo que ahora necesita es una autoridad consolidada para administrar un año repleto de elecciones, incluyendo la de la convención constituyente, en torno a la cual ya hay una sobrepoblación de opiniones dictaminando cómo debería ser. La tentación hegemónica y la tentación antidemocrática se preparan para rasguñar con la misma fuerza los escaños de la convención, y al gobierno le tocará restringir el uso de la disrupción como forma de persuasión electoral.

Es una fortuna que los procesos electorales se hayan desligado ya bastante de la gestión de los gobiernos, pero la responsabilidad política sigue siendo del Ejecutivo. Al verse obligado a sacar a una persona de su confianza personal, como Blumel, el Presidente creyó moverse hacia una opción impersonal, pero enérgica, una modalidad de Andrés Chadwick sin apellidos compartidos. Chadwick no resistió el 18-O y Blumel no pudo con el desorden interno en julio pasado. El tercer ministro del Interior debía imponerse a esas marcas.

La confirmación de que ese no ha sido el caso se encuentra, de nuevo, en ese crucial tropiezo defensivo. Si no entienden que caminan sobre un campo minado de opinión pública, los más altos funcionarios son poco funcionales al propósito esencial de La Moneda en estos días, que es cuidar al Presidente. En otras palabras: aun si se salva de la acusación en el Congreso, es dudoso que Pérez salga del trámite con su autoridad consolidada.

La destitución de un ministro del Interior puede ser una fiesta para una oposición que busca afanosamente sucesos y motivos para actuar en conjunto. Sería, en este caso, una fiesta regalada.

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