Columna de Ascanio Cavallo: Ese viento de afuera

U.S. President Donald Trump speaks during a campaign rally at Cecil Airport in Jacksonville, Florida, U.S., September 24, 2020. REUTERS/Tom Brenner

La negativa a firmar el Acuerdo de Escazú se convirtió en otra oportunidad para zamarrear al gobierno. Nadie que conociera el asunto pensaba que Piñera lo podría firmar, con toda la evolución que siguió después de los primeros borradores en su primer gobierno. Parece una refriega clásica -gobierno versus oposición-, pero los conocedores saben que las líneas por donde pasa el Acuerdo cortan varias lonjas en la sociedad chilena. Pese a la simplificación, el debate ha tenido, al menos, la virtud de recordarles a muchos políticos que aún existe el mundo.

El Chile que se ha metido hacia adentro desde octubre pasado, después con la pandemia y luego con la discusión constitucional, empieza a vivir, aun sin darse cuenta, en un ambiente internacional muy diferente del que había el año pasado. El aire está más turbio, incluso algo mefítico. Las decisiones que deberán tomar el actual y los siguientes gobiernos en política exterior serán notablemente más sensitivas.

El mundo está asistiendo al inicio de una segunda Guerra Fría, ahora encabezada por dos potencias que no se definen, como en la anterior, por su arsenal nuclear, sino por el tecnológico. El gobierno de Donald Trump lo ha bautizado como “desacoplamiento”: el desarrollo de dos economías paralelas, a las que se pretende seccionar de un tajo, cortando todas las formas en que una se encuentra con la otra mediante millones de contactos diarios. Estados Unidos ha decidido confrontar a China tras llegar a la convicción de que tiene aspiraciones hegemónicas, y China se ha propuesto responder en la misma medida en que ve amenazados su intereses nacionales. Las dos cosas son nuevas, aunque pudieran estar en fase de gestación desde hace años.

No existe una economía aislada de los sistemas políticos. Es inevitable que lo que hoy es una guerra tecnológica vaya derivando progresivamente hacia una confrontación entre el capitalismo estadounidense y el comunismo chino. En esto, la línea que divide a Trump de sus opositores demócratas es sólo de énfasis y tácticas, ya no es de fondo. Trump sólo es más agresivo y tajante, como en todo, pero su idea de que China ha excedido sus límites imaginarios se ha convertido en un consenso bipartidista, que no será afectada en lo sustancial si Trump es derrotado en las elecciones de noviembre. Más aún, es una idea que ya ha ganado apoyo también en otros países de Occidente.

Trump quiere ser el cruzado de esta nueva campaña. Y dado que es bastante probable que el mundo globalizado e hiperconectado se resista a una mutilación taxativa como la que pretende, la tensión se trasladará, más temprano que tarde, hacia una presión creciente sobre los demás países para tomar posición. El desacoplamiento económico podría ser convertido muy rápidamente en un desacoplamiento político e ideológico radical. ¿Qué harán los gobiernos frente a esa embestida?

Esas presiones ya llegaron a Chile. La avanzadilla fue la discusión acerca del cable submarino para conectar a Sudamérica con Asia. Desde el gobierno anterior se sucedieron los emisarios de Washington y Beijing para persuadir a La Moneda acerca de las bondades de sus opciones, y las amenazas de la contraria. La visita del secretario de Estado Mike Pompeo, con ese fin prioritario, fue lo que hizo emerger al “lobo guerrero” en el embajador Xu Bu, que desde entonces no abandonó más la esfera pública.

El gobierno actual decidió lo que tiene la apariencia más sensata: escapar de la trampa llevando el cable hasta Australia. En los hechos, Australia ya no es neutral, pero no es lo mismo que Estados Unidos. Pronto las decisiones ya no podrán ser tan versallescas.

Estados Unidos ha mostrado su decisión de alinear -como en la Guerra Fría- a su propio hemisferio, por las buenas o las malas. La reciente elección del nuevo presidente del BID ha sido una exhibición de esa voluntad. Las cuantiosas inversiones que China ha venido ofreciendo en gran parte de Sudamérica se hacen cada vez más problemáticas. Las entusiastas ideas de Piñera respecto de los buses eléctricos chinos pueden estar entrando ahora mismo en el congelador. Los chilenos que imaginaban una segunda ola de ricos sentados en los yuanes quizás deban dar lo soñado por terminado.

Hasta el observador más desprevenido dirá que lo adecuado es mantener una política exterior autónoma, no casarse con nadie, conservar abiertos los canales de comercio para ambos lados y, en fin, sumarse a la aparente legión de independientes. Eso es lo que trató de hacer Frei Montalva en los años 60, y hasta se afilió a los No Alineados, pero es bien sabido que a la postre debió ser un aliado férreo e inequívoco de Washington, y muy poco más tarde la Guerra Fría arrasó cruelmente con toda la política chilena.

No es lo único. No es necesario afiliarse a esa moda de la colapsología que ve un largo proceso de crisis sucesivas para percibir que el paso del Covid-19 ha desnudado un orden mundial en crisis. La principal lección de la pandemia es que la solidaridad humana limita muy de cerca con la mezquindad, y que basta apagar una ampolleta para que el multilateralismo se difumine como un espectro. El mundo, que nunca fue fácil, se está convirtiendo en un lugar más difícil. Y no lo suavizarán ni una nueva Constitución ni un año completo de elecciones.

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