Columna de Daniel Matamala: Justo antes del amanecer

Paseo Ahumada a solo un día de que la comuna de Santiago volviera a cuarentena total. (Foto: Agencia Uno)


El viernes de la semana pasada, Cristián Cuturrufo, uno de los músicos más reconocidos de la escena local, tocaba su último concierto en un restorán de Peñalolén. El lunes tuvo una crisis de salud, se internó por Covid, y este viernes falleció. Tenía 48 años de edad.

Un día antes, el jueves, murió Francisco Briceño, médico del Hospital de Chimbarongo, un profesional muy querido por su trato amable y su pasión por adoptar y cuidar animales. Tenía 31 años de edad.

Hemos leído sus nombres y visto sus fotos, como antes pasó con el prestigioso actor Tomás Vidiella. Hemos compartido el dolor de sus cercanos y hemos conocido sus historias: cómo la vida cotidiana (un concierto, el trabajo en el hospital, el ensayo para una obra de teatro) es interrumpida de pronto por la enfermedad, el diagnóstico y la muerte.

Otros muchos se van en silencio. Sus nombres y sus fotos no se publican. Sus historias solo se comparten en el círculo de familiares y amigos que lloran su pérdida. Se van en el sigilo de la UTI, y en la reserva de funerales despachados con rutinaria eficiencia. No hay extensos velatorios, ni masivos cortejos fúnebres, ni largas catarsis en el cementerio. Todo ese ritual, que hemos diseñado justamente para no olvidar la presencia de la muerte, también es reemplazado por el silencio.

Un chileno está muriendo por Covid cada 15 minutos. El viernes que falleció Cuturrufo se registraron 99 decesos. El jueves que murió Briceño, fueron 172. Son números que pasan rápido, en medio de la letanía del informe oficial diario. Por eso, permítanme detenerme en ellos. Noventa y nueve vidas terminadas el viernes, ciento setenta y dos el jueves.

Es como si cada día se estrellara un avión repleto de pasajeros, sin sobrevivientes. Las imágenes de ese horror llenarían los medios, nuestras conversaciones y nuestros pensamientos. Pero cuando lo mismo pasa en silencio, es más fácil ignorarlo. Por eso, repitámoslo una vez más. Ciento setenta y dos muertos el jueves. Noventa y nueve el viernes. Noventa y tres el sábado.

En un año de pandemia, han muerto de Covid 29.540 chilenos (22.180 de ellos con PCR positivo). Veintinueve mil quinientos cuarenta. Imagine un gran recinto como el Movistar Arena, repleto: llenas las tribunas, llenos los palcos, llena la cancha. Ahora imagine que todas esas personas mueren de pronto, atacadas por un nuevo y terrible virus. Llene de nuevo el estadio completo, e imagine que, otra vez, todos ellos mueren por la misma causa. ¿Se hace una idea más clara de lo que está pasando?

En paralelo a esta tragedia, Chile desarrolla un admirable proceso de vacunación, uno de los más rápidos del mundo. Un éxito que hace que ya veamos cerca, muy cerca, el alivio de la crisis.

Nunca está más oscuro que justo antes del amanecer.

El Colegio Médico calcula que, dentro de unas cuatro semanas, el efecto de las vacunas comenzará a reducir el uso de camas críticas. Pero, justo antes del amanecer, este sábado se contaron 7.084 contagios, la mayor cifra de toda la pandemia (eso sí, con más tests que en el invierno pasado). La ocupación de camas críticas es del 94%, aun peor que en ese terrible junio de 2020.

¿Qué hacer? “No hay muchas más opciones que avanzar a una cuarentena total para la Región Metropolitana”, dice el máster en Salud Pública Juan Carlos Said. Pero “como se dan tantos permisos, en la práctica no hay cuarentena, la gente circula igual”, advierte la ex subsecretaria de Salud Pública Jeanette Vega.

Las señales son confusas. La Fase 2 se flexibilizó para abrir casinos, cines y gimnasios, para luego revertir esos permisos. Ante el reclamo de la Iglesia Católica, el gobierno se dio otra vuelta de carnero y autorizó las misas con aforo reducido. “París bien vale una misa”, parece haber pensado La Moneda ante el dilema de respaldar las medidas sanitarias de su ministro o enfrentarse a un grupo de presión.

“Cuando una ley es injusta y está contra la conciencia, uno puede desobedecer la ley”, había anticipado en su homilía del domingo pasado el obispo de Magallanes, Bernardo Bastres. A su derecha, en silencio, mientras el obispo llamaba a violar las reglas sanitarias, podía verse al seremi subrogante de Salud de Magallanes, el diácono Eduardo Castillo. Una imagen ilustrativa de la sumisión o impotencia de las autoridades sanitarias ante poderes fácticos e intereses especiales.

Una cuarentena real (o “hibernación”, como la llamó el año pasado Espacio Público) puede ser necesaria para ganar tiempo mientras las vacunas surten efecto. Un último esfuerzo, por un tiempo acotado, sin miles de permisos laborales, sin concesiones especiales a lobbies, y acompañado de un depósito único en todas las cuentas RUT, sin letra chica, que permita aliviar el impacto social.

Incluso, si los números siguen al alza, habrá que discutir la postergación de las elecciones del 10 y 11 de abril, tal vez para junio, haciendo calzar la segunda vuelta de gobernadores con las primarias presidenciales.

Hace tres meses, Reino Unido enfrentó un dilema similar: decretar o no cuarentena, cuando los casos crecían sin control. Se demoraron cuatro semanas en hacerlo y, según un informe de la fundación Resolution, la demora costó hasta 27.000 vidas. “Ser tímido y tardío ha sido un desastre, causando miles de muertes evitables”, dice el economista jefe de la fundación, Mike Brewer.

Podemos cerrar los ojos y acostumbrarnos a que un avión se estrelle todos los días; a que sus pasajeros mueran, víctimas de la indiferencia de una sociedad que podría haber hecho más por salvarlos. O unirnos en un último gran esfuerzo nacional, hasta que el efecto de las vacunas, ya tan cercano, haga que el sol salga de nuevo.

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