Columna de Héctor Soto: El país puesto a prueba



En algún momento esta emergencia va a terminar. El mundo, el país, eso sí, no volverán a ser los de antes. Seremos menos y seremos también más pobres, porque la crisis está destruyendo riqueza y paralizando la economía. Sin embargo, tal vez algo aprendamos. Al menos durante un tiempo, cuando volvamos a la normalidad, quizás nos sentiremos en mayor contacto con las verdades básicas de la vida. Esta emergencia ha sido como un posgrado que nos conducirá a revalorizar prioridades que tienen que ver con la salud, los afectos, el hogar y nuestro círculo más inmediato; también con la noción de interdependencia de los demás y con los resguardos elementales para lo que nos pueda deparar el mañana.Esta crisis es una oportunidad para reconectar. Para un país que viene enfrentando desde hace tiempo una crisis tras otra -el cambio climático y la sequía, la guerra comercial chino-norteamericana y el golpe que supuso a los productos que exportamos, la polarización y el bloqueo del sistema político, el fenómeno del malestar y de la violencia, el quiebre del orden público y del estado de derecho-, la actual emergencia sanitaria tiene algo de ensañamiento y, guardando las distancias, claro, está en la huella de las siete plagas. Pareciera que nos han caído todas. No es un desastre absoluto, con todo. Al margen de las presiones colectivas que inyecta el coronavirus, y que nos tienen con un nivel de estrés cívico pocas veces visto en nuestra historia reciente, no es del todo desdeñable que el país recupere un cierto concepto de disciplina social, porque parecíamos haberlo perdido, y una cierta noción de comunidad –de comunidad en el edificio, en el barrio, en la calle, en el Metro, en la ciudad, en el país- que también se había resquebrajado porque nos estábamos convirtiendo en una bolsa de odios, recriminaciones y conflictos. Nada dice que no vayamos a volver a lo anterior. Pero el desafío de autocontrol y colaboración de estos días, al menos, nos ha distanciado por un momento de la tiranía del subjetivismo. Para algo este ejercicio nos debiera servir.

El manejo de la crisis supone lo mismo de conocimientos que de prudencia. Para enfrentar la pandemia no existe un solo modelo. El virus es nuevo y hay todavía poca masa crítica. Lo que parece solución en algunos tipos de sociedad no necesariamente funciona en todas. El debate circunstancial nunca terminará: que la reacción fue tardía, que la medida es prematura. Sabemos que las cuarentenas absolutas son efectivas, aunque insostenibles por periodos prolongados. Y hay en lo más profundo un dilema que es ineludible, sobre todo en países donde la informalidad explica una fracción importante de la economía: ¿Qué tan preferible es que mucha gente se aísle, dejando de tener ingresos y quedando a la intemperie, a que un grupo, difícil de dimensionar por ahora, se exponga al coronavirus? Es una ecuación sobre la cual nunca se podrá decir la última palabra.

Aquí se están expresando los verdaderos genes. Tal como dicen que Juan Pablo II, que era políglota, habló en polaco cuando recibió un balazo en San Pedro, así también esta crisis ha dejado caer el velo de las identidades profundas. Estamos ante una prueba de fuego tanto para los optimistas como para los pesimistas. También para distintas formas de aproximación a la realidad. Están los que creen –por ejemplo-, para dar pronto con una vacuna contra la epidemia, en la libertad y la competencia, que por cierto supone enormes cadenas de colaboración, y están, asimismo, quienes optan visceralmente por el dirigismo central, apelando al valor de la cooperación. Están los alcaldes que hacen heroicamente su trabajo y están los políticos que se las dan de astutos y postergan proyectos que deberían haber discutido hace semanas. Están los que afrontan el chaparrón y están los que simulan que aquí no ha pasado nada.

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