
Columna de Héctor Soto: Sin salida

Es difícil recordar un período en donde la política haya estado más degradada que en el momento actual. Los más viejos deben recordar por supuesto el inicio de los años 70, cuando el conflicto político alcanzó contornos prácticamente bélicos, cosa que por fortuna no forma parte del horizonte de hoy. Pero, violenta y todo, cruzada por vientos totalitarios a uno y otro lado del espectro, la política de entonces tenía al menos una cierta épica, una cierta grandiosa y al mismo tiempo miserable conexión con la ética política y las leyes de la historia, y esto le confería sentido y justificación.
Ahora ya no. Desde que desaparecieron las condiciones para alcanzar grandes acuerdos, la política se ha vuelto un juego tóxico de suma cero y el país se ha vuelto más ingobernable que nunca. Quizás porque mira más lo que ocurre en la luna que aquí, la cátedra sigue diciendo que en Chile la figura del Presidente de la República concentra más poder que el que tenían los monarcas en sus buenos tiempos, pero la verdad es que confrontada esa afirmación con la realidad sencillamente es una ridiculez. No solo eso. Desde hace ya más de dos años el sistema político está completamente atascado. Por lo visto, no fue una buena idea que los chilenos eligiéramos a un Presidente de derecha y dejáramos las dos cámaras del Congreso -con partidos además muy atomizados- en poder del centro y la izquierda. Fue una mala correlación, porque el esquema no funciona. En teoría, lo que se imponía era que el Ejecutivo y el Legislativo se pusieran de cabeza a negociar para alcanzar acuerdos mínimos en respuesta de las principales demandas del país. Fue justo lo que no ocurrió.
Hoy tenemos un gobierno que está acorralado por la desaprobación ciudadana, por una oposición irresponsable y frívola que no está de acuerdo en ninguna otra cosa que no sea hacer fracasar al gobierno y por imponderables que dicen relación con la profundidad de la crisis económico-social y la persistencia de la crisis sanitaria. Este es el escenario que se estacionó en el horizonte del país hace ya más de un año, y tal como van las cosas, al ritmo que han estado evolucionando, no se ve por dónde podrían mejorar.
No es la primera vez, ni mucho menos, que Chile se topa con la rigidez de su sistema político. Es un sistema que en la práctica no ofrece puertas de salida. En muchas constituciones el Ejecutivo tiene la facultad de disolver el Congreso y este recurso ciertamente descomprime y entrega una vía excepcional de solución a las crisis. En un sistema parlamentario, el actual gobierno derechamente habría caído. En un sistema semipresidencial, Piñera estaría gobernando con un primer ministro designado por la oposición y hay que tener imaginación (y estómago) para saber cómo en ese engendro institucional él y el premier podrían convivir. Aunque parezcan fórmulas discutibles, lo importante es que ofrecen válvulas de descompresión. Eso es lo básico. Incluso, quienes miran con mucha distancia y escepticismo el acuerdo del 15 de noviembre del año pasado, tienen que reconocer que fue una alternativa sensata para encauzar institucionalmente lo que fue una revuelta violenta asociada a una manifestación objetiva de malestar social. En ese momento, la clase política se hizo cargo de la emergencia y hay que agradecer que por lo menos reaccionó.
El problema es que la ruta establecida en esa oportunidad -plebiscito, convención constitucional y referéndum de salida una vez que esté redactada la nueva Carta Fundamental- no se hizo cargo del año y tanto que todavía le resta al actual gobierno. Y ahora, celebrado ya el plebiscito e internalizado el baño de confianza que significó el triunfo del Apruebo, hemos vuelto otra vez al peor de los mundos. Hemos retornado a un cuadro de conflicto político insalvable, a una pugna de grandes proporciones y también de pequeñeces inconmensurables, que no responde a ninguna de las demandas de la gente y que parece obstinado en reproducir y perpetuar su propia esterilidad. Curiosamente, mientras más obstinación se advierte en sus desencuentros y pleitos, mayor es el desprestigio de la clase política y no hay que ser Maquiavelo ni Churchill para conceder que los chilenos estamos jugando con fuego, porque la mesa está puesta para que el país se vaya al diablo por los ductos del populismo y la violencia.
La ciudadanía no debiera olvidar lo ocurrido en estos meses, porque las máscaras han ido cayendo una a una. Nadie hubiera dicho que la Cámara de Diputados iba a convertirse con tanta facilidad en coto de caza del radicalismo político. La maquinaria ya se puso en marcha y será difícil pararla. Esta semana llegó a La Moneda el cuarto ministro del Interior de la actual administración. Viene del mundo municipal que, como quiera que sea, tiene más contacto con el mundo real. Como todos sus predecesores, el nuevo jefe del gabinete también viene animado por la mejor voluntad. Pero nada garantiza que la acción destructiva de la gobernabilidad pueda parar aquí. Este no es un efecto de la parálisis del sistema. El asunto es peor, porque se ha convertido en su razón de ser.
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