
Columna de Óscar Contardo: “El pueblo”

Los cambios sociales y políticos van tallando lenta e imperceptiblemente ciertas palabras, dotándolas de nuevas propiedades, imprimiéndoles cargas de energía o vaciándolas de sentido. El intelectual galés Raymond Williams notó esas variaciones después de la Segunda Guerra Mundial. Williams estuvo cuatro años fuera de Gran Bretaña, reclutado por el Ejército, y cuando volvió, notó un cambio sutil en el idioma. Eso cuenta el propio autor en la introducción de Palabras claves, un diccionario de cultura y sociedad en donde registró los cambios en el significado y el uso de ciertas palabras a lo largo de los siglos. Evidentemente, Williams seleccionó palabras inglesas y siguió su rastro en el restringido ámbito británico y europeo occidental, pero sus hallazgos son un ejemplo del modo en que los cambios sociales se filtran en nuestras costumbres. Williams explica en Palabras claves que “desarrollar”, por ejemplo, fue un verbo que entró al inglés proveniente del francés en el siglo XVII, aplicado al acto de desenvolver un objeto; luego, metafóricamente cobró el sentido de mostrar habilidades individuales. Solo en el siglo XIX, gracias a las ideas evolutivas, la palabra inglesa para “desarrollo” comenzó a utilizarse en el sentido de progreso y, consecutivamente, pasó al ámbito de la economía. En castellano ha ocurrido algo parecido con otras tantas palabras, incluso en sus usos locales: el adjetivo “liberal” en el ámbito chileno, por ejemplo, ha sido tan sobreexplotado, que a estas alturas hasta un fanático religioso puede percibirse como tal si se lo propone. Quienes teníamos en mente una idea de “industria” concreta y física, nos sentimos fuera de lugar cada vez que se les llama “industria” a las isapres o al negocio de las clínicas privadas.
Hay palabras que se vacían de significado, mientras otras cambian de cuerpo.
Tras la exitosa irrupción de la Lista del Pueblo en las elecciones de la Convención Constituyente hemos vuelto a escuchar la palabra “pueblo” aplicada a un ideal de mayoría que demanda ser escuchada en sus aspiraciones; el pueblo entendido como el conjunto de personas que carecen de poder o han sido marginadas de tomar las decisiones que los afectan en sus propias vidas.
En ese sentido, “pueblo” era una palabra que había caído en desuso durante décadas, porque guardaba el eco de movimientos políticos pasados que resultaban amenazantes para los nuevos tiempos. La palabra había sido dispuesta en el cajón de los arcaísmos folclóricos, o reflotada como un guiño comercial: “Firmes con el pueblo”, sostenía un semanario, llevando la frase al ámbito de lo cómico e inofensivo. En su reemplazo empezamos a escuchar la palabra “gente”, más aséptica, o la palabra “gallada”, una adaptación noventera condescendiente que transformaba la multitud en un rebaño que sólo aspiraba a divertirse.
El “pueblo” ha retornado, pero ya no es el mismo, ni podría serlo, y esa debe ser la razón para que volviera al margen de los partidos que tradicionalmente habían invocado su representación y vocería. Durante demasiado tiempo los partidos políticos interpelaban, como se hace con una audiencia cautiva, a una clase media que era apenas la proyección de un deseo, una clase media que en los hechos no existía. Lo que sí existía era un segmento social difuso, que se sostenía precariamente, sin contornos claros ni otra columna vertebral que las deudas y una creciente sensación de abandono. No era ni el proletariado de los libros de historia en un país sin fábricas, ni el campesinado obrero; pero podía ser perfectamente un profesional pauperizado o un “emprendedor” sofocado por las deudas. La palabra “pueblo” reaparecía como un universo heterogéneo, lejano a los estereotipos de antaño, con un manejo de su propio discurso y una capacidad de organización que ningún experto supo auscultar hasta antes de que la Lista del Pueblo apareciera con una contundente votación.
Las reacciones frente a este nuevo actor han sido de suspicacia: ¿Por qué se arrogan la representación del pueblo? ¿Dónde empieza y dónde termina el pueblo? Naturalmente esas preguntas son aplicables para cualquier grupo que en el pasado se hubiera identificado como representante del pueblo, solo que en otra época eran los partidos y los sindicatos los que encarnaban concretamente esa identidad. Ya no es así, había dejado de serlo desde hace mucho.
Lo único concreto hoy es que existe un nuevo actor político que agrupa a quienes fueron ignorados por las instituciones tradicionales; un grupo que decidió organizarse y participar usando como nombre propio una palabra que hasta hace muy poco parecía ser una brasa que nadie quería agarrar con las manos, porque quemaba. Ellos, y quienes votaron por ellos, le perdieron miedo a la palabra “pueblo”, la adoptaron y la están dotando de un nuevo sentido. La labor de sus contrapartes no es tanto reprocharles el atrevimiento, como tratar de entender en qué están pensando cuando piensan en el pueblo, y qué sentido concreto tiene para ellos la palabra democracia.
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