Columna de Óscar Contardo: La soledad de las estatuas



No tengo nada en contra de las estatuas. Tampoco nada a favor. Sencillamente, pienso que están ahí, como si una mano invisible las dispusiera para que recordemos ciertos hitos del mismo modo en que los manuales escolares de historia enseñan el pasado: relacionando un nombre con una fecha, una batalla o una obra. No hay nada de malo en eso. Es la misma función del plumón amarillo que usamos para subrayar un dato que debemos rendir durante un examen de fin de semestre; en este caso, la estatua es el trazo del plumón, solo que en tres dimensiones y alzándose en medio de la ciudad, coronando una glorieta, salpicando de bronce una plaza, confundiéndose con los árboles de un parque. Así entiendo yo el rol de las estatuas, pero no pretendo que nadie coincida conmigo. Supongo que habrá quienes las consideren parte fundamental de sus vidas, de las ideas que sostienen el orden público o de sus propias biografías. Incluso, entiendo que otros puedan ver belleza en un busto de Manso de Velasco o en la imagen de bronce de un comerciante de esclavos británico que decidió pasar a la historia como filántropo de la educación.

En cierto sentido, lo que provocan las estatuas es más interesante que las estatuas mismas: de un lado, el despliegue del poder ostentado por quienes las erigen o les depositan ofrendas; del otro, las pasiones que mueven a quienes tratan de tumbarlas cuando un giro en los acontecimientos las pone bajo la luz del escrutinio público, un ejercicio para el que las estatuas no están preparadas. Ocurrió durante el estallido chileno y viene ocurriendo en EE.UU. y Europa con la destrucción de figuras de generales segregacionistas, reyes racistas y magnates del comercio de esclavos. Repentinamente la ansiedad por saldar cuentas pendientes con un pasado de abusos sólo podía ser sosegada echando abajo estatuas. No era posible cambiar las cosas, pero sí eliminar la manera en que habíamos aprendido a subrayar la historia.

La mayor parte del tiempo las estatuas permanecen sin llamar la atención, como un decorado que no se cuestiona ni inquieta. Así ocurrió con el elefante gigante que Napoleón mandó a levantar en 1814 sobre el terreno donde estaba La Bastilla. El paquidermo no tenía como misión resguardar la memoria, sino más bien enterrar el recuerdo de la Revolución y reemplazarlo por un gesto imperial. Sin embargo, nunca logró el cometido de transformarse en un hito popular y sucumbió al paso del tiempo con más pena que gloria. El historiador británico Simon Schama detalla en su libro Ciudadanos que la estatua se fue desmoronando hasta terminar como un nido de ratones. En 1846 ya no quedaba nada.

En otros casos, la eliminación es planificada, porque el personaje alguna vez admirado resultó ser un monstruo, como en el caso del cura Renato Poblete, o porque fue derrotado en una guerra, como ocurrió con Saddam Hussein. Tumbar sus estatuas no los sacó de la historia, solo los retiró de su pedestal.

En 1949 las autoridades de Checoslovaquia decidieron erigir un monumento en honor a José Stalin a orillas del río Moldava. La construcción demoró cinco años y aunque la estatura real del dictador, muerto en 1953, no alcanzaba al metro 60, en su versión de granito llegaba a los 20 pisos de altura. El monumento fue inaugurado en 1955; al año siguiente, la Unión Soviética inició un proceso de desestalinización, la estatua, por lo tanto, se transformó en un objeto incómodo para las autoridades checoslovacas que finalmente decidieron deshacerse de ella dinamitándola en 1962, no sin antes exigirles a los encargados de la operación que la llevaran a cabo bajo sigilo, sin poner explosivo en la cabeza de Stalin, como un gesto de respeto. En el libro Gottland, el escritor polaco Mariusz Szczygiel cuenta que tomó años limpiar el terreno de los escombros de hormigón y el hierro.

Las corrientes de la historia, los altibajos del poder levantan monumentos, algunos sobreviven, la mayoría pasa inadvertido, muchos se derrumban y otros acaban estallando, porque las estatuas, más que revelar causas, o acunar sentimentalismos patrimoniales, nos recuerdan las consecuencias de un pasado que siempre quiere ser presente, para así imponerse en el futuro.

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