Columna de Óscar Contardo: Zapatillas



Fue hace años, no recuerdos cuántos, a propósito del libro Voces populares, una colección de relatos de chilenos comunes y corrientes sobre sus recuerdos familiares, que la antropóloga Sonia Montecino me comentó algo que nunca más olvidé. Ella había sido la compiladora del volumen y durante una conversación me dijo que una de las referencias de cambio de estatus familiar que se repetía en los testimonios publicados tenía que ver con la pobreza y los zapatos. Varios entrevistados -hombres y mujeres ya mayores- recordaban el momento en el que ellos o sus padres habían dejado de ser niños descalzos, la época en que habían abandonado la condición de patipelados.

Hasta entrado el siglo XX la pobreza en Chile era despiadada, feroz. Significaba carecer de tantas cosas que resultaría inconducente hacer una lista. Una de esas carencias tenía que ver con una parte del cuerpo, con los pies, que descubiertos indicaban un desamparo mayor, una condición que alejaba al descalzo de la posibilidad de respeto. Ser un patipelado significaba estar obligado a deambular sobre la propia vergüenza. La experiencia de no tener zapatos, o de llevarlos rotos sin más remedio, queda en el cuerpo; Natalia Ginzburg recordaba en su libro Pequeñas virtudes, el año en que, sola y pobre en una ciudad de Roma regida por el fascismo, veía sus zapatos descosidos y pensaba en lo que eso significaba cada vez que llovía: los pies mojados y “ese pequeño ruido a cada paso, esa especie de chapoteo”.

En la obra Cuestión de ubicación, el dramaturgo Juan Radrigán presenta a una familia pobre que vive un día de algarabía cuando llega hasta la mediagua que habita un televisor comprado en cuotas. Aunque la enfermedad acecha al clan, la sombra de la desgracia no alcanza a opacar la exaltación por el artefacto nuevo. Cuestión de ubicación fue escrita en 1980, el mismo año en que el general Pinochet celebró la nueva Constitución con un discurso en el que prometía que bajo su régimen habría televisores, radios y bicicletas disponibles para todos. El mensaje era tan ramplón, que resulta fácil desmontarlo en su chabacanería. Sin embargo, aquel discurso no iba dirigido a una oposición silenciada, sino a millones de chilenos y chilenas que durante su vida habían tenido muy poco, o derechamente nada. El régimen prometía poner las mercancías, antes lejanas, al alcance de una deuda. Luego vino la democracia y todo lo que ya sabemos.

Pienso en las burlas frecuentes que provocan los televisores enormes en salitas pequeñas de la periferia; recuerdo cuando me explicaron que un origen probable de la palabra “flaite” era el modelo de zapatillas Nike flight air que llegó a Chile en los 90; busco el texto de un columnista que se congratulaba del progreso económico, escribiendo que había visto gente morena subiéndose a un auto nuevo del año. Siempre un poco de optimismo y otro poco de desprecio.

Desde la transición, las aproximaciones críticas más frecuentes para analizar la relación de los chilenos y chilenas de clase trabajadora frente al consumo, o más específicamente frente a la adquisición de mercancías, ha sido moral: hay un pueblo descarriado, o pervertido por un modelo, que es capaz de ir a hacer fila a un mall en plena pandemia para comprar un par de zapatillas caras; gente que en lugar de ir a reclamar sus derechos, educarse o comportarse solidariamente, evitando el contagio, acude a comprar. Tal vez lo hagan porque, aun en la emergencia, las tiendas permanecen abiertas, o porque tanta información contradictoria del gobierno les ha hecho bajar la guardia frente al coronavirus, o porque la idea de solidaridad en Chile se entiende como sinónimo de dar limosna y no como la responsabilidad mutua de una comunidad de iguales. Tal vez hagan esa fila porque comprar esa zapatilla para ellos tiene un valor mayor al que imaginamos.

Cunden, entonces, los análisis que cada tanto tratan de ajustar las ideas preconcebidas a los acontecimientos; ordenar las señales contradictorias de un pueblo disconforme que protesta, pero consume, como si se tratara de un rompecabezas con piezas cuyos bordes van mutando, sin que jamás logren encajar del todo. Muchos de los diagnósticos rara vez contemplan un asunto central: preguntarles a los analizados, sin interrogarlos como en un juicio, sino con disposición a entenderlos y ver las cosas desde su perspectiva; intentar saber de su propia boca cuál es el espacio que tienen en sus vidas esas mercancías, qué valor les conceden y cuáles son sus otras fuentes de satisfacción habituales. Entender si el mero hecho de comprar, pasar el tiempo entre vitrinas, realmente significa adherir con entusiasmo a un sistema económico específico, sin criticarlo, o es la expresión de algo más complejo y contraintuitivo, algo que no sabrá descifrar quien no ha escuchado el sutil chapoteo de un zapato roto en medio de la lluvia.

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