Cuando el cerro los devolvió

El Ejército de Chile despidió en una ceremonia en el Campo Militar a dos tripulantes hallados en el Cerro El Plomo a 39 años de su desaparición. Fotografía: Ejército de Chile.

En 1981 un helicóptero se perdió con cuatro funcionarios del Ejército adentro. Sus familias tuvieron que aprender a rehacer su vida sin saber qué había pasado con ellos. Hasta ahora. El derretimiento del hielo permitió encontrarlos en el cerro El Plomo y rescatarlos. Fue el cierre de un capítulo doloroso, pero también, como en el caso de Soledad Tamayo, una oportunidad para decir adiós.


San Bernardo, 24 de noviembre de 1981. Tras almorzar y pasar la tarde junto a los cuatro hijos que tenían en común, Soledad Tamayo (26) se subió al auto junto a su marido, Mario Benavídez (28), quien fue a dejarla al Hospital Militar. Tamayo estaba enferma y necesitaba quedar hospitalizada para ser operada al día siguiente. Benavídez la acompañó hasta la noche y alcanzaron a comer juntos en el casino del hospital. Tamayo cuenta que quedaron a solas en el comedor. Que se sintió como una cita.

Durante la tarde del día siguiente, y tras ser operada, su marido la fue a visitar. Tamayo reconoce que no recuerda los detalles de la visita, porque estaba con mucho dolor y bajo los efectos de calmantes. Pero sí tiene claro que él le sobó la cabeza y le pidió que estuviera tranquila, porque los dolores iban a pasar. La mujer dice que si cierra los ojos, puede sentir el beso que su marido le dio en la frente al despedirse y escuchar: “Yo realmente te amo”. La enfermera le hizo saber a Benavídez que el camisón le había quedado grande y él se lo llevó para cambiarlo. Esa fue la última vez que Tamayo lo vio con vida y también al camisón que él le regaló.

Ella sabía que su marido tenía una misión en el cerro El Plomo, en la Región Metropolitana, al día siguiente. Pero para Tamayo no era una preocupación. A Benavídez le encantaba trabajar en terreno como topógrafo del Instituto Geográfico Militar y estaba acostumbrado a viajar en helicóptero. El sábado 28 de noviembre, la trabajadora particular de la casa fue a visitarla al hospital y le informó que su marido no había llegado de la misión. Eso la preocupó, pero no fue hasta que vio a un médico en compañía de dos uniformados cuando supo que había pasado algo grave. Ellos le contaron que su marido estaba desaparecido desde el jueves 26, luego de que se le perdiera el rastro al helicóptero en que volaban por el cerro El Plomo, junto a una tripulación compuesta por el teniente Ricardo Vizcaya (25), el subteniente Eduardo Reyes (22) y el cabo segundo Ramón Sepúlveda (23). Los cuatro hacían reconocimientos geodésicos en la zona, que, según explica el capitán de la Brigada de Operaciones Especiales “Lautaro”, Sebastián Álvarez, en esa época permitían obtener la cartografía y era una de las principales responsabilidades del Instituto Geográfico Militar.

Rafael Reyes, hermano 16 años mayor del subteniente que iba en el vuelo, cuenta que su hermano tenía tres años de experiencia volando, pero que sabía que el cerro El Plomo no sería fácil. De hecho, Eduardo Reyes le comentó a su mamá que se trataba de una misión “un poco difícil”, debido a las características climáticas y la altura del cerro, que supera los 5.400 metros.

La familia Reyes supo de la desaparición el mismo día que ocurrió. A Rafael lo llamó su mamá para decirle que el subteniente no había llegado a la hora pronosticada. El hermano, también piloto, tomó su avión fumigador y voló desde Los Andes hasta Santiago para ir a buscarlo. Reyes, hoy de 78 años, lo recuerda así: “En ese momento uno no piensa que está muerto ni nada, piensa que pudo haber tenido alguna emergencia nomás”.

Falsas alarmas

La desaparición de los hombres no solo conmocionó a sus familias, sino también al Ejército y a sus funcionarios. Como la aeronave no dejó rastro, desde un principio se barajaron distintos escenarios. El coronel en retiro Rodrigo Bisbal recuerda que al comienzo creyó que pudieron haber aterrizado y que luego no pudieron “echar a andar el helicóptero”, porque es algo que pasa a ese nivel de altura. “Existía la esperanza de que al día siguiente estuvieran ahí. Pero cuando mandaron aviones a observar, vieron que no había nada”, cuenta.

Luz Garay, cartógrafa y empleada civil del Instituto Geográfico Militar, quien trabajó con Benavídez desde 1977, cuenta que el accidente fue “un balde de agua fría para todos en la oficina”. Ella rememora que a diario se llamaban entre todos para saber si había noticias y que a algunos funcionarios del IGM los hicieron ayudar en las labores de búsqueda. Así pasaron dos meses, pero no encontraron señales. Rafael Reyes, por su parte, agrega que mantuvo la fe de encontrar a la tripulación con vida durante los tres primeros días. “Se especuló que pudieron haber pasado al lado argentino en una misión que no se sabía y que los detuvieron. La especulación era tremenda”, menciona.

Mario Benavídez (derecha) trabajando como topógrafo. Fotografía entregada por sus hijos.

Soledad Tamayo comenta que aunque la búsqueda disminuyó con el tiempo, su esperanza no desapareció nunca. De hecho, ella tuvo fe por años de que pudieran aparecer con vida, pues era de los que pensaban que los argentinos podían tener algo que ver. Aunque intentaba explicarse lo que había pasado, a Tamayo le costaba asimilar cómo sería su vida en adelante, como una viuda de 26 años. Siete meses después del accidente, bañaba a sus cuatro hijos en su casa en San Bernardo. Con ayuda de la trabajadora particular, dejó a los menores ya limpios en la cama que el matrimonio solía compartir. La mujer caminó hacia el baño y se miró al espejo: “Era una muchacha, no pesaba más de 45 kilos y aún me estaba recuperando de mi enfermedad”. Dio la vuelta y miró a sus hijos. “No sabía qué hacer con ellos, si yo dependía de mi esposo en todas las cosas”, cuenta.

La mayor de los hijos del matrimonio tenía cinco años cuando su papá falleció. Y el menor, quien tenía 10 meses y que también se llama Mario Benavídez, ni siquiera tiene recuerdos de él. Tamayo prefirió decirles la verdad desde un comienzo, y los menores crecieron con la idea de que papá desapareció en un helicóptero. “De chiquitito siempre estuvo el tema de pensar que mi papá iba a llegar, pensar que ojalá lo encuentren, si estará vivo. Había historias de esperanza, de que podría aparecer. Pero cuando grande dejé de pensarlo”, sostiene Mario Benavídez Tamayo. Para hacer que sus hijos se sintieran cercanos a su padre, a pesar de su ausencia, Tamayo mantuvo las fotografías y la ropa de su marido en la casa. Ella cuenta que su hija mayor usó las poleras de Benavídez durante su adolescencia, para no perder el apego.

A 10 años del accidente, cuando algunos de los familiares ya estaban resignados a que nunca tendrían una respuesta, una noticia los sorprendió. De acuerdo a una nota de prensa emitida por el Ejército, en 1991 un andinista entregó información sobre el avistamiento de un cuerpo en el cerro El Plomo. Se les avisó a las familias y se les hizo reconocer el cuerpo. Se trataba del cabo segundo Ramón Sepúlveda, el mecánico de la tripulación. Aunque el helicóptero se divisó en esa ocasión, no se pudo llegar a él, porque estaba en una “zona de acceso inalcanzable”.

Rafael Reyes sostiene que aunque no encontraron el cuerpo de su hermano en esa ocasión, él y su familia quedaron tranquilos al saber que estaba en el cerro. En ese momento, el hermano mayor y sus padres pensaron que quizás era “la mejor tumba que pudo haber tenido” el subteniente. Reyes cuenta que sus papás miraban desde la ventana de su departamento en Av. Las Condes hacia El Plomo y así lo recordaban. Y él también lo hacía: “Cada vez que viajaba a Tobalaba en avión desde Los Andes, a la llegada y la salida, veía el cerro y saludaba y me despedía de mi hermano”.

Subteniente Eduardo Reyes. Fotografía: Ejército de Chile.

“Él es tu papá”

La tarde del 8 de marzo de este año, Soledad Tamayo recibió una videollamada que no esperaba. Eran sus hijos, que se habían organizado para contarle una noticia sobre su padre: el Ejército los había contactado para decirles que se había reanudado la búsqueda tras un avistamiento del helicóptero en enero pasado. Ella estaba acostada. Cuando le dijeron, no pudo reaccionar y se quedó en silencio. Temía que volviera a pasar lo mismo que había sucedido en 1991. “Para mí la llamada no fue esperanzadora, porque volvieron a mí todos esos sentimientos de la búsqueda, de cada día esperar respuestas. No quería volver a lo mismo”, dice Tamayo, hoy de 66 años.

Pero el pesimismo no alcanzó a durar una semana. El viernes 12 de marzo, el general de División y comandante de Operaciones Especiales, Carlos Castillo, les informó a las familias Reyes y Benavídez que habían encontrado los cuerpos. Tamayo se fue ese mismo día con lo puesto al terminal de buses de Quillota y partió a Santiago. Aunque había esperado 39 años para volver a ver a Mario Benavídez, asegura que el viaje en bus le pareció el más largo que había hecho, que parecía no tener fin.

Entrega de la bandera que acompañó el féretro a la viuda de Mario Benavídez. Fotografía: Ejército de Chile.

El capitán de la Brigada de Aviación del Ejército, Felipe Verdugo, quien estuvo al mando del helicóptero que rescató los cuerpos, explica que la operación de rescate se hizo en condiciones climáticas y geográficas extremas, que requirieron un gran esfuerzo de los 38 integrantes del Ejército que participaron, además de efectivos del Gope. Las tropas durmieron en refugios y carpas por 11 días y operaron en “sectores de la cordillera bastante encajonados, donde se producen corrientes de viento ascendentes y descendentes”, según detalla el capitán. Además, el helicóptero siniestrado fue encontrado en una zona del cerro entre dos glaciares, en una pendiente de 50 grados que dificultó el acceso.

Para el capitán Verdugo, el rescate fue particularmente emocionante, debido a que el subteniente Reyes fue compañero de su papá en la Escuela Militar.

A diferencia de las otras tres familias, la del teniente Ricardo Vizcaya aún está a la espera del hallazgo del cuerpo. Su hermano Jaime Vizcaya cuenta que a él le tocó descartar que el cuerpo hallado en 1991 fuese el de su hermano. Y que este año el general Castillo lo llamó para informarle que se harían labores de búsqueda nuevamente. Debido a las condiciones meteorológicas, no se pudo dar con el paradero del teniente. Sin embargo, la familia confía en que aparecerá.

A pesar de que casi cuatro décadas pasaron desde el accidente, el hielo de la cordillera guardó los cuerpos en un buen estado. “El frío es una condición que permite mantener de mejor manera tanto el tejido como los materiales, por lo tanto, se puede decir que estaban bien conservados”, señala el capitán Sebastián Álvarez. El uniformado agrega que las razones del accidente aún están en investigación. Los dos hombres fueron hallados dentro de la aeronave, con sus cinturones de seguridad y, en el caso de Reyes, con el buzo de piloto puesto. Aunque su hermano Rafael ya consideraba que el ciclo estaba cerrado, hoy, a sus 78 años, afirma que ya es indudable que ahora es definitivo y que para la familia es un gran alivio.

Mario Benavídez Tamayo cuenta que, debido a las restricciones de la pandemia, no pudo ver a su padre en el Servicio Médico Legal. Pero su madre sí pudo hacerlo, acompañada de otro de sus hijos. La hicieron pasar a una sala y lo vio tal como él lucía cuando tenía 28 años. “Para nosotros esto es un milagro, es una gran bendición que él esté en estas condiciones, porque está petrificado”, cuenta.

No le permitieron ver el cuerpo entero, pero sí su rostro. Reconoció sus orejas y sus rasgos faciales. Benavídez tenía los pómulos sobresalientes y el mentón fino, y todo eso estaba preservado gracias al frío de la montaña. Lo primero que le dijo a su hijo cuando lo vio fue: “Es él. Este es tu papá”. Estuvo cerca, aunque no se le permitió tocarlo, pues estaba dentro de una especie de vitrina que solo permitía ver su cara. Estuvieron juntos no más de tres minutos, pero esta vez sí recuerda con detalle lo que pasó. Mientras su hijo hablaba con el perito, ella le dio las gracias al cuerpo.

Después de casi 40 años, Mario Benavídez había regresado a casa.

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