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¿A quién le importa La Pintana?: la marca de Baltazar en una comuna olvidada

A una semana de la trágica muerte de Baltazar Díaz, de nueve meses, La Tercera recorrió sus barrios más emblemáticos. Allí, entre balaceras, narcotráfico y muerte, sus vecinos narran el día a día en sus calles. Hablan de protocolos para proteger a los niños de las balas y muestran las huellas que la violencia ha dejado en sus vidas.

Foto: Mario Tellez (La Tercera)

"¿Si tuviera que pensar lo que significó Baltazar para esta familia?", se pregunta en voz alta Laura Martínez (60), la abuela del lactante de nueve meses que falleció la madrugada del jueves 10 de octubre en el barrio Raúl del Canto, en La Pintana. Una bala de origen desconocido atravesó el techo de la pieza que compartía con sus familiares e impactó de lleno en su cabeza, quitándole la vida horas más tarde.

"Si tuviera que pensar en una palabra —se repite—, sería alegría. El Baltazar era pura alegría".

Sentada junto a su marido, en la casa colindante a la de su hija, la mujer continúa: "Yo le puse 'Monito' cuando lo vi —recuerda—, porque era morenito y era como que tuviera garritas. Yo le decía '¡Monito!' y él me miraba con su sonrisa. Porque él nació riéndose. El 'Balti' trajo todo lo que los otros niños no son. Los otros son más hiperactivos, pero él trajo esa alegría, esa luz. Él se sentaba y se daba vueltas, nos miraba y se reía".

La alegría, para los abuelos de Baltazar, comenzó cuando se enteraron del embarazo de Linda. Ella, hija única, solía decirles a sus padres que iba a tener seis hijos para compensar su falta de hermanos. Baltazar fue el cuarto. El más regalón, también. Pero se los arrancaron de golpe.

"No puedo más. Me duele aquí —dice Laura, mientras señala su pecho—, pero no sé qué me duele. Siento vacío, no tengo pulmones, no tengo nada. Estoy vacía. No hay cómo traer de vuelta esa felicidad. Pueden nacer mil Baltazar, pero no va a ser nuestro Baltazar. Es así".

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Historias como las de Baltazar no son tan solo hechos aislados en La Pintana. Su alcaldesa, Claudia Pizarro, tiene memoria:

"En los tres años que llevo como alcaldesa, en vísperas de Navidad de 2017, Dylan, de ocho años, falleció luego de recibir un balazo en la cara cuando viajaba a bordo de un Transantiago en El Castillo; en mayo de 2018, Isaías, de 15 años, fue asesinado a balazos en plena calle, también en El Castillo; en 2016, Bastián, de 11 años, murió tras recibir un balazo en la cara junto a su amigo de nueve años, mientras jugaban con una pistola en una casa en la Villa Colombia. Antes de que yo fuera alcaldesa, en 2008, una bala furtiva mató a Cristopher, de 12 años, que se encontraba jugando en un cibercafé en Santo Tomás. Y dicen que exagero, que solo muestro lo malo. Que en La Pintana pasa lo mismo que en otras comunas. Pero eso no es cierto: yo le pregunto a la gente qué opina si en su comuna han matado a una guagua a balazos mientras está en su casa".

Los datos de la Fiscalía Metropolitana Sur avalan la percepción de la alcaldesa. En 2018 se registraron 21 homicidios en La Pintana, y en lo que va del presente año ya se alcanzó la misma cifra. "Con el paso de los años han ido variando los orígenes de los homicidios. De una violencia intradomiciliaria y la utilización de arma blanca, a la comisión de delitos a través de armas de fuego en ajustes de cuentas entre bandas rivales", explica Christian Toledo, jefe de delitos violentos de la zona sur.

Como suele ocurrir después de cada hecho de extrema violencia, la muerte de Baltazar fue un triste recordatorio de cómo se vive en una de las comunas más estigmatizadas de Santiago, la única del país con dos zonas en la lista de 33 barrios críticos (El Castillo y Santo Tomás). Algunos de los casos mencionados por la alcaldesa, entre ellos el de Dylan, se atendieron en primera instancia en el Servicio de Urgencia Comunal (SUC) de La Pintana, el centro de salud de mayor complejidad de la comuna.

El recinto, ubicado en el corazón de la población El Castillo, tiene una entrada doble. La primera reja está cerrada y es custodiada por un guardia. A un metro de ella está la puerta principal, que está blindada con un acero azulado para resistir posibles ataques de bala.

"No puedo más. Me duele aquí —se señala su pecho—, pero no sé qué me duele. Siento vacío, no tengo pulmones, no tengo nada. Estoy vacía. No hay cómo traer de vuelta esa felicidad. Pueden nacer mil Baltazar, pero no va a ser nuestro Baltazar. Es así".

Laura Martínez, abuela de Baltazar.

"Acá hay un protocolo cuando llega un baleado: se cierra la reja, la puerta blindada y se llama a Carabineros, porque muchas veces las bandas rivales vienen a matar a los heridos que llegan. Hemos atendido a jóvenes hasta con nueve balas", dice Paulina Reinoso, jefa del Departamento de Salud.

La especialista también menciona que al SUC llegan todos los heridos de bala que se atienden en La Pintana y que no alcanzan a llegar a los hospitales ubicados en la zona sur de la capital. Según datos del municipio, en lo que va del año, en el SUC se ha atendido a 177 heridos: 40 de ellos por impactos de bala y 137 por ataques con arma blanca. Estas cifras reflejan un aumento del 38,4% en este tipo de atenciones en relación a octubre del año pasado. Además, los funcionarios de la salud han denunciado 27 agresiones por parte de los pacientes o sus acompañantes.

Este fenómeno se repite en otros recintos de atención de menor complejidad de la comuna. Hace una semana, una nutricionista del Sapu San Rafael, uno de los seis que hay en La Pintana, fue agredida junto a su marido cuando ingresaba a su turno. "Él la fue a dejar cuando un grupo de personas les intentó robar el auto con cuchillos. A él lo apuñalaron en el pecho —detalla Reinoso—. A mí siempre me informan los casos de personas baleadas y esto ocurre, por lo menos, cuatro veces a la semana. Esto no pasaba en las otras comunas en que trabajé. En el resto de Chile se trabaja para que la gente esté sana, pero acá nuestro foco está en que la gente no se muera".

A unas cuadras del SUC, también en la población El Castillo, se encuentra el jardín infantil Idequitos. Allí, justo en la entrada, destaca un mensaje que de cierto modo anuncia el escenario que deben combatir a diario: "Mantener la puerta cerrada significa seguridad y resguardo de su hijo o hija".

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Cartel que prepararon los pequeños del jardín Idequitos.[/caption]

"Situaciones de balaceras se dan harto. Lo vives, al menos, una vez por semana —describe Juan Francisco Abogabir, director del establecimiento—, y cada jardín tiene sus distintas formas. Cuando se empiezan a escuchar las balaceras, hay que empezar a jugar para que los niños no se asusten, e ir sacándolos del tema".

Tal vez uno de los juegos que más se repiten en el jardín Idequitos, en ese sentido, es el de la selva. Apenas se oyen fuegos artificiales o disparos, las tías les piden a los pequeños que se recuesten sobre el suelo. Que por algunos minutos, los más críticos, interrumpan cualquier otra actividad y se deslicen como si fueran serpientes. "Pero los niños saben. Ellos mismos diferencian mucho mejor que nosotros entre el fuego artificial y las balas, te dicen 'llegó de la buena'", dice Abogabir.

Otra situación que los preocupa cada vez más es que, en medio de las actividades, cuando se les pregunta a los pequeños sobre sus deseos futuros, quizás alguna profesión, se repite, casi con admiración, la misma respuesta. "Yo quiero ser traficante, como este o como este otro, nos dicen", explica el director. La frase también se repite al otro extremo de La Pintana, en uno de los colegios ubicados en la zona norte de la comuna, en el límite con La Granja. "Algunos de mis alumnos, de segundo básico, dicen que de grandes quieren ser narcos", cuenta Daniela Moreno, profesora. También recuerda un episodio que se vivió durante la semana pasada en el colegio: "Los de octavo estaban amenazando a un niño de sexto con un arma. Llamaron a Carabineros y les pasaron el arma, que resultó ser de juguete, por suerte".

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Clases de ballet de Alejandro Urbina. Foto: Richard Ulloa (La Tercera).[/caption]

En el centro de La Pintana, Alejandro Urbina lleva adelante un taller de ballet que tiene inscritos a más de 500 pintaninos, que en su mayoría son niños en riesgo social. Con ellos se ha presentado en todas las poblaciones de la comuna, buscando hacerle frente a la violencia que se vive en el sector. "Los niños comentaron lo que pasó con Baltazar —dice Urbina—. Ellos se dan cuenta y reflexionan que no quieren que La Pintana salga en la tele por asesinatos. Quieren ser destacados por otras cosas".

"Acá es un tema cultural, una violencia invisible. La gente, de alguna manera, se fue acostumbrando a lo que tenía, a lo que le dieron, dónde la dejaron y fueron creciendo, y tratando de surgir y salir adelante en la medida en que pueden", opina Abogabir.

La violencia invisible a la que apunta el también director de Desarrollo Institucional de la Corporación Ideco se puede percibir a simple vista: en El Castillo, por ejemplo, las calles son más estrechas, para que la gente camine en fila y no en grupos, y el alumbrado público está separado casi el doble de lo recomendable, generando gran cantidad de puntos ciegos. También basta con revisar los servicios disponibles: La Pintana cuenta solo con tres farmacias de cadena, siete cajeros automáticos, un banco, una cadena de comida rápida y dos supermercados. Todo concentrado en el centro, en la misma manzana.

***

Las instrucciones del "Cabro Tony" son precisas:

"Ya, hermano, ¿querís saber qué hueá acá? Hagámosla así —dice, mientras enrolla el primero de los tres pitos que acompañarán su noche—. Yo voy a entrar y voy a tocarte los pilares y lo que tenís que mirar. Pero piola, porque acá cachan de una que no erís de aquí y que andái sapiando".

El "Cabro Tony" tiene 35 años, es padre de cinco hijos, pintanino de toda la vida y dueño de un pasado que prefiere guardarse. Son casi las 20 horas, llegó hace media hora de su trabajo y ya tomó once con su pareja. Ahora, como casi todos los días, atravesará la Villa Salvador Dalí, de La Pintana, para llegar a la Villa Colombia. "Vamos al epicentro —avisa, riéndose—, el mall de la droga". Al doblar por calle Las Perdices, pide atención y le pega dos palmadas a un mural: enfrente, el retrato de un vecino que murió baleado hace algún tiempo. Unos pasos más allá, señala con el dedo una reja negra atravesada por dos balas. "Esto fue del otro día, nomás. Se bajaron dos y tiraron unos balazos pa' adentro, es que andan todos locos", explica. Luego, apunta a dos casas prácticamente seguidas y advierte que allí viven sus dealers más confiables. Cuando llega a un pilar casi en la esquina, se para al frente y lo examina sorprendido. "¿Limpiaron? Puta, el otro día estaba la cagá, lleno de sangre. Ya era", dice con cierta decepción.

"Gracias a Dios que no me ha pasado nada, porque si yo me muero, nace un delincuente".

"Cabro Tony", vecino de la Villa Salvador Dalí.

A la vuelta, el "Cabro Tony" entra a un negocio a comprar un blunt de chocolate, envoltorio ideado para el tabaco, pero que ocupará para encender el segundo pito de la jornada. Luego pasa a buscar al Jonathan y al Basti. Su siguiente parada es una placita, al costado de calle San Manuel.

Los vecinos más viejos de la Villa Salvador Dalí coinciden en que su barrio es de los más tranquilos de La Pintana. Sara (60) vive hace veinte años en el sector, y aunque admite que escucha periódicamente enfrentamientos en las cercanías, asegura que los robos y las muertes son hechos más bien aislados. Sus calles, sin embargo, dicen lo contrario: la semana pasada, sin ir más lejos, hubo una balacera en Las Perdices que culminó con un joven de 15 años internado con una bala incrustada en el torso. Él no era el objetivo.

"Nah, si acá todos los días hay balaceras. Hay miedo, poh. No es na' El Castillo, pero igual es brígido, ¿o no? —les pregunta el "Cabro Tony" a sus compañeros—. Todos hablan de las últimas semanas, pero es siempre. Aquí cogotean siempre. Nosotros podemos ir caminando ahí, va a parar un auto y te van a llevar hasta los calzoncillos. Por eso vos tenís que andar con lo justo y lo necesario".

El "Cabro Tony", el Basti y el Jonathan están sentados en el pasto, bajo un árbol, al costado de una multicancha. Ahí suelen juntarse, dos o tres días a la semana, siempre y cuando el ambiente esté calmo. Ahora, mientras sorben unas cervezas de medio, reflexionan sobre lo que implica vivir en La Pintana. "Yo ya no salgo por acá. Si salgo, es con este hueón —dice Jonathan—, porque igual es conocido". El Basti, el más callado, le da la razón.

"Es penca, poh. Uno igual es papá, tiene sus niños y quiere ver un nieto. Y a mí me ha pasado de todo acá, hasta me secuestraron. Vos no sabís, hermano, lo que es que te pongan una metralleta en la boca. Si a mí me matan, mi hijo va a crecer queriendo matar al hueón. Y uno igual no quiere que sus hijos sean choros, poh. Gracias a Dios que no me ha pasado nada, porque si yo me muero, nace un delincuente", advierte el "Cabro Tony", antes de despedirse.

De su bolsillo saca mil pesos. La ruta que sigue confirma lo que murmuran sus amigos: pasará a comprar algo de pasta.

***

Las balas marcan las vidas de muchos pintaninos. La historia ocurrió en 2013, cuando Diego Saldías tenía 23 años. Su plan era sencillo, común, uno que cientos de miles de otros jóvenes de Santiago tienen un fin de semana por la noche: comprar algunos tragos en una botillería para irse de fiesta. Pero en La Pintana, lo que para muchos es un trámite, se convierte en arrojo. Antes de salir de casa a una hora inadecuada o de adentrarse a un callejón mal iluminado, la idea siempre se cruza por la cabeza. La enseñan padres o abuelos desde pequeños: "Algo te puede pasar".

Y algo le pasó a Diego.

Esa medianoche, a la salida del local ubicado en el paradero 38 de Santa Rosa —puerta de entrada a El Castillo—, un grupo de hombres trató de robarle el auto que manejaba uno de sus amigos. Hubo forcejeos, pero lograron huir. Mientras las revoluciones por minuto subían en la escapada, una bala se introdujo en la espalda de Diego, causándole un daño lumbar irreparable.

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Diego Saldías (30), en la Dideco en La Pintana. Foto: Richard Ulloa (La Tercera).[/caption]

Llegó ensangrentado al Hospital Sótero del Río. Allá los especialistas, tras escuchar que era de La Pintana, creyeron que era un traficante. Le dijeron que no podían hacer mucho, que nunca iba a volver a caminar, que toda su vida debería usar una sonda para ir al baño y que no podría volver a tener relaciones sexuales, tampoco hijos.

De no ser por su madre, que juntó dinero durante meses organizando bingos y loterías, la historia de Diego hubiese terminado así. Con el dinero recolectado pudieron costear un tratamiento de rehabilitación en la Clínica Bicentenario, y después se abrió la opción de la Teletón, hasta que Diego cumplió los 25.

Hoy, Saldías tiene 30 años, trabaja en la Oficina Municipal de Intermediación Laboral de La Pintana, donde analiza su historia y lo que significa vivir en la comuna.

"Es triste vivir en un lugar que por hacer algo cotidiano como ir a comprar a una botillería puedas terminar como yo. Es duro e injusto. También es injusto que fuera de la comuna, muchas veces te discriminan por ser de La Pintana, o no te dan trabajos por decir que eres de acá. Lamentablemente, acá hay vecinos que son delincuentes y nos echan a todos al mismo saco", reflexiona.

El tratamiento le cambió la vida a José. Tras una intervención con células madre pudo dejar la sonda. También, hace un par de semanas, se enteró de que sería padre. "La alegría es inmensa, estoy más motivado que nunca", dice Diego, quien reconoce querer a la comuna, pero sentir temor de vivir en ella.

"Acá, prefieres decir mejor no salgo a esta hora, porque algo puede pasar. Después de quedar en silla de ruedas me han asaltado tres veces. Me robaron una cadena, estaba esperando la micro, vienen dos tipos para quitármela, uno me agarra del cuello y otro me la corta. También me robaron el celular —relata—. Yo quiero a La Pintana, pero me da susto que a mi hijo le pase algo. Tengo un primo al que le entró una bala a su casa hace poco, cayó al lado de su almohada. Lo que le pasó a Baltazar pasa hace mucho rato en La Pintana y, lamentablemente, seguirá siendo así".

En el mismo barrio, en la casa de los abuelos de Baltazar, como un eco retumba la misma idea:

"Estamos pensando en vender aquí. No queremos estar más aquí", confiesa Manuel Villegas, su abuelo.

Esta reflexión tomó más fuerza la noche del martes, en su living, cuando Arturo, el pequeño de seis años, hermano mayor de Baltazar, los miró a ellos y a su madre a los ojos y les dijo: "No me quiero ir pa' la casa de mi mami. ¿Qué pasa si me voy pa' allá y me entra una bala aquí en la cabeza?".

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