Columna de Rodrigo Guendelman: Pedro Subercaseaux, inmenso
Por Rodrigo Guendelman, conductor de Santiago Adicto de Radio Duna.
“¿Quién, al verlo pasar por la calle con paso que denunciaba pies adoloridos e indomable optimismo, hubiera pensado que de su paleta había surgido la fijación pictórica de los acontecimientos épicos de su patria? Que la negra cogulla cubría una vida novelesca que abarcaba desde el gran mundo europeo de comienzos de siglo hasta la fundación del monasterio benedictino de Las Condes. Y que, a la fisonomía severa de hidalgo vasco y a la casi inconfesada ironía francesa, asomaba en la mansedumbre de los ojos una alegre humildad y una juvenil convicción de que en el mundo reina la bondad. Quien se acercaba a dom Pedro Subercaseaux pronto descubría que tenía frente a sí a un santo sensible a todo lo creado que, como san Agustín, hubiera podido decir que nada humano le era ajeno”.
Con esa reflexión del filósofo Alberto Wagner termina el libro de la autora Verónica Griffin, lanzado hace pocos meses, acerca de uno de los artistas más importantes de nuestra historia. El pintor de las glorias de Chile, el hombre que vivió casi dos décadas en el Monasterio Benedictino de Nuestra señora de Quarr, en la isla de Wight, Inglaterra; el padre Pedro Subercaseaux (dejemos de decir Fray Pedro, pues no era franciscano y, en cambio, digamos dom Pedro, tal cual, con eme, que viene de Dominus, que significa maestro o señor); el inventor de la primera tira cómica chilena y del primer personaje de historieta del periodismo nacional, Federico Von Pilsener, para lo cual usaba el seudónimo Lustig; el marido de Elvira Lyon, con quien después de 12 años juntos deciden separarse y “reemplazar la finitud del amor humano por el infinito amor a Dios”, como narra el arquitecto Hernán Rodríguez en la Introducción del libro de Griffin; el genio del dibujo y la pintura que fue capaz de realizar obras tan impresionantes como “El abrazo de Maipú” (1908), que está en el Museo Histórico Nacional de Buenos Aires; el “Descubrimiento de Chile por Almagro” (1913), que se puede apreciar en el Salón de Honor del Congreso Nacional de Santiago; “El trabajo da riqueza” (1917) que deslumbra en la Bolsa de Comercio de Santiago; así como los ocho exquisitos vitrales del edificio del Diario Ilustrado (1915), actualmente sede del Gobierno Regional Metropolitano y antes de la Intendencia, que hasta esta investigación de Verónica Griffin no se habían podido ratificar como obra de dom Pedro.
Sumemos a eso el trabajo realizado en los muros de la ex Caja de Crédito Hipotecario (1918), del arquitecto Ricardo Larraín Bravo, actual sede del Tribunal Constitucional; así como la “Alegoría de la Virgen del Carmen después de la Batalla de Maipú” (1953), su obra más grande, de 20 metros de largo por 3.5 metros de ancho, que se puede ver en el notable Museo del Carmen de Maipú, y en el cual dom Pedro recibió la ayuda del pintor Claudio Bravo (el que luego se convertiría en un pintor realista de fama mundial) y de Miguel Venegas, maestro de Bravo, de Gabriel Guarda y de muchos más. Cuando Pedro Subercaseaux decide vivir como monje y, especialmente, desde que en 1926 formula sus votos solemnes benedictinos que lo comprometen de por vida a obedecer a sus superiores, la pintura podría haber llegado a su fin.
Pero pasó lo contrario. Como la orden benedictina, a diferencia de otras órdenes monásticas de monjes, fomenta el arte, la cultura y la belleza, rápidamente dom Pedro recibió encargos para esa preciosa obra de arquitectura que es el Monasterio de Quarr. Y desde el momento en que la fundación de un monasterio benedictino en Santiago se hizo realidad -gracias a la generosidad de la filántropa Loreto Cousiño, quien donó 14 hectáreas de un terreno en la antigua hacienda Las Condes (actual sede del Hospital de la FACH) y el dinero para construir el edificio- Pedro Subercaseaux fue más prolífico que nunca: sus obras se transformaron en la principal fuente de financiamiento de la orden benedictina en Chile.
Así fue como varias iglesias del país vieron sus interiores tocados por el talento del padre Pedro: la Iglesia del Santo Cristo en Miraflores, Viña del Mar; la capilla del Recuerdo de la catedral San Ambrosio de Linares, la parroquia Nuestra Señora de las Mercedes de Puente Alto, la parroquia Santa Teresita del Niño Jesús en el barrio Independencia, la parroquia Nuestra Señora de los Ángeles en El Golf y su obra maestra, probablemente el más extraordinario de todos sus emprendimientos: la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús de Providencia.
Esa concurrida iglesia de Avenida El Bosque, obra de los arquitectos Carlos Bresciani y Jorge del Campo, implicó nueve años de trabajo (1941-1950), llevó a dom Pedro casi a la muerte y requeriría de la ayuda de una familia italiana de artistas y creativos que había migrado a Chile, los Di Girolamo, encabezados por Giulio y sus hijos Claudio, Paolo y Vittorio. El resultado es eso que los alemanes llaman “Gesamtkunstwerk”, es decir, una obra de arte total.
“Es donde mejor se aprecia su búsqueda de la unidad litúrgica entre la representación pictórica, la arquitectura, el mobiliario y los elementos sagrados que concurren al interior de un templo”, escribe Verónica Griffin. Cuando uno se enfrenta al ábside de la iglesia y observa los brazos extendidos del Padre Eterno a lo largo de ocho metros, cuando aprecias del trabajo en las imágenes que hay en cada una de las grandes hornacinas (huecos en forma de arco) de las naves laterales y cuando recorres las estaciones del Vía Crucis, es imposible no emocionarse frente a tanta belleza. Estás siendo testigo de un patrimonio de calidad mundial. La obra cumbre de un chileno inmenso. Dom Pedro Subercaseaux.