El derrumbe de las Torres Gemelas: Así se vivió el 11/S en Chile

Un escenario impensado, con el presidente en Europa y las principales autoridades repartidas por varios países. Con problemas logísticos y de comunicación, el país trataba de hacer sentido de lo que cambiaba a partir del atentado más feroz del siglo XXI. Ésta es una bitácora de cómo reaccionaron las autoridades en esa jornada, a partir de sus propios relatos y recuerdos.



Exactamente a las 8:46 de la mañana del 11 de septiembre de 2001, en el momento en que el vuelo 11 de American Airlines atravesaba el edificio norte de las Torres Gemelas, Ricardo Lagos Escobar estaba terminando un almuerzo en Lisboa en la residencia oficial del primer ministro de Portugal, Antonio Guterres, y se preparaba para volar a Londres esa misma tarde como parte de una gira presidencial por Europa. En Nueva York, el embajador de Chile ante la ONU, Juan Gabriel Valdés, hacía de anfitrión de una cita con los países del Grupo Latinoamericano y del Caribe (Grulac) en el organismo: con un abundante desayuno, él conversaba en perfecto francés con el representante de Guyana, uno de los pocos que no hablaba español. A casi 350 kilómetros de distancia, en Washington D.C., Ricardo Lagos Weber afinaba los últimos detalles para una negociación clave y, junto a su equipo chileno, se dirigía a la Universidad George Mason para una ronda de conversaciones con sus pares estadounidenses por el Tratado de Libre Comercio que ambos países aspiraban firmar. En Lima, casi al alba, Soledad Alvear se preparaba para la segunda parte de su misión: la canciller ya había celebrado en los días previos una reunión del mecanismo 2+2 con las autoridades peruanas junto al titular de Defensa, Mario Fernández, quien había vuelto a Chile; lo que le quedaba era la cita de cancilleres de la OEA, donde se discutiría la adopción de la Carta Interamericana para fortalecer la democracia en la región; se anticipaba cierto debate y el encuentro estaba marcado por la presencia del secretario de Estado de EE.UU., Colin Powell, un destacado exmilitar durante la Guerra del Golfo. Y en Santiago de Chile, José Miguel Insulza viajaba en su automóvil rumbo a La Moneda para el día más simbólico de su vicepresidencia: como máxima autoridad del país ante la gira de Lagos, encabezaría la misa con que se conmemoraba la muerte de Salvador Allende en un nuevo aniversario del Golpe de Estado de 1973 que lo derrocó. En ese momento, ninguno de ellos anticipaba que esa jornada quedaría marcada en la historia de la humanidad, ni que les tocaría ser protagonistas, desde la realidad chilena, de la reacción a uno de los atentados más horribles de los que se tenga memoria.

-Perdone que interrumpa, pero ¿hay una televisión aquí?

El pedido del embajador de Guyana a Juan Gabriel Valdés era inusual, pero tampoco vio problema. La información la había traído el asistente del representante: unos minutos antes, un avión o avioneta se había estrellado contra uno de los dos edificios que componían las Torres Gemelas, un ícono por excelencia de Manhattan, a apenas unos kilómetros del complejo de la ONU que daba al East River. La amplia sala donde se reunían los representantes de pronto tenía todo el interés en la TV: al final, todos estaban interesados en saber qué ocurría en sus cercanías.

En Lisboa, Fernando Reyes Matta, asesor internacional durante la presidencia de Ricardo Lagos, dejaba la sala donde almorzaba el mandatario y se dirigía a una caseta de seguridad, donde había también una TV. Momentos antes, el subsecretario de Relaciones Exteriores, Heraldo Muñoz, le había pedido que saliera a averiguar qué más se sabía de la información que había entregado un asistente del primer ministro portugués en el almuerzo: un avión, o avioneta, se había estrellado contra una de las Torres Gemelas.

En Londres, Cristián Barros decidía demorar unos minutos su salida al aeropuerto mientras veía las imágenes en directo desde Nueva York, que mostraban humo saliendo de uno de sus rascacielos más famosos. El embajador chileno en el Reino Unido enfrentaba quizás el día más complejo de su misión: en un par de horas más recibiría a Ricardo Lagos, quien tenía preparada una intensa agenda que incluía una reunión con Tony Blair, el primer ministro y figura progresista con quien el líder chileno tenía mucha afinidad ideológica. La visita también era un símbolo: el mandatario pisaba suelo británico apenas año y medio después de que Augusto Pinochet fuera devuelto por razones humanitarias a Chile, y el hito marcaba un relanzamiento de las relaciones.

José Miguel Insulza no había podido ver el incidente, que por esos minutos se tomaba las televisiones a nivel mundial. En su desplazamiento hacia el palacio de gobierno no siguió en directo lo que ocurría. Fue su esposa la que lo alertó mediante un llamado telefónico. Cuando el vicepresidente tuvo acceso a una televisión, pudo ver la imagen: una explosión feroz, con un avión ingresando a la torre.

-Aquí estoy viendo cómo chocó. Qué impresionante la repetición-, le dijo a su esposa.

Desde el otro lado del teléfono, la respuesta fue aún más aterradora.

-No. Éste es otro avión.

Todos lo vieron en vivo y en directo. Insulza en Santiago, Valdés en Nueva York, Lagos Weber en Washington D.C., Barros en Londres y Reyes Matta en Lisboa. Con el segundo avión impactando a la torre sur a las 9:03 de la mañana local -misma hora en Chile-, ya no había margen de error: no era un accidente, sino un atentado sin ninguna clase de precedente en Estados Unidos y el mundo, y que terminaría, según cifras oficiales, con 2.996 personas fallecidas y una modificación total del escenario global.

Lo entendía así también el entonces subsecretario de Guerra, Gabriel Gaspar, quien había justo visto el nuevo impacto en el edificio Diego Portales con el jefe del Estado Mayor de la Defensa Nacional, Ricardo Gutiérrez, que pertenecía a la aviación.

Por si faltara cualquier constatación, él le dijo sin dudar un instante lo que estaba pasando ante sus ojos:

-Eso no es una avioneta, es un avión comercial.

En Washington D.C., Ricardo Lagos Weber, por ese entonces director de Asuntos Económicos Multilaterales de la Dirección General Relaciones Económicas Internacionales, ingresaba al salón de la Universidad George Mason para encontrar a los negociadores estadounidenses, extremadamente puntuales, sentados en sus sillas. En una época sin redes sociales y con teléfonos más antiguos, fueron los chilenos los que, con la información más fresca, alertaron a sus contrapartes de lo que estaba pasando.

Si la negociación por el TLC se paralizaba momentáneamente en la capital de EE.UU., en Nueva York el trabajo recién comenzaba para los diplomáticos. De un momento a otro, en el salón de la representación chilena en la ONU no quedaba prácticamente nadie: cada uno de los embajadores había salido corriendo para recabar más información y reportar a su país. En medio del caos, Valdés se encontró con el representante paraguayo, el único que se había quedado: pidió permiso para permanecer un rato, porque en sus dependencias no había un televisor.

En Lima, Soledad Alvear salía corriendo al salón principal donde se celebraría la reunión de la OEA para encontrar, sentado en su lugar, a un estoico Colin Powell, esperando que comenzara la sesión. La canciller no olvidaría el abrazo que se dieron ante la tragedia, ni el gesto del líder de la diplomacia estadounidense, que decidió no abandonar la cita hasta que se aprobara la Carta Democrática Interamericana.

En Portugal, apenas la noche previa Ricardo Lagos había asistido a una cena de gala en el marco de su visita de Estado, con figuras políticas y de la cultura, como el escritor José Saramago. En esas actividades, y también en el almuerzo, estaba Luisa Durán, la esposa del mandatario, que de acuerdo a los planes volaría de vuelta a Santiago mientras la comitiva se dirigía a Londres. Pero la agenda cambiaba dramáticamente. Reyes Matta regresaba a ese almuerzo para informarle a los presentes de lo que ya era sin dudas un atentado. Eran justo pasadas las tres de la tarde en el horario portugués, y en la cabeza del mandatario chileno rápidamente dio vuelta una idea: nunca Estados Unidos había sido atacado en su territorio continental. Pearl Harbor, la peor incursión de guerra contra el país, había sido en el archipiélago de Hawaii, en el Pacífico. Si la magnitud del ataque era tal como se decía, era un cambio completo en la historia.

En medio de la conmoción, el almuerzo terminó. La delegación chilena debía dirigirse al aeropuerto. En teoría, entre Lagos y Guterres esa despedida era un “hasta luego”: el viernes 14 estaba programada una reunión de líderes progresistas en Suecia, donde ambos asistirían, en un símbolo de la potencia que por ese entonces tenía la denominada “tercera vía”.

Guterres, que hoy es el secretario general de la ONU y vive en Nueva York, cerró la cita diciendo que los presentes siempre se iban a acordar de ese almuerzo. Y luego, le dijo adiós a Lagos de esta forma:

-Nos vemos el viernes en Estocolmo.

El líder socialista chileno le respondió algo premonitorio.

-No creo. Para el viernes falta mucho tiempo, y creo que se va a suspender. El mundo cambió hoy.

José Miguel Insulza sabía que tenía que tomar decisiones. Las formas de comunicarse con el presidente Lagos eran escasas y no podía esperar a ese primer contacto. Lo primero era despejar, en medio del caos, qué pasaría con la misa fijada en la capilla de La Moneda para conmemorar a las víctimas del 11 de septiembre de 1973 y que presidiría el sacerdote Percival Cowley. El vicepresidente no lo dudó: había que seguir, aunque, intuyó, la ceremonia tendría un carácter distinto a la de otros años. La propia Isabel Allende, hija del exmandatario, lo entendería así, incluyendo una condena al ataque ocurrido momentos antes en Estados Unidos, con la aún escasa información de la que se disponía.

Cristián Barros tampoco podía esperar un llamado. Mientras se dirigía a la base militar en la que estaba previsto el aterrizaje del avión oficial chileno que transportaba a Lagos, resolvió despachar a un funcionario de confianza a las oficinas del Foreign Office, el emblemático servicio exterior británico, para tantear qué ocurriría con la agenda. En cualquier caso, el embajador le había dado un mensaje: por el lado chileno estaba la disposición de seguir adelante con todas las actividades tal como estaban programadas.

En el salón VIP del aeropuerto de Lisboa, Lagos podía ver por primera vez las imágenes de los ataques y confirmar su impresión sobre la magnitud de lo que pasaba. Tenía, además, que evaluar varias cosas sobre la marcha: si cancelaba el viaje a Londres y se devolvía inmediatamente a Santiago; si seguía, pero incorporando a Luisa Durán, que tenía previsto devolverse, o si mantenía todo tal como estaba planificado. Una conversación con su esposa en el trayecto al recinto ya había dejado resuelto todo: la última opción fue por la que se decantó. La gira continuaba. Otra decisión era, según él, darle la razón a los terroristas.

El salón era el primer lugar desde el que el mandatario podía tomar contacto con sus ministros. Alcanzaría a hacer dos llamadas: a Insulza, en Santiago, y a Alvear, en Lima. Para esos momentos, ya se sabía el panorama completo: un avión atacando al Pentágono -a pocos kilómetros de donde se encontraba Lagos Weber-, y otro que, según se relataba, había sido derribado en Pennsylvania por los propios pasajeros, dado que los atacantes tenían al Capitolio como aparente objetivo. Además, Lagos vería allí el derrumbe de las Torres Gemelas, lo que simbolizaba el momento más doloroso de la demoledora jornada.

En Nueva York, en tanto, Juan Gabriel Valdés trabajaba en el piso 17 del edificio de la ONU que albergaba a la representación chilena, enfocándose en dos dimensiones: tratando de contactar a algunos de los chilenos que pensaba que a esa hora podían estar en las cercanías de las Torres Gemelas, como el economista José Luis Daza, y elaborar junto a su equipo un primer borrador de condena a los ataques, para ponerlo a consideración de la Asamblea General del organismo, que al día siguiente tenía planificado su inicio de sesiones.

Mientras hacía todo eso, a Valdés se le venía a la cabeza la frase de un amigo entrañable, Orlando Letelier, de quien había sido su investigador ayudante y que fue asesinado casi exactos 25 años antes en un atentado que hizo explotar su automóvil en Washington D.C. Cuando él le comentaba que debía tomar precauciones, sobre todo considerando los ataques del régimen de Pinochet fuera de Chile a prominentes figuras políticas -como Carlos Prats en Argentina y Bernardo Leighton en Italia-, el ex canciller de Salvador Allende respondía con una fórmula que, también, calzaba con todo lo que estaba pasando esa mañana de septiembre de 2001 en Nueva York:

-Esas cosas no ocurren en Estados Unidos.

-Señores diputados, ante el criminal atentado sufrido por el pueblo de Estados Unidos de América, invito a los señores diputados a guardar un minuto de silencio por las víctimas causadas por tan vil e inhumana acción.

A las 11:22 de la mañana en Valparaíso, el presidente de la Cámara de Diputados, Luis Pareto, abría así una sesión en la que los presentes estaban descolocados. Más allá de algunas breves intervenciones, el acuerdo de los jefes de bancada sería suspender la instancia en señal de duelo, mientras se redactaba una declaración oficial que se aprobaría en la sesión de la tarde.

En Santiago, Insulza había desechado decretar el Estado de Sitio. En cambio, sí había tomado como medida el restringir los vuelos en el espacio urbano de Santiago en un perímetro de 25 kilómetros, además de reforzar la seguridad en las embajadas y puntos clave. “Es un día bastante especial, donde han ocurrido hechos en el mundo que hacen esta fecha mucho más dramática de lo que es para los chilenos. El 11 de septiembre es para nosotros una fecha de reflexión y de recuerdo”, fue su intervención tras la misa en memoria de las víctimas del Golpe de Estado.

Por esa hora también en Nueva York la actividad era frenética. Todas las compañías de bomberos acudían a las inmediaciones del World Trade Center y eso tenía un efecto práctico: los edificios suspendieron el uso de ascensores, porque no había capacidad de responder en caso de una emergencia. En medio de ese escenario, Juan Gabriel Valdés debió bajar caminando los 17 pisos que había desde la delegación chilena hasta la calle y cruzar una vacía Primera Avenida junto al embajador alterno, Cristián Maqueira, para acudir a las instalaciones donde se encontraba quien iba a ocupar la presidencia de la Asamblea General desde el día siguiente, el diplomático coreano Han Seung-soo.

La incertidumbre era la norma. Mientras George W. Bush, quien se encontraba visitando una escuela en Florida, volaba a un destino secreto en el Air Force One y todos los otros aviones que sobrevolaban el territorio estadounidense eran obligados a aterrizar, del otro lado del Atlántico Ricardo Lagos despegaba rumbo a Londres. Dos presidentes coincidían en el aire en esos momentos tensos e impredecibles.

Pero en el destino, la autoridad británica había decidido suspender los aterrizajes por motivos de seguridad. Eso cambiaba completamente el escenario: con Barros monitoreando permanentemente desde la base militar el estado del aparato, además se sumaba un factor adicional. El teléfono satelital que habitualmente estaba a disposición del mandatario en el avión presidencial estaba desconectado: la comunicación era sólo entre la cabina y la torre de control.

En el aire, los pasajeros buscaban encontrar alguna certeza dentro de tantas interrogantes. Entre ellas, la duda de la magnitud del atentado y de si podían haber ataques similares en Europa, algo riesgosísimo con un presidente en pleno tránsito.

Heraldo Muñoz se acercó a los pilotos de la FACh con una consulta específica:

-¿Para volar un avión de pasajeros y estrellarlo contra un edificio se requiere, me imagino, de entrenamiento?

La respuesta de los pilotos fue precisa y reforzaba la tesis de una planificación:

- Mire, no es complicado volar un avión. Pero sí se requiere de entrenamiento para volar ese tipo de avión de pasajeros. Y quienes volaron esos aviones se tienen que haber preparado.

La tensión subía en el aparato, donde además de las autoridades iba una delegación empresarial y académica que incluía al entonces presidente de la Sofofa Juan Claro y a David Gallagher, el actual embajador en el Reino Unido. Los pasajeros del avión presidencial chileno empezaron a ver a su costado decenas de naves, mientras hacían rutas en círculos esperando por un permiso para descender. Habitualmente, el desplazamiento Lisboa-Londres es corto: entre dos horas y media y tres horas en promedio. Sin embargo, la espera se acrecentaba, y sumaba ya más de una hora.

En medio de las dudas, Reyes Matta recuerda que a Lagos se le escapó una pregunta:

-¿Y tenemos combustible?

En Washington D.C., a Ricardo Lagos Weber le preocupaba el efecto humano que podían tener los hechos en la delegación que encabezaba. Dos de los negociadores chilenos venían aterrizando en la capital prácticamente en el mismo momento en que se produjo el ataque al Pentágono, y en ese instante figuraban dando vueltas por la ciudad tras ser evacuados de emergencia desde la terminal. También era evidente que la normalidad tardaría en retomarse, en especial en relación a los vuelos. La idea de un regreso a Santiago en los plazos iniciales había que guardársela. La desesperación era tal que un miembro de la delegación, con una urgencia familiar, enfiló de inmediato en automóvil tras el ataque hacia el sur del país, para intentar volar por Miami o de frentón cruzar a México y desde allí retornar.

A 350 kilómetros de distancia, Juan Gabriel Valdés intentaba convencer al futuro presidente de la Asamblea General de incluir el borrador en la discusión del día siguiente. Había consenso con Estados Unidos: de hecho, más tarde los diplomáticos de ese país tomarían el texto e impulsarían esa resolución. El problema era la burocracia. Por el reglamento de la instancia se requerían 60 apoyos para hacerlo, y era imposible tenerlos en el plazo necesario en medio del caos en Nueva York. En medio del debate, se asomó el jefe de gabinete de Han, un experimentado diplomático surcoreano que entendía perfectamente lo que estaba ocurriendo.

-Déjeme ver qué es lo que puedo hacer-, le dijo el funcionario.

Su nombre era Ban Ki-Moon, y años después llegaría al cargo máximo de la ONU.

En Londres, aviones militares británicos escoltaban al avión presidencial chileno en su descenso hasta la base. El combustible no había sido tema: los pilotos cargaron suficiente durante la estadía en Portugal. Y, en el intertanto, el funcionario que Cristián Barros envió al Foreign Office había llegado con la respuesta británica. El programa seguía, sin modificaciones, lo que incluía una cena esa misma noche con 13 figuras del mundo de los negocios de ese país.

Antes de ello, Lagos haría su primera declaración. Justo tras aterrizar, en las instalaciones de la base y flanqueado por su ministro de Hacienda, Nicolás Eyzaguirre, y el vicecanciller Muñoz, marcaría una condena enérgica ante el atentado terrorista. “Es un día triste para la humanidad”, marcó el mandatario, quien agregó algo más: “Estoy cierto, sin embargo, que como en otros momentos, el pueblo americano estará a la altura de su tradición y sabrá enfrentar esta difícil prueba”.

La declaración, recuerda Muñoz, la habían preparado en la espera en el avión.

-Le dije a Lagos: “Seguramente vas ser el primer presidente en aterrizar en Londres desde los atentados y seguramente habrá mucha prensa”. ‘Bueno, me dijo, prepárame algunas ideas’. Y yo empecé a escribir. Después, Lagos, como no siempre lo hacía, siguió al pie de la letra ese papel, ante un enjambre de periodistas.

La tarde de ese 11 de septiembre corría vertiginosa. En Valparaíso, las comisiones de Relaciones Exteriores de la Cámara y el Senado sesionaban en conjunto para evaluar el impresionante hecho y sus consecuencias. Hasta La Moneda llegaban los jefes de inteligencia de las tres ramas de las Fuerzas Armadas, más el director general de Carabineros y los representantes del Ministerio de Defensa, con el fin de hacer un análisis estratégico junto a Insulza; horas más tarde sería el turno del área energética, donde el presidente de la Comisión Nacional de Energía, Daniel Fernández, saldría asegurando que no habrían problemas de suministro incluso en el caso de que hubiera un conflicto bélico en el Medio Oriente, un escenario que a esas horas comenzaba a asomarse.

En Londres, el equipo presidencial se instalaba en el hotel de la delegación chilena como en una sala de emergencia: desde ahí corrían los llamados y los mensajes.

De hecho, fue en ese lugar donde se redactó un documento dirigido al presidente Bush de parte de Lagos para darle las condolencias oficiales y reforzar la condena del país a los hechos. Más que la redacción, la lucha se dio con la máquina de fax, a la que costó hacer que enviara el texto a su contraparte estadounidense.

Entremedio hubo que seguir resolviendo el itinerario. Un grupo de autoridades -entre ellos Eyzaguirre, Barros y Muñoz- se reunió en la suite del mandatario, donde brevemente se volvió a levantar el tema de si valía la pena seguir con la gira o era mejor retornar a Chile. El vicecanciller era de la idea de continuar, en la línea de lo que había manifestado el mandatario. Hubo un chequeo extra: Barros pidió al Foreign Office confirmación de que la reunión con el premier Tony Blair seguía en pie. Una hora después, la respuesta fue positiva, y ya no hubo dudas de proseguir.

La gira había cambiado de cariz. Si en un primer minuto el mayor objetivo era conseguir respaldo para destrabar temas vinculados al TLC que Chile negociaba con la Unión Europea, los ataques modificaron todo el panorama. Así se notó en la cena con los empresarios británicos, a la que -sin embargo- nadie faltó: por supuesto, el tema de los ataques ocupó buena parte de la conversación. Y lo mismo pasaría al día siguiente en la cita que Lagos tenía con Blair en Downing Street, en donde el mandatario chileno supo de primera mano los pensamientos del premier británico, que justo unos minutos antes había conversado con Bush.

En el frente diplomático, la reunión de Lima también se había convertido en una instancia de apoyo para Estados Unidos, con una Carta Democrática despachada en tiempo récord para que Powell pudiera regresar a su país. Allí, Alvear, tras coordinarse con Lagos, trabajó liderando una declaración conjunta del Grupo de Río, asociación de países latinoamericanos de la que en ese minuto Chile tenía la presidencia pro témpore.

Desde Londres, Muñoz lideraba las gestiones para encontrar a un funcionario estadounidense al cual transmitirle oficialmente las condolencias, encargo personal de Lagos. Quien respondió al otro lado de la línea, por fortuna, fue el director de Seguridad Nacional en América Latina y el Caribe, pero la interacción fue accidentada: en esos mismos momentos se procedía a la evacuación de la Casa Blanca.

También había avances en la ONU. Tras las gestiones de Ban, el tema se había puesto en tabla para el día siguiente mediante un acuerdo: lo abordaría, primero, el Consejo de Seguridad, y luego la Asamblea General. Aunque Chile no tenía un cupo en la primera instancia, Valdés estaría en la sesión por una invitación personal del representante estadounidense, quien buscaba agradecer el hecho de que era la primera legación diplomática en manifestarse oficialmente por el tema.

Y es que, dentro del caos, había una señal de parte de los estadounidenses de que no se dejarían detener. En la tarde de ese martes, Lagos Weber recibió la confirmación de que las negociaciones programadas se retomarían al día siguiente. Y así sería, incluso en medio de la conmoción, las dudas y los temores sobre potenciales nuevos atentados. Asumiendo que la estadía sería más larga de lo programado y que incluso podía obligarlos a permanecer en Estados Unidos durante las Fiestas Patrias, el representante diplomático ya pensaba en echar mano a lo que denominaba su “arma secreta”: una bandera chilena que echaba siempre en su mochila para todos los viajes, sin importar dónde fuera.

Cuando a Lagos Weber le preguntaban para qué era esa bandera, su respuesta era siempre la misma:

-Para cuando se necesite.

A las 9 de la noche de ese 11 de septiembre, José Miguel Insulza le habló al país en cadena nacional. Además de expresar la condena a los atentados, anunció la decisión de decretar duelo como señal de solidaridad ante los ataques a la población estadounidense. Horas antes, se había reunido en pleno centro de Santiago con el entonces encargado de negocios de la repartición diplomática, dado que aún no había un embajador designado, para asegurarse de que todo estaba en orden.

A esa misma hora, Juan Gabriel Valdés cruzaba a pie Manhattan para realizar un contacto en directo con la televisión chilena, dado que no había medios de movilización. No era la única alteración a su rutina: su esposa tenía un vuelo desde Santiago programado al día siguiente, el que, por supuesto, debió cancelar. Pero en su recorrido, hubo algo que le impactó, y que luego comentaría por teléfono con su padre Gabriel, entonces senador y político de larga trayectoria en la diplomacia. Broadway, el centro neurálgico de la actividad cultural de Nueva York, estaba con sus luces completamente apagadas. Una señal conmovedora, y que se oponía a esa “ciudad que no duerme” que Frank Sinatra describe a la perfección en una de sus canciones más emblemáticas.

A miles de kilómetros de distancia, Luisa Durán retornaba al país. Tras dejar a Ricardo Lagos en Lisboa, había volado a Madrid y luego, desde allí, tomó un vuelo a Santiago.

En medio del océano, recibió un llamado del piloto. Le quería mostrar algo.

La soledad de un punto en una pantalla reflejaba el enorme golpe de ese día en la humanidad.

-Señora Luisa, le debo decir que en este momento somos el único vuelo en todo el Atlántico.

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