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<div>No hay índice macroeconómico que valga mientras una mayoría siga sintiendo que dichos frutos están reservados para otros y que sus instituciones poco hacen para redistribuir mejor. </div><div><br></div>

DESPUES DE disipada la polvareda que dejó la elección municipal y con la consabida debacle de los sondeos de opinión, en silencio y sin grandes estridencias, se realizó el trabajo de campo de una encuesta que involucra a los principales centros de estudios del país, bajo el alero y supervisión del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

Se trata de un esfuerzo que conozco desde cerca, donde además de periódicamente indagar en las preferencias ciudadanas sobre diversos temas de interés, se ha sistematizado una muy interesante reflexión sobre la democracia, sus instituciones y la gobernabilidad. Para este caso en particular, la tercera versión de la Encuesta Auditoría a la Democracia arroja datos interesantes, aunque aparentemente contradictorios. Por una parte, se releva una creciente valoración de la democracia como única e insustituible forma de gobierno; aunque, por la otra, se consolida el consabido descontento en relación con la política y sus más significativas instituciones.

Una de las cuestiones que llama la atención, dato que en mi particular mirada quisiera interpretar como un signo de mayor madurez democrática o al menos, conciencia republicana, es que durante el período que comprende los años 2010 y 2012, la adhesión al voto voluntario disminuyó del 77% al 57%, mientras se observó una notable alza, de un 22% a un 41%, de quienes adscriben al sufragio obligatorio. Más allá de la evidencia que arrojó la última elección municipal, estas cifras terminan por desvirtuar el principal argumento que la clase política exhibió para perseverar en esta reforma, me refiero a la abrumadora mayoría ciudadana que "no toleraría la combinación de inscripción automática con voto obligatorio", pese a todos los argumentos políticos y técnicos que se pusieron sobre el tapete.

Con todo, persiste un síntoma recurrente de nuestra arquitectura política, que apunta a su falta de legitimidad, representación y credibilidad. Sin ir más lejos, en esta última encuesta y con la mención honrosa de los Tribunales de Justicia, retroceden en su aprobación, si es que acaso aquello fuera todavía posible, el resto de las instituciones vinculadas a la clase dirigente, donde los últimos dos lugares son ocupados por el Congreso y los partidos políticos. Sin embargo, es importante hacer notar que también tuvo una caída significativa la empresa privada, de 31% a 18%, lo que sólo viene a confirmar un diagnóstico sobre el cual hemos ahondado en varias oportunidades. Para decirlo en una frase, lo que se acumuló en Chile es la rabia contra el poder, tanto político, como económico y social; rabia por cómo el poder se origina, usa y distribuye.

A todas luces esta encuesta, como las muchas otras que hemos conocido en los últimos años, reitera la urgente necesidad de estimular la participación social y política, a través de un sistema que promueva la competencia, garantice el acceso igualitario y genere mayor inclusión: primero política, pero también económica, social y territorial. No hay índice macroeconómico que valga, mientras una mayoría siga sintiendo que dichos frutos están reservados para otros y, peor todavía, que sus instituciones y representantes poco hacen para lograr una más adecuada redistribución.

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