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Crítica de libros: Chupasangres cursilones

La más reciente pervertidora de la figura del vampiro es una madre de familia, de religión mormona, llamada Stephenie Meyer. Autora de la saga Crepúsculo, Meyer ha construido un imperio económico en base a la vulgarización del tema.

Lo he dicho otras veces y vuelvo a repetirlo con bastante pesar: la vampírica dejó de ser un fenómeno literario interesante en el momento en que los chupasangres se convirtieron en seres demasiado hermosos, en personajes que dejaron de concentrarse en su única razón de ser (expandir el Mal y dejar secos a cuantos humanos pudiesen), y pasaron a preocuparse del peinado, de la ropita e incluso se pusieron a pololear, cual cándidas señoritas.

Uno de los grandes culpables de este verdadero estacazo en el corazón que recibió el otrora aterrador género fue la versión cinematográfica de Drácula que presentó Ford Coppola: si bien el conde conservaba los nauseabundos atributos físicos de siempre -Gary Oldman fue un acierto en el rol-, sufrió, sin embargo, una escalofriante mutación: el pestilente endriago era ahora capaz de enamorarse.

La más reciente pervertidora de la figura del vampiro es una madre de familia, de religión mormona, llamada Stephenie Meyer. Autora de la saga Crepúsculo, Meyer ha construido un imperio económico en base a la vulgarización del tema. Literariamente hablando, sus libros no valen nada. Y esto, entiéndaseme bien, no se debe a que se trata de bestsellers, puesto que en los últimos años sí se escribieron excelentes bestsellers sobre el tema. Las obras de Anne Rice, creadora del vampiro Lestat, son prueba de ello.

Desde el año 2005 Meyer ha publicado una serie de libros que rápidamente se convirtieron en éxito editorial y, últimamente, en fenómeno cinematográfico. En pocas palabras, la autora descubrió una veta de oro y, cual ávida pirquinera, decidió explotarla hasta el agotamiento. El último libro de la saga, La segunda vida de Bree Tanner, deja ver esta intención con absoluta claridad: la historia ya no está centrada en los personajes principales, sino que gira en torno a una neófita que lleva  tres meses como vampiro.

Desde el punto de vista estético, los libros de Crepúsculo permiten deducir con facilidad hacia quiénes están dirigidos. Las portadas, la letra grande y la numeración neogótica de las páginas no admiten dudas: el público objetivo es la población adolescente de este mundo.

En La segunda vida de Bree Tanner no hay ni un solo episodio capaz de perturbar mínimamente al lector adulto. Y esto, tratándose de un género que por tradición apela a causar horror, espanto y repugnancia en el que lee, es un fracaso estridente. Para peor, el libro es pródigo en cursilerías, partiendo por los nombres de algunos personajes (Bree, Bella, Riley, Raoul), hasta llegar a la aberrante descripción del sonido que producen los besitos entre vampiros.

El método que utiliza Meyer para narrar es bastante simple y precario, pues se basa exclusivamente en una interminable seguidilla de diálogos insulsos. Aquí no hay más complejidad que ésa ni mayor profundidad literaria. Y esto, para aquellos adolescentes que todavía se deslumbran con El guardián entre el centeno, El Principito o Papelucho, viene a ser un insulto a sus inteligencias. Es triste constatarlo, pero el género parece estar muriendo desangrado en manos de dueñas de casa con tendencia a lo cursilón.

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