Los claroscuros de la escena under chilena
La muerte de cuatro personas en una tocata punk fue la herida mayor de un circuito que se mueve entre la vehemencia de su público y las falencias de sus organizadores, dualidad para la que ya se buscan soluciones.

Todos declaran pesar por lo sucedido, pero luego concluyen con una sentencia que se oye casi al unísono: “Esto se veía venir. Era una bomba de tiempo”. En la escena más underground -aquella distanciada de los medios oficiales y que se remite al metal y al punk- la fatídica noche del jueves 16, cuando una avalancha de personas en el show de la banda inglesa Doom dejó cuatro muertos y un puñado de heridos, asoma hoy como la culminación de una cadena de históricas negligencias enquistadas en el circuito.
El epílogo más trágico de un círculo artístico que desde los 80 crece subordinado a la autogestión, las penurias económicas, los escasos lugares habilitados para los shows y, además, el público más difícil de la noche chilena. “Aunque es sólo una facción minoritaria, la audiencia tiene una gran responsabilidad de que pasen estas cosas. El circuito punk, a diferencia del metal, se ha malentendido y ha involucionado”, define Antonio Ceballos, histórico productor de shows de rock pesado, en un diagnóstico compartido con sus pares y que apunta a una porción de espectadores que en algunas tocatas se organiza para ingresar sin entrada, bajo esa estampida que el léxico del tablón bautizó como “avalancha”.
De hecho, varios de los involucrados en la tocata de Doom -realizada en el centro de eventos Santa Filomena- cuentan que, en los días previos, un grupo de fans se coordinó para entrar gratis, aduciendo que la ideología anarquista del conjunto se contraponía a la formalidad de cobrar un boleto. A una semana del hecho, existe un grupo en Facebook llamado Anti Doom, el que asigna a los productores, y al propio grupo, la responsabilidad de lo sucedido, con frases como “todos los que pagan entradas son ratas”.
La banda nacional Electrozombies teloneó esa noche a los británicos y olfateó las primeras señales del desastre cuando un botellazo hirió a su bajista y obligó a suspender la presentación en plena marcha. Su voz, Miguel Montenegro, sigue: “Nunca vi ese nivel de violencia y eso que ni siquiera estaba lleno, deben haber ido no más de 100 personas. No olvidemos que de Chile viene el mismo público que se hizo famoso por entrar a la mala en el Mundial”.
Y, en parte, es la misma fanaticada que en 2013 ya había puesto en peligro el trabajo del propio Montenegro. En una presentación en el Club Chocolate, cuando les tocó abrir la visita de la banda estadounidense de anarcopunk Los Crudos, una turba destrozó su auto. Además, en pleno recital, una asistente le quitó el micrófono al líder de los norteamericanos para encararlo por no haber aceptado una invitación para tocar en La Victoria y cantar en sitios que, según la mujer, son incompatibles con la ética de la banda.
Jorge Hurtado y Héctor Vera, dos de los más profesionales productores de la escena extrema, que en sus antecedentes guardan shows como Bad Religion o Misfits, hace varios años decidieron no organizar más tocatas de punk o hardcore. “Con los avalanchistas ya no se puede hacer nada. La cultura de algunos punkies se contradice por naturaleza a lo que significa un show: quieren todo absolutamente gratis”, cuenta Hurtado. Vera acota: “A las pequeñas productoras nos empezó a perjudicar. En nuestro último show hardcore, una avalancha destruyó el acceso de un teatro, con un costo de $2 millones para nosotros”.
Por su parte, Montenegro argumenta que los promotores tienen sus propias limitantes y que no poseen los recursos para contratar guardias o arrendar reductos competentes. “Es todo artesanal, no hay presupuesto. Más que por lucas, esto se hace con otro fin, y eso la gente lo debería entender”, establece. Como ejemplo, los propios chilenos debieron prestar sus equipos para la presentación de Doom.
Los europeos habían cerrado su visita al país con otros dos productores anteriores, pero ambos desistieron y optaron por dejarlos a la deriva con el show ya anunciado. Hasta debió cambiarse de lugar: pasó del club San Martín al Espacio Santa Filomena, apenas conocido en el circuito. Andrés Padilla, director de Grinder Magazine, sugiere un matiz: “La producción a cargo, más allá de ser conocedores de su escena, sí cometió errores en la elección del lugar, teniendo en cuenta antecedentes previos ahí mismo con otros shows”.
El caso que mejor ilustró cierto nivel de amateurismo sucedió en 2007 con la visita de Paul Di’Anno, el primer vocalista de Iron Maiden, cuyo show en un solo día pasó, por problemas técnicos, del Estudio Gigante a la Blondie, para rematar finalmente en la discoteca Cover. Cinco años después se anunció el festival Ritual Open Air en el centro de eventos Broadway, pero la cita fue cancelada luego que la productora acusara que un intermediario nunca realizó el contacto con los grupos. Incluso, varios de ellos, anunciados en afiches, avisaron en sus redes sociales que nunca habían sido negociados.
Marcelo Contreras, crítico de música de La Tercera, cree que un alto grado de responsabilidad en estas fallas recae en los productores: “Las disculpas basadas en la peligrosidad del público son inaceptables. Si hago conciertos para una determinada audiencia, debo estar mínimamente preparado para manejar a esa audiencia”
Antonio Frey, Subsecretario de Prevención del Delito, cuenta que han detectado una serie de problemas por parte de los responsables de estos conciertos, por lo que presentarán durante el segundo semestre un proyecto de ley para eventos masivos, el que exigirá algunas condiciones básicas para montar un recital, aparte de sanciones para quienes protagonicen desórdenes.
Patricio Hidalgo, director de fiscalización de la Municipalidad de Santiago, acota que sitios como Santa Filomena funcionaban con patente de cabaret, por lo que podían levantar tocatas sin previa coordinación con Carabineros. Eso sí, la autoridad puntualiza que, en ese funesto show, los guardias eran particulares sin capacitación. Casi amigos de la casa. Otro claroscuro de una escena que aún parece acorralada en su propia fragilidad.
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