Siete peruanos en Chile
Chile es el principal destino de los peruanos que deciden dejar su país. Las cifras dicen que 130.000 de ellos viven en tierras chilenas. Ad portas de su día nacional, el 28 de julio, fecha en que además Ollanta Humala asume la presidencia, quisimos dar una vuelta por Santiago y encontrar historias peruanas. Desde quienes siguen buscándose la vida, hasta los que ya la encontraron y pasan los días sin sobresaltos.
LA CARRERA POR VOLVER A LIMA
Víctor Morales llegó a Santiago hace seis años. Hoy tiene 52. Empezó aquí como chofer de una doctora. Dormía en la casa de una sobrina en La Florida. Pero él sólo puede pensar en Lima, donde ha vivido toda su vida y el lugar que tanto lo había herido.
Víctor nunca había querido venirse a Chile. Lo hizo sólo por rabia. Porque después de pasar más de 15 años como chofer de camiones en Perú, ganando sueldos de algo así como 300 mil pesos chilenos, había juntado unos 10 mil dólares. Con eso se compró un station wagon Toyota, que usaría para taxear. Pero entonces, esa ciudad que quería tanto le mostró su rostro más cabrón. Un par de tipos lo asaltaron, le robaron el auto y Víctor quedó ahí. Totalmente solo en una Lima donde lo único que lo amarraba era su hija de 16 años, pero que ya no vivía con él.
Así que hizo lo que antes habían hecho sus hermanos. Tomó un bus y se bajó en Iquique. Allí se quedó un mes con sus hermanos, que se ganaban la vida como albañiles. Pero, por más que ellos trataron de convencerlo, a Víctor no le gustaba ese mundo. Tampoco la ciudad: Iquique no ofrecía plata para un hombre y su auto.
Así que se vino a Santiago a quedarse en la casa de esa sobrina en La Florida. Pensó en ser chofer del Transantiago, pero pronto un familiar le presentó a María Capetillo, una doctora que vivía en Grecia, trabajaba en el Hospital del Salvador y necesitaba un chofer. Víctor aceptó. De lunes a viernes. Por 400 mil pesos mensuales.
Víctor aprendió a conocer la ciudad. Conseguía planos, imaginaba rutas. Logró ubicarse en seis meses. Santiago le parecía seguro, especialmente en lugares como Lo Barnechea y Las Condes. Le gustaba mirar la cordillera. A los que no miraba, era al resto de los peruanos. No se juntaba con ellos. Él, dice, vino a Chile a trabajar. Y ya es un hombre de edad. No está para jodas. Quiere juntar plata para algún día volver a Lima, con su nueva pareja también peruana.
Pensando en eso, aceptó un nuevo trabajo de chofer para una constructora hace un año. Gana 450 mil pesos. También se hizo de un lugar propio. Ahora duerme en una casa en Peñalolén. Ahí pasa sus días extrañando el pescado y los pollos frescos, faenados y cocinados en el mismo día, que conoció en su niñez. Confía en que volverá a probarlos. Que es cosa de tiempo.
RIFLERO, DIRECTOR DE DIARIO Y PRODUCTOR
Jorge Gotelli llegó a Santiago en enero de 1990, a vender cursos de inglés. Pero no sabía, y no podía saber, que aquí en Chile existía un asunto llamado Sence. Cada vez que llegaba a una empresa a ofrecer sus cursos, le preguntaban por el código Sence. Y como no tenía el número infeliz, ninguna firma quería comprarle: sin el apoyo estatal, sus cursos salían demasiado caros.
Cuando completó un año en Chile, con un triste promedio de dos cursos vendidos al mes, decidió renunciar. No quería ser un estorbo para esa empresa que había confiado en él. Como indemnización, le dieron 70 mil pesos. La mitad la usó para pagar el mes de garantía de una casa que arrendó en la Villa México. Con la otra mitad, pagó el primer mes de alquiler.
Y entonces salió a la calle a ver qué hacía. Primero se asoció con un ex colega de los cursos de inglés y armó una revista bilingüe que comenzó a vender en los hoteles de Santiago. Era una guía turística de 20 páginas que traía, además, un resumen de noticias. Se llamaba The Latest Daily News. Todas las noches, Gotelli y su socio debían reemplazar el resumen de noticias diario, compaginarlo con la parte estable de la publicación y llevarla a los hoteles de la capital. Tardaban toda la noche, pero era buen negocio. Le permitió sobrevivir por tres años, aprender el negocio de las imprentas y convertirse en riflero.
En el mundo de las imprentas, explica Gotelli, el riflero es el intermediario: el que va donde los clientes, hace el trato y luego debe buscar la imprenta que le cobre más barato. Estrujando las Páginas Amarillas, pudo armarse de una cartera de clientes bastante nutrida y hasta se compró una camioneta. Pero entonces vino la crisis asiática y el floreciente negocio se fue a las pailas. Gotelli retrocediendo dos casilleros.
Para el 2004, y cuando ya estaba algo repuesto de la crisis, se le ocurrió una idea nueva. Por esa época, recuerda él, a Chilevisión le dio por mostrar el lado negativo de la inmigración peruana: las peleas en las discotecas, la basura en las afueras de la Catedral, las condiciones de vida en los cités. Cómo no va a haber algo positivo, pensó. Y entonces sacó Sol Noticias, un periódico gratuito que circula una vez al mes y que intenta mostrar a los peruanos con un enfoque distinto al que habitualmente les da la prensa local. La esposa de Gotelli, Ana Cadillo, es la editora.
En diciembre, Sol Noticias, que tiene su sitio web (solnoticias.cl) y que pone siete mil ejemplares en la calle cada mes, va a cumplir siete años. Y a Gotelli le ha significado, entre otras cosas, reconocimientos de los gobiernos chileno y peruano, cierta fama entre los inmigrantes y un trabajo nuevo, esta vez como productor.
Sucede que desde el año pasado es él quien se encarga de organizar el evento con que los peruanos celebran sus Fiestas Patrias, a fines de julio. Una fiesta gigante en la que hay comida, baile y artistas de renombre venidos de Perú. Aunque no hay un registro oficial, se dice que el año pasado asistieron 40 mil personas a esa celebración, que tuvo lugar en la Quinta Normal. La de este año, que será en el mismo sitio el 31 de julio, debería atraer a más gente. O al menos eso es lo que cree Gotelli, que se encarga de comprar las bebidas, negociar con los artistas y hasta pegar los carteles que anuncian el evento.
EN EL CORAZON DE EL GOLF
César Pérez-Novoa aterrizó en Chile en marzo del 2000 y a las dos horas de haber llegado ya estaba trabajando. Vino como analista senior a la firma de inversiones Celfin Capital. Antes de eso, había estado tres años en Perú, en el banco Bilbao Vizcaya. Y antes de eso, trabajó y estudió en Boston y Nueva York, en un período que duró siete años. Y antes de eso, más pequeño, vivió en Londres.
Estudió en un colegio para hijos de diplomáticos, con asiáticos, norteamericanos, europeos y latinos. A los 18 años ya vivía solo, porque en la tradición familiar de los Pérez-Novoa hay que aprender a arreglárselas con independencia desde bien joven. Y claro, durante uno o dos años tuvo que acostumbrarse a que la ropa se le tiñera de rojo, porque la lavadora no era lo suyo. Pero salió bien de todo ello y, suponemos, ya no tiene que preocuparse de tales menesteres.
Pérez-Novoa, hoy de 39 años y actual director ejecutivo de estudios en Celfin, llega todos los días a la oficina a las 7.30 A.M. Lo primero que hace es prender sus monitores (dos de Bloomberg con información financiera, un laptop y un computador de escritorio) y revisar la prensa en busca de eventos que pudieran influir en el rumbo de la Bolsa o de la economía.
Gracias a un sistema de filtros, palabras clave y alarmas, recibe un resumen noticioso que le permite enfrentar su primera reunión del día, a las 8.30. Es una videoconferencia en la que participan las tres oficinas de Celfin (Santiago, Lima y Medellín) y en la que se toman decisiones antes de que abran las bolsas de la región. Luego de eso se dedica al análisis de compañías, a sostener reuniones, a hacer presentaciones. Y todo eso mezclado con una cantidad de viajes que Pérez-Novoa prefiere no revelar, a sitios como Estados Unidos, Inglaterra, Argentina, Colombia, Brasil…
Aún así, se las arregla para salir de ese torbellino a las seis de la tarde. Claro que no se desconecta del todo, porque para eso existe la Blackberry. Como sea, a esa hora parte a su casa, en Calera de Tango, donde vive con su esposa chilena y sus tres hijos.
Tras una década en Chile, Pérez-Novoa ha visto al barrio El Golf llenarse de edificios, a Celfin crecer de 40 a 600 empleados y a la oferta gastronómica local sofisticarse -eso era uno de sus peros cuando llegó al país-. Y aunque su historia se ha construido en infinidad de lugares, todo indica que piensa quedarse aquí un buen rato.
UN VIAJE A SANTIAGO Y EL CAMBIO DE VIDA
Hay personas cuya biografía comienza antes de su fecha de nacimiento, retrocede por los siglos. Ernesto Aramburú es una de esas personas. Nació en Lima en 1949, pero su familia se extiende en el tiempo y la geografía. En su casa-oficina ha desplegado ese pasado en piezas de arte desperdigadas en muros y estantes. "Los Aramburú estamos en América desde 1545", dice.
Estudió Arquitectura como su padre -un connotado alcalde limeño- y logró notoriedad con la construcción del centro comercial El Suche, el primero en la capital peruana a mediados de los 70. "Era un hombre de éxito. Hacía seis o siete edificios por año. Pero vino el gobierno militar (de Morales Bermúdez) y se acabó el trabajo. Comencé a hacer boutiques, tiendecitas, y me tocó hacer el Estadio Alianza de Lima. Lo hice y decidí venir a Chile". Aramburú recuerda su primera visita al país en 1977: "Era un regalo, no valía nada. Con mis amigos íbamos a las discotecas y decíamos: 'Una rueda por cuenta del Perú', valía 50 dólares". Su madre le recomendó visitar en Santiago a una familia de su confianza: la de Enrique Valenzuela Blanquier, ministro de Minería de la época. En 1978, Aramburú volvió a Santiago y conoció a Mónica, la hija del ministro, con quien se casó. Vivieron en Perú hasta que Aramburú recibió una oferta de Chile en el Banco Sudameris. Tomó la cuenta de una fábrica de zapatos. "En el banco me preguntaron ¿por qué no te metes como ejecutivos de venta, te ponemos de gerente? Y partí de vendedor de zapatos, de Arica a Punta Arenas, con mi maletita… Era canchero, conchudo, como se dice en Perú".
En 1981, su suegro fue nombrado embajador en Estados Unidos. El arquitecto y su mujer lo siguieron. Sólo hasta 1982. "Me llamaron de Santiago para participar en la intervención de la banca, en las empresas relacionadas con el Banco de Talca. Acabé de gerente de todas esas empresas. Como me juntaba con gente que sabía de economía, me compré un libro de Rolf Luders, un diccionario económico". Decidió estudiar finanzas en la Escuela de Negocios Adolfo Ibáñez. Y le pidieron hacerse cargo del Banco de Fomento de Valparaíso. "De ahí me pasaron otro banco y luego otro, y terminé con los 13 bancos en liquidación. Me pusieron un apodo: el 'exocet'. Me indicaban lo que tenía que hacer y yo iba y lo hacía".
Ha trabajado en la gestión de cadenas de supermercados, locales de comida rápida y centros comerciales dentro y fuera de Chile: "Tengo en el cuerpo 68 malls hechos". Viaja semana por medio a Lima y asesora empresas en otros países. "Me muevo solo con mi maleta, mi computador, mi lápiz, y me defiendo solo".
LA BANDA DE LOS DOMINGOS EN EL TUMI
En Chimbote no hace frío. En Chimbote los cumpleaños se celebran por dos días, se toma cerveza y se escucha vals norteño, que no es igual al vals limeño, ni lo mismo que el huayno, ni que la música chicha. Carlos Moncada es de Chimbote, tiene 46 años, hace 10 que vive en Chile y es el líder del grupo Los Embajadores del Perú. En su país vivía una vida sin sobresaltos. Trabajaba como pintor de letreros y, ocasionalmente, como músico. Su mujer fue la primera de la familia en emigrar a Chile, lo hizo después de un disgusto familiar. "Se peleó con una hermana", explica Moncada. "Se vino de pura cólera a Chile". Carlos se quedó a cargo de sus dos hijos, el mayor tenía tres años de edad, el menor todavía no cumplía dos. "Estaba más solo que nunca". Fueron cuatro años de separación, hasta que la familia se reunió en Santiago.
Carlos Moncada, Tito Galindo y Javier Goñi forman el grupo Los Embajadores del Perú. Una banda que cada domingo en la tarde toca en la discotheque El Tumi de Avenida La Paz, uno de los lugares de reunión de la comunidad peruana de Santiago. Es un gran galpón con un pequeño bar en la entrada y una pista de baile amplia, rematada en una tarima que sirve como escenario. El piso es de baldosa, las mesas de plástico, la mayoría de la concurrencia -grupos de mujeres, parejas, hombres solos- bebe cerveza. El domingo 31 de julio, sin embargo, Los Embajadores del Perú no están contemplados en El Tumi. La razón es simple: en su lugar estará Centella, otra banda, más popular, más célebre entre los peruanos expatriados. "El 31 viene Centella", dice José Marti González, limeño, el dueño de El Tumi, que con orgullo agrega: "Ahorita están de gira en Europa". Carlos Moncada no se lo esperaba, pero tampoco le extraña. "Al público no le gusta la música criolla que tocamos, soportan dos o tres temas. Luego piden a gritos Chacalón o Cielo Gris", dice, nombrando dos grupos que, como Centella, interpretan música chicha, canciones de lamento, desengaño y despecho. Pequeñas piezas dramáticas con títulos como "Nadie nació para mí", "Te burlaste de mí" y "Borracho, borracho, borracho", terribles, pero bailables.
Los vecinos de Carlos Moncada escuchan música chicha. El la siente desde la oficina que habilitó en una habitación de la casa de la calle Nataniel Cox en la que vive junto a su familia. La oficina está en el medio de un pasillo de techos altos precedido de un zaguán que el grupo usa como sala de ensayos. "A los chilenos les gusta más la música criolla peruana que a los propios peruanos", dice. Lo mismo piensa Javier Goñi, el guitarrista del grupo, que vivió 17 años en Miami. "Allí conocí a Lucho Barrios. Tocaba con él para los peruanos residentes. No iban más de cuatro personas. Cuando llegué a Santiago supe lo famoso que era en Chile". La oficina es pulcra, con muebles modulares, un pequeño barcito con licores, copas ordenadas y muros decorados con fotos de la banda y los trofeos. "Mis hijos ya hablan como chilenos. Yo los corrijo para que hablen bien, para que no digan 'cachái' sino 'entiendes'. A mí no se me pegó el acento. Aunque nadie podría confundirme con chileno, la cara no me ayuda", dice sonriendo. Moncada se sienta frente al computador, les sube el volumen a los parlantes y escoge una lista de temas grabados por su grupo. "Los peruanos somos alegres", asegura, relatando las etapas de celebración de un cumpleaños peruano: serenata, siesta, almuerzo, fiesta, jorobete y andavete. De fondo el sonido lánguido de la guitarra de Los Embajadores del Perú y su voz, cantando un vals norteño matizan esa descripción: "Cholo soy y no me compadezcas/ esas con monedas que no valen nada/y que dan los blancos como quien da plata/nosotros los cholos no pedimos nada/pues faltando todo, todo nos alcanza".
LA FAMILIA METIDA EN UNA PANTALLA
Primero vino él, Marco Antonio Amado, en el 2002. Luego vino ella, María Chinchay Manrique, en el 2004. El llegó en avión y cayó en la Plaza de Armas sin saber lo que era una luca. Ella vino por tierra, le pagó 200 dólares a un tránsfuga que la hizo viajar con un carné adulterado desde Arica a Santiago. Quien primero consiguió los papeles de la residencia, eso sí, fue ella.
-Es que para las mujeres resulta más fácil -dice él.
-Es que los hombres no se preocupan de esas cosas -dice ella.
Los Amado, ambos de 46 años, viven con cuatro adultos y tres niños en una casa de calle Mapocho, entre Esperanza y Maipú. Tienen una pieza de techo alto, una cama de plaza y media, un computador de segunda mano que les salió malo, un laptop con cámara que están pagando en cuotas. Tienen un microondas, un refrigerador y una tele pequeña. En las murallas hay un póster de Universidad de Chile y otro de Universitario de Lima. Y en todos los sitios que han quedado disponibles, están las fotos de un montón de niños de diversas edades, en realidad la cronología dispersa de tres niños en particular, tres chicos que viven en Huacho, a dos horas y media de Lima, y que son la razón por la que María y Marco Antonio vinieron a Chile: Marco Antonio hijo, que ya tiene 20, estudia Educación Física; Karumi Yuriko, que tiene 18 y estudia Pedagogía en Inglés, y Jefferson Alfredo, que tiene nueve y, por ahora, es "todo un bribón".
En la habitación de Los Amado hay poco espacio, pero ellos están felices. Hasta hace un mes vivían en una casona con otros 30 inmigrantes. Tenían que turnarse para ocupar alguno de los tres baños, vérselas con vecinos rosqueros, dormirse con el ruido de la juerga y de las intimidades ajenas. "Algo les pasa a los peruanos cuando llegan a Chile, se ponen más liberales, se desordenan", dice ella. "Es la nostalgia", dice él. Como sea, lo de ahora es casi la gloria. Es la casa propia en versión inmigrante.
Alguna vez pensaron en traer a los hijos. Ella quería, él se opuso. Al final ganó él. No tenía sentido traer a los niños a vivir a una pieza, cuando allá en Huacho estaban bien, con los abuelos, estudiando. Quizá alguna vez vengan, de vacaciones, si es que se puede juntar plata. El sueldo de ella, que lleva seis años como nana en la misma casa, se va íntegro a Perú. El de él, que trabaja como aseador en una fábrica de Castaño, sirve para hacer la vida acá. Pagar el arriendo, la comida, la cuenta de internet que les permite chatear un rato con los niños todos los días. Al principio, él no creía que se pudiera conversar, así con cámara, con los niños allá en Perú. Y ahora todos los días un ratito, sacan el laptop de la caja en que lo guardan, se conectan para saber en qué están, para regañarlos de vez en cuando, para verlos crecer.
Ella los vio por última vez, digamos en vivo y en directo, este verano. El no pudo ir, no tenía vacaciones. De hecho, al menor de los Amado recién lo vino a conocer cuando tenía cinco años. "Ese viaje de vuelta a Chile, al trabajo, es lo que más le parte el alma", dice ella. El asiente. Y dice que en uno o dos años, si las cosas andan bien, quizá puedan juntar dinero y volverse a Huacho para estar todos juntos. Tal vez cuando el mayor ya haya egresado y comience a trabajar. Ojalá, pues.
CON EL PARAISO INCA EN LAS MANOS
La última vez que José Uriarte se tomó un día libre fue para Fiestas Patrias. Nuestras Fiestas Patrias, se entiende, en septiembre del año pasado. Haciendo un cálculo al voleo, eso fue hace 300 días. Pero ese ritmo que dejaría a cualquiera al borde del colapso, a él lo tiene satisfecho y se diría que hasta feliz. Uriarte llegó a Santiago desde Cajamarca en septiembre de 1999 y su primer trabajo fue de garzón en el Fogón del Gaucho. Hoy, junto a dos socios chilenos, es dueño de su propio restaurante.
El local en cuestión se llama Paraíso Inca y queda en calle Bellavista, a conveniente distancia de los canales de TV. La jornada de José empieza a mediodía. A esa hora abre y se prepara para recibir a su nutrido contingente de comensales. Cuando el último de ellos se ha ido, a eso de las cuatro, José aprovecha de ir a ver por unas horas a María José, su hija de 10 meses. Luego vuelve al local a las ocho, y permanece ahí hasta medianoche.
Si alguien llega a última hora y quiere comer cuando el chef ya ha partido, es él mismo quien cocina. Si se acabaron los pescados o las verduras, es él quien parte (luego de cerrar el local) al terminal pesquero de Américo Vespucio o a la Feria Lo Valledor. Al final, si todo sale bien, se acuesta como a las seis de la mañana. Y al otro día vuelve a abrir a las 12. Y los domingos y los lunes le toca cocinar, porque el chef tiene día libre.
Uriarte también tuvo sus días de indocumentado. Vino a Chile en plan de vacaciones, pero se quedó trabajando y una vez que se le acabó la visa, se transformó en ilegal. Sólo en 2003 pagó la multa del caso y regularizó sus papeles. Y en el 2005, con su flamante carné de residencia, quiso ir de visita a Cajamarca. Como eran vacaciones, en el viaje se dejó barba. Y a su regreso, al policía de turno en el aeropuerto de Santiago no le hizo juego la foto del carné con el sujeto barbón que tenía al frente.
La cosa es que lo retuvieron. El prejuicio hizo el resto: alguien pensó que traía ovoides con cocaína, así que lo llevaron en un vehículo blindado hasta un hospital, para unos rayos equis. Y cuando no encontraron nada, en el mismo vehículo lo fueron a dejar a su casa, como gran cortesía. Hoy se ríe del episodio. En el momento no le causó gracia.
En Cajamarca, José Uriarte era carpintero. Pero es difícil imaginárselo con clavos y martillo cuando uno lo ha visto fileteando hábilmente una reineta o corrigiendo la sazón de un cebiche. Todo lo que sabe de comida peruana y de administrar un restaurante lo aprendió en Chile, trabajando primero en El Otro Sitio y luego en el Machu Picchu. Mirando, preguntando, metiéndose a la cocina.
En el Machu Picchu entró como garzón y, tras siete años, llegó a ser el administrador. Los clientes lo conocían, se hizo de buenos amigos. Dos fieles parroquianos del local, enfermeros del Hospital del Tórax, le preguntaron cuándo se iba a atrever con un restorán propio. El no lo pensó mucho rato. Hoy esos dos que lo envalentonaron son sus socios en el Paraíso Inca, que se apresta a cumplir un año de vida.
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