¿A qué le llamaremos fascismo?



Hace unos días se inició por Twitter una pelea en la que el pensamiento de un intelectual de la llamada nueva derecha ha sido categorizado, por parte de un profesor de sociología, de fascista.

Llama la atención que la discusión tenga un carácter a la vez público y privado. Las redes sociales son justamente esa bisagra en donde la palabra puede hacerse pública manteniéndose sin embargo en una posición marginal.

Preocupa la gravedad de los ataques y que en vez de darse en la forma de una discusión, se constituyan bandos. Esto, a lo sumo, aporta una manera de desprestigiar el adversario con la habitual idea de que por un lado habría el buenismo y el facilismo, y por el otro el fascismo y el poder discursivo.

Percibir fascismo en un determinado discurso es un asunto grave que implica siempre al menos una doble responsabilidad: la de poder responder de lo que significa el fascismo y la de poder romper el dispositivo discursivo que posibilita dicho fascismo. Pues el problema - la violencia- del fascismo, es que cuando este se instala ya no podemos denunciarlo.

Por Twitter, sin embargo, ninguno de los dos protagonistas de la pelea se ha preocupado de aclarar a qué le llamamos “fascismo”. Al contrario, se habla del fascismo dando por entendido que esto es lo que fue en los años 30 y 40, en Europa, trayendo a colación la idea de tierra cuyo uso ideológico determinado permitió la instalación en la violencia y su ceguera, y la de esencia que, según se asume en esta pelea, constituiría el contenido propiamente fascista de la idea de pueblo.

Sin embargo, por supuesto, no basta (aunque preocupa) con articular un proyecto político alrededor de temas telúricos para ser fascista. Del mismo modo, precisar que se recurre a un concepto no esencialista de pueblo no es una aclaración suficiente para evitar el escollo del fascismo.

Ambas posturas hacen como si el fascismo fuera un asunto fácil, de forma o de substancia – no un asunto político que implica cuestionar lo que hace posible y siempre nueva su emergencia, lo que hace tenaz su instalación, lo que hace que las palabras agarren fuerza y comiencen a mandarnos.

Pues el fascismo no está solo en los discursos que fundamentan ideas, está en el lenguaje, ahí mismo donde no hay espacio para la interpretación, y por ende para nuestro devenir. El fascismo es la paradoja de una exaltación de la fuerza ahí donde en realidad nos volvemos los actores y las actrices de una violencia que ya no somos capaces de parar. Es un estado de la sociedad en la que las palabras mandan, pero no comunican.

Cuando se instala el fascismo, estamos ya desprovistos de armas para detenerlo. El fascismo nos tiene presos. No tenemos tanto dominio discursivo sobre él. Por esto es urgente ubicarlo ahí mismo donde cambia su forma, y esto en nuestra propia fragilidad, como individuos, como sociedad, como sujetos políticos, como sujetos del lenguaje y como lectores y lectoras. Hay que ubicar el fascismo ahí donde puede agarrar fuerza, en el terreno que lo hace posible, en las transformaciones subjetivas a las cuales estamos todos y todas expuestas.

La pelea que ha estallado en Twitter no es fútil, aunque está mal planteada. La situación mundial es la de una crisis social, política y económica que ha quitado la palabra y horizontes de luchas posibles a muchos actores y actrices sociales, a muchos individuos. Esto hace imprescindible hacerse la pregunta por el fascismo que se viene y que desconocemos en sus formas y su potencia. No basta defenderse de ser fascista, o hacer como si supiéramos siempre detectarlo. Hay que responder del fascismo, de una amenaza que habla de una fragilidad profunda y que es la nuestra (¡pueblos sin esencia!).

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