Bullicio y serenidad
Sobregirado. Algo, un poco, en realidad muy poco, se parece la nueva película de Spike Lee, El cielo y el infierno, a la obra maestra de Akira Kurosawa en que se basa y que en Chile se tituló El infierno del odio (1963). Lo que en la película japonesa era contención, desgarro moral y silencio, en la de Lee es arrebato, caos, bullicio, falso heroísmo y disociación. Se entiende. El Japón de los años 60 no tiene nada que ver con la América actual y en un director proclive a la demagogia como Spike Lee eso es un cheque en blanco para el efectismo y la manipulación emocional. El cielo y el infierno trata de un secuestro. La víctima, que en principio iba a ser el hijo de un exitoso productor musical, termina siendo el hijo de un estrecho colaborador suyo. La suma que exigen para el rescate es enorme y el primer dilema que surge para el protagonista es si vale lo mismo la vida de su hijo que la de uno de sus amigos. Después vendrán muchas otras disyuntivas críticas. Lo más deplorable de la adaptación de Spike Lee es transformar a su protagonista, Denzel Washington, un actor normalmente muy profesional, en un superhéroe que se las sabe todas, que es tan diestro en su oficio como persiguiendo al secuestrador en el Metro de Nueva York y que ya viene de vuelta cuando el equipo de policías destacado para resolver el caso recién va. Todo eso es ridículo. La actuación de Washington es lamentable: pocas veces un actor fue obligado a gesticular tanto para convencer tan poco. Así y todo, la cinta se deja ver. Pocas veces emociona, pero también pocas veces aburre. ¿Llegará alguna vez el día en que Spike Lee, cuya mejor película fue La hora 25 (2002), con Edward Norton, sobre el último día en libertad de un vendedor de drogas antes de entrar a la cárcel, decida bajarle las revoluciones y los decibeles a su cine? Para entonces su obra podría comenzar a tomarse más en serio.
Golpe duro. Leyendo una antigua novela de Paul Theroux, Saint Jack (2019), atravesada por el tema de la redención, me encontré con el siguiente párrafo que me dio en los cachos: “Cincuenta años, edad peligrosa... para todo hombre y especialmente para quienes, como yo, tienen tendencia a embarcase en barcos que se están hundiendo. La mediana edad supone todos los temores que siente un hombre cruzando una calle de mucho tráfico…. El hombre de 50 años es el que más tiene que decir, pero nadie quiere escucharlo. Sus temores parecen increíbles, porque son muy nuevos… podría estar inventándolos. Su cuerpo le inquieta; empieza a jugarle malas pasadas, los dientes le previenen, el estómago le riñe, por fin se está quedando calvo. Un grano puede ser un cáncer; la indigestión, un ataque al corazón. Siente una fatiga poco manifiesta; quiere ser joven, pero sabe que debería ser viejo. No es ninguna de las dos cosas y eso le aterra. Todos sus amigos se le parecen, por lo que no puede haber esperanzas de rescate. Tener esa edad y estar tan lejos del comienzo, sin el consuelo de un posible milagro… es mala cosa; mirar hacia adelante y empezar a contar los años vacíos que restan puede muy bien tentarle a uno a cometer un bien llamado crimen, o si no, a rezar. Los afortunados dicen que el éxito es vil y te echa a perder, y solo les escuchan los fracasados, los que conocen la vileza sin la polea del dinero. Entonces se ve claro: el barco se está inundando hasta la borda y el hombre de 50 años nada hasta la costa para encontrarse abandonado en una islita donde no hay rescate, solo distintas formas de derrota”. ¿Qué queda entonces para los que ya somos setentones?
Redford. Hay pocos rostros más entrañables y evocativos que el de Robert Redford de lo que fue el cine estadounidense de las últimas décadas. Desde sus primeras películas, La jauría humana, con Marlon Brando y Angie Dickinson, o Una mujer sin horizontes, con la incomparable Natalie Wood, hasta títulos gloriosos como Los tres días del cóndor, África mía o Havana, Redford fue un ícono de decencia y discreción, de liberalismo y pudor. Su mejor trabajo, sin embargo, el que de verdad lo inscribe en la mejor tradición del cine americano es Nuestros años felices, uno de los tantos títulos en que trabajó bajo las órdenes de Sidney Pollack, esa vez con Barbra Streisand. En esta cinta ella era una chica inagotable y políticamente muy combativa; él, en cambio, un joven hijo de la ventaja que termina neutralizado por las inercias y comodidades de la vida. Justo lo que a él personalmente le horrorizaba. Gran película, gran actuación y también gran canción (The Way We Were).
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