Colón y sus estatuas

Cristóbal Colón

Olaya Sanfuentes es profesora titular de la UC. Instituto de Historia.

Este 12 de octubre volvemos a recordar un evento primordial de la historia de Occidente. Lo llamábamos el “descubrimiento de América”, después algunos propusieron hablar del “encuentro” entre dos mundos. Ninguno de los dos términos da cuenta de lo que realmente ocurrió aquel día de 1492. Cristóbal Colón no descubrió América en aquel entonces, porque esta masa de tierra ya había sido descubierta por otros que habían llegado antes que él. Me refiero a los indígenas que ya poblaban estos territorios y a algunos otros -vikingos, irlandeses, inclusos chinos- que podrían haber llegado con anterioridad. A esto hay que agregarle que el genovés no se dio cuenta o no quiso darse cuenta de que esta inmensa masa de tierra era un continente nuevo y no el tan anhelado Oriente al que quería y debía llegar. Tampoco hubo un encuentro propiamente tal, porque la palabra encuentro no se condice con la violencia de los acontecimientos que ocurrieron a partir de entonces y que terminó con una parte importante de las poblaciones originarias. No obstante lo anterior, conmemoramos este día porque fue con Cristóbal Colón que América inauguró su aparición en la historia de Occidente. Y eso no es menor. Más de quinientos años después, su figura sigue siendo controversial.

En estos tiempos de derribamientos de estatuas y de políticas de cancelación quiero, humildemente, aportar a la discusión manifestando mi oposición a las destrucciones violentas de las esculturas y a las prácticas de linchamiento mediático, dando algunas ideas constructivas para mirar al futuro. El pasado está manifestándose en forma aguda en nuestras preocupaciones del presente y considero que las soluciones inminentes e inmediatas que están detrás de la destrucción de estatuas o los decretos oficiales para la erección de otras nuevas, se contraponen a la importancia de pensar el pasado en forma profunda y con competencias adecuadas. El pasado incómodo y las afecciones agudas de una memoria dolorosa se combaten con ideas y con diálogo ciudadano; en otras palabras, con educación histórica y educación cívica. Me referiré solamente a las esculturas de Colón porque considero que las esculturas -un homenaje en el espacio público-constituyen un conjunto muy diverso y complejo que no debe ser generalizado. Pienso, asimismo, que ciertas esculturas faltan al respeto a algunos grupos y fallan en su reconocimiento y, por tanto, debieran ser objeto de discusión dialogante y democrática respecto de su permanencia en el espacio público.

¿Por qué una sólida educación histórica y una adecuada educación cívica nos permitirían, entre otros beneficios, tener una relación más sana con los monumentos del espacio público? En primer lugar, la historia nos permite entender los contextos en los que se produjeron los eventos conmemorados y los entornos en los cuales se decidió erigir un monumento para homenajear. En este sentido, como argumenta la historiadora norteamericana Michelle Bogart, el monumento es la encarnación y la visibilización de unos procesos multifactoriales en los cuales estuvieron involucrados varios actores que lucharon y consensuaron sus ideas. El conocer entornos y contextos no solo nos permitiría comprender el pasado, sino también mantenernos entrenados en una actitud curiosa y ávida de conocimiento, que es la antítesis del desconocimiento y la anulación. En el caso de Cristóbal Colón, muchas de sus esculturas fueron erigidas en Hispanoamérica varios siglos después de los eventos conmemorados y en el contexto del surgimiento de un nuevo hispanismo entre las élites intelectuales del siglo XX.

En segundo lugar, pienso que la educación histórica ayuda a no moralizar problemas complejos y a no utilizar la moral del presente para aplicarla al pasado. Muchos de los logros de la modernidad, como el reconocimiento de los derechos humanos, por ejemplo, son más bien tardíos en el gran cuadro de la historia. En el caso de Colón, no tiene mucho sentido aplicar nuestras regulaciones y normas morales a una época en que no existían.

En tercer lugar, una educación histórica nos muestra las múltiples formas que han existido en el tiempo para solucionar problemas, enfrentar adversidades y crear mundos diversos, por lo que una educación histórica nos aleja de las posturas maniqueas y binarias que dividen al mundo en buenos y malos, en éxitos y fracasos. Estas son formas bastante básicas de entender la naturaleza humana.

En cuarto lugar, considero que la historia provee de un campo amplio y propicio para comprender los problemas del presente. Revisar el pasado desde los problemas del presente no es anular el pasado, como argumentan algunos, sino que da cuenta del dinamismo de nuestra esencia humana que ha sido, es y se desenvuelve en la dimensión temporal. La humanidad es en el tiempo. Esto me lleva a incluir, entonces, a una quinta razón para abogar por una buena educación histórica: la historia nos permite pensar en el futuro. Y si queremos pensar en el espacio público del futuro, los ciudadanos formados en la historia y en educación cívica debieran ser parte de los procesos de conmemoraciones, homenajes, monumentalizaciones y patrimonialización. Estos procesos nos pertenecen a todos y es sano para la democracia que así sea. Un discurso autorizado -del patrimonio, como argumenta la experta en patrimonio Laurajane Smith- debe ser reemplazado por una autoridad compartida entre todos aquellos que participan en el proceso de discusión democrática respecto a qué celebrar y qué considerar representativo de las diversas comunidades.

Para que estas propuestas de enriquecimiento del pensamiento histórico puedan materializarse, muchas son las instituciones y los actores que deben hacer cambios. Los historiadores y todos aquellos que trabajan temas de historia, memoria y educación cívica, no podemos restarnos de esta responsabilidad y debemos estar atentos y atentas a relevar temas de urgencia social, ser críticos frente al mercado simbólico que se impone desde el poder, participar en los procesos de patrimonialización y colaborar en la educación de ciudadanos con competencias y habilidades que la disciplina histórica proporciona. Nuestro quehacer alcanza su sentido esencial y completo cuando atiende a su dimensión de servicio a la sociedad que nos acoge.

Con mayor educación cívica e histórica, probablemente no estaríamos discutiendo si la escultura de Cristóbal Colón debe seguir o no en el espacio público, sino que estaríamos relevando e intentando solucionar los problemas que la escultura de Colón pone de manifiesto cuando algunos quieren destruirla. Me refiero a la desigualdad y a la invisibilización de grupos que, como nuestros pueblos indígenas, han estado tradicionalmente excluidos y silenciados. Con mayor educación cívica e histórica, probablemente podríamos dialogar creativamente en la búsqueda de alternativas ahí donde la escultura gatilla las emociones de una memoria herida y donde la convivencia con la simbolización de un pasado traumático dificulta el desarrollarse plenamente como persona. No puedo imaginarme qué se siente ser bisnieto de un esclavo estadounidense frente a la escultura de un esclavista que se impone en su trayectoria cotidiana y que está enalteciendo su figuración en la historia. Los personajes de la historia no deben idealizarse y tampoco creo debamos eternizar la importancia de algunos procesos. La historia está para ir revisándose según las necesidades del presente y con miras a un futuro donde podamos sentirnos que todos formamos parte.

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