Columna de Claudio Vergara: Festival de Viña x 18, el glamour y la cloaca

Miguel Bosé durante la primera noche de la 59 versión del Festival de la Canción de Viña del Mar 2018, recibe el premio Artista Icono del Festival. FOTO: RODRIGO SAENZ/AGENCIAUNO


Hay periodistas que acumulan guerras. Hay otros que acreditan mundiales de fútbol. Están los que coleccionan elecciones presidenciales. Yo cuento festivales de Viña: 18 veranos viajando a cubrir el espectáculo más vibrante y aspiracional de Chile. Casi todos los de este siglo.

Fui por primera vez en 2002, cuando la concha acústica propia de un mundo ochentero había sido reemplazada por un anfiteatro de inspiración europea y el animador todavía era Antonio Vodanovic, y por última en 2020, cuando un grupo de manifestantes pulverizó con fuego el frontis de otro símbolo del viejo orden festivalero, el Hotel O’Higgins, mientras que los presentadores ya eran María Luisa Godoy y Martín Cárcamo.

En medio, sentado demasiadas noches en algún rincón de la Quinta Vergara, vi alguna vez como Ricardo Meruane naufragaba en lo más cercano al infierno sobre esta Tierra: quince mil personas sepultándote en pifias. Un canto al morbo y la vergüenza ajena.

O como el penoso dúo colombiano de reggaetón Yandar & Yostin aparecía al filo del desayuno, cerca de las cuatro de la madrugada, para cantar tres veces su único “hit” (Te pintaron pajaritos) en un recinto casi vacío, con más personal del aseo barriendo cucuruchos de papas fritas y bolsas de churros que gente en el público. O también como Miguel Bosé miraba estupefacto un collage que le dieron como premio y que de lejos semejaba esas tareas escolares hechas con papel lustre y cola fría. Simplemente no lo podías creer.

Pero también vi lo otro. A Tom Jones rugiendo colosal ante espectadores flechados con su vigor. A Sting con ropaje orquestal despachando una cátedra de distinción escénica. A Kramer desenfundando como vaquero de gatillo veloz una cincuentena de personajes en poco más de una hora. O a Elton John aporreando su piano como siempre, pero esta vez sentado frente al mar.

Viña no tiene términos medios. Es el limbo entre la vida eterna y la guillotina, el patetismo y la magnificencia, el glamour y la cloaca. Lo que ahí sucede no lo encuentras en ningún festival del mundo, es irrepetible. Incluso bajo las luces.

En 2005, mientras las figuras de la TV sonreían tonificadas en la alfombra roja, una alerta se prendió en el mismo hotel O’Higgins por la presencia de cucarachas nadando en las sopas de sus huéspedes. En 2012, mientras Luis Miguel exigía para su camarín 200 botellas de agua de Fidji, en el área de prensa los reporteros se peleaban un par de trozos de pizzas recalentadas para tolerar la noche.

Quizás todo eso es un retrato de nuestras propias vidas erráticas, por eso captura el interés nacional, por eso opinamos de él como si fuera un trozo medular de nuestro destino, por eso se hincha como una burbuja de seis días donde casi nada más importa.

Ahora nuevamente estamos a las puertas de ese trance único. Será mi Viña número 19. Nunca imaginé llegar a tantos.

Por Claudio Vergara, editor de Culto.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.