Columna de Diana Aurenque: ¿Por qué permanecer en la ciudad?



En Porqué nos quedamos en la provincia, Heidegger justificaba su rechazo a aceptar una cátedra en Berlín, a la vez que proponía una romantizada y cuestionable relación entre filosofía y tierra. Hoy, no hay que estar de acuerdo con él para reconocer que las grandes ciudades han perdido atractivo. Pero, antes de emigrar a provincia, quizás sea razonable preguntarnos por qué permanecer en la ciudad, y no solo por el aumento de los delitos e inseguridad; baste recordar también los altos costos de vida, tiempos de desplazamiento, falta de áreas verdes, etc. ¿Por qué seguir en la ciudad?

Por mucho tiempo, la ciudad fue el lugar paradigmático para el desarrollo del empleo y el comercio; epicentro de una amplia gama de servicios (agua potable, luz, transporte, etc.). Pero, además, era también donde el individuo podía desarrollarse más libremente, optar por formas de vida distintas de las ligadas al origen: estudiar, aprender un oficio o una profesión, contar con posibilidades de desarrollo cultural, científico, artístico... Para Aristóteles, por ejemplo, la polis (ciudad-Estado) era precisamente el lugar donde el ser humano podía desarrollar su posibilidad más propia, a saber, aquella capacidad racional que se nutre de diálogos y reflexiones, que argumenta con otros y se cuestiona sobre los grandes asuntos humanos (y no solo humanos). Es en la ciudad donde surgen academias, bibliotecas, museos y todos esos espacios “civilizados”, es decir, extranaturales.

Aristóteles erraba al pensar que la posibilidad de plenitud excluía a extranjeros, mujeres o niños, o que solo se identificaría con la vida citadina. Con todo, parece aún correcto algo que observó: en ella desarrollamos una capacidad especial.

Para sostener el ajetreo urbano es imprescindible contar con condiciones materiales; con microdosis de naturaleza: un poco de mar, río, montaña, bosque o campo durante las vacaciones, pero también árboles, plantas, animales y otros accesos cotidianos a tierra sin cemento. Pero también debemos desplegar habilidades discursivas. Reencantarnos con la ciudad no pasa solamente por redefinir su arquitectura y diseño en formas más ecológicas y sostenibles; se trata también de recordar el verdadero impacto que tienen en nuestras vidas; redescubrir su valor político en tiempos donde la convivencia social se halla en crisis. La ciudad no es importante solo por ofrecer servicios y bienes de consumo, sino porque constituye un espacio de encuentro e intercambio entre culturas, identidades y credos diversos. Así, la tarea no solo es recuperar las urbes y los espacios públicos como sitios seguros, sin crimen o delincuencia, sino también del olvido de su más genuina característica: ser lugares de pluralidad y libertad; donde convivimos con otros, sin homologarnos y respetando nuestras diferencias. Un espacio político real (lejos de Twitter), una plaza pública que exige poder dialogar cara a cara y ver esos rostros que ríen, lloran o callan. Para no desaprender eso, quizás nos convenga permanecer más -ojalá mejor- en la ciudad.

Por Diana Aurenque, filósofa Universidad de Santiago de Chile

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