Columna de Diana Aurenque: Una Constitución sabrosa

Francia Márquez, la primera vicepresidenta afrocolombiana que gobierna junto a Gustavo Petro, promulgó con éxito su campaña bajo el eslogan “vivir sabroso”. Con la fórmula, Márquez no solo amplía la comprensión del buen vivir vinculado con mayores ingresos, asegurar derechos sociales o combatir la inequidad, sino que logra algo inédito: superar lógicas maniqueas y moralistas.
Porque “vivir sabroso” alude a una aspiración distinta del que se puede garantizar incorporando condiciones mínimas de subsistencia; “vivir sabroso” incluye al placer, al goce que el ser humano requiere sentir para vivir bien; un goce que, para los seres sociales, animales especiales que somos, no se identifica con satisfacer los requerimientos del cuerpo biológico, ni tampoco sus impulsos hedonistas, sino que envuelve también cuestiones de tipo especulativo e incluso colectivo -disfrutar de los ritos y las tradiciones, de la naturaleza, de la cultura y el arte, de leer, aprender y relacionarnos, etc. Vivir “sabroso” no es “mejor” ni “bueno” -y no hacerlo tampoco es “malo” o “peor”.
Adjetivar el vivir desde un sentido altamente integrativo y, a la vez, subjetivo, como lo es el gusto -lejos de la moral y sus divisiones blanco y negro-, es brillante: ella elude la sospecha de “superioridad moral” por un lado; y se transforma en un ideal universalista y abierto a todos/as, por el otro. En efecto, convoca sin distinguir, sin proclamar entre más o menos merecedores; ni monopolizando la “sabrosura” a ciertos estilos de vida y/o preferencias. Del mismo modo, rehúye posicionarse a sí misma como “buena” o “mejor”, evitando así la crítica que tan ligeramente se embiste cuando alguien defiende sus valores por sobre otros -como si tener preferencias morales en política sea un pecado y nos haga a todos, al declararlas, supremacistas morales.
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Hay algo extraordinario en desmoralizar la política y resituarla al lado del placer. Porque trasciende la idea -que sí es supremacista- de que hay placeres “inferiores” y “superiores”, como el acuñado por J.S Mill -quien afirmó, no ajeno a polémica, que “es mejor ser un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho” o que es “mejor ser Sócrates insatisfecho, que un tonto satisfecho”.
Vincular una opción política con lo sabroso escapa además de moralizaciones emocionales “buenistas”; como aquellas que hoy vemos en las campañas del próximo plebiscito, y donde cada opción, sea por el Apruebo o el Rechazo, se autoestiliza mejor desde el “amor” y contra el “odio”. Con el acento en lo sabroso se genera bajo un mismo paraguas un espacio de protección, un techo, para que cada cual sazone su vida como mejor estime, considerando a su entorno y a los otros.
¿Qué tal entonces si suplimos el buenísimo que nos divide por un placer que nos una? ¿Si nos preguntamos cuál es más sabrosa -la Propuesta constitucional o la Constitución del 80? Ahí cada cual ha de oír su propia voz. Pero, si en la diversidad está el gusto como nos decimos en secreto a veces, entonces la respuesta es obvia.
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