Columna de Franco Basso: Deterioro cognitivo y accidentalidad
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), los siniestros viales son un problema prioritario de salud pública, representando la principal causa de muerte entre los jóvenes. Aproximadamente 1,3 millones de personas mueren anualmente debido a los siniestros viales, mientras que entre 20 y 50 millones de personas resultan heridas. Además, estos accidentes conllevan un alto costo monetario, representando alrededor del 3% del PIB de la mayoría de los países del mundo (Organización Mundial de la Salud, 2022).
Estudios internacionales han mostrado que entre un 70% y 80% de los accidentes se deben a errores humanos (Thomas et al., 2013). Por lo tanto, las políticas públicas en las últimas décadas han buscado mitigar los factores o condiciones que pueden tener una correlación positiva con el riesgo de que un conductor cometa errores al volante. De este modo, por ejemplo, la ley Emilia promulgada el año 2014 endureció de forma severa las sanciones a quienes manejen en estado de ebriedad y provoquen un siniestro vial. Esto bajo la premisa, ampliamente soportada por la literatura científica, que el riesgo de tener un accidente aumenta significativamente cuando el conductor consume alcohol.
En la misma línea, el proyecto de ley denominado Jacinta (por la menor que murió tras un atropello protagonizado por un adulto mayor) busca modificar las exigencias para obtener o renovar la licencia de conducir para las personas que padezcan alguna enfermedad o alteración que pueda considerarse invalidante y para las personas de 65 años o más. En particular, se busca que estos grupos de personas presenten documentos médicos que den cuenta una capacidad física y motora acorde con la compleja tarea de la conducción.
El envejecimiento, en sí mismo, no implica necesariamente un deterioro en la conducción ni un aumento en el riesgo de accidentes. No obstante, enfermedades como el deterioro cognitivo y la demencia son más comunes a medida que avanza la edad y pueden influir en una conducción deficiente y un aumento en el riesgo de colisiones (Wagner y Nef, 2011). Además, la ingesta de una mayor cantidad de medicamentos ha mostrado tener un impacto en el riesgo de accidentes (McGwin et al., 2000).
Por lo tanto, al igual que se hace con el alcohol, es razonable prestar atención a los conductores que presenten enfermedades que puedan afectar su capacidad de conducción. Sin embargo, en Chile, actualmente este proceso solo se realiza a través de la entrevista médica cuyas respuestas por parte del interesado no pueden ser validadas con exámenes, lo que en la práctica, la vuelve inútil. Por el contrario, en países como Suiza los conductores de mayor edad son sometidos a evaluaciones médicas periódicas, usualmente por su médico de cabecera, con el fin de asegurar que ninguna condición médica afecte sus habilidades al volante.
En suma, la necesidad de avanzar en leyes que reduzcan los factores de riesgo al conducir es innegable. Sin embargo, esto debe fundamentarse en criterios objetivos basados en evidencia científica, como exámenes médicos o pruebas de conducción, cuidando siempre de respetar la dignidad de la persona y evitando incurrir en discriminaciones arbitrarias.
Por Franco Basso, académico de la Escuela de Ingeniería Industrial
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso
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