Columna de Héctor Soto: Nacionalidades

Jorge Luis Borges


El avispero. Seguramente el mundo no tenía idea de las dimensiones del avispero que revolverían los nacionalismos en el siglo XIX. En principio, nada puede ser más sano que los pueblos se reconozcan en una identidad común y se sientan parte de un todo mayor. El asunto comienza a ser algo más problemático cuando el nacionalismo se transforma en ideología y reivindica supuestas superioridades de orden étnico, religioso o cultural. En La revolución rusa (Taurus, 2021), el historiador Orlando Figes plantea que a medida que esos desafueros se salieron de control empezó la verdadera cuenta regresiva del zarismo. Y que, por más que Lenin tenía absoluta conciencia de la complejidad del fenómeno de las nacionalidades, el régimen soviético nunca logró resolverlo satisfactoriamente. Eso, entre varios otros factores, terminó precipitando el colapso de la Unión Soviética. Cuando el socialismo se la jugó a favor de las causas nacionales para imponerse sobre el antiguo régimen, en realidad estaba firmando también la sentencia que con el tiempo iba a significar su extinción. El nacionalismo se instala mucho antes en la conciencia, en las ideas, en la cultura, en las novelas, que en la calle o en los campos de batalla. Claro que los cañonazos lo apuran, como les consta a los ucranianos por estos días. Es una vieja historia: España, por ejemplo, no fue realmente España sino hasta el momento en que rechazó con vehemencia a “Pepe Botella”, el usurpador que Napoleón instaló en Madrid, y la conciencia de imperio en el caso de Rusia también se templó con la invasión napoleónica. Hasta ese momento la corte rusa hablaba básicamente francés, que pasó a ser la lengua del enemigo.

Joaquín Edwards Bello

Nación y novela. Es mucho lo que la conciencia de nación le debe a los grandes novelistas del siglo XIX. Como se ha dicho una y otra vez, Inglaterra no sería la que es posiblemente sin Dickens, Francia sin Balzac, España sin Galdós y Rusia sin Dostoyevski o Tolstoi. Nosotros los chilenos tampoco lo seríamos tal vez sin autores como Blest Gana en el siglo XIX o sin Joaquín Edwards Bello en el siglo pasado, cronista fuera de serie, novelista importante y autor de ese libro indispensable que es El roto. Fue una novela que recuperó una dimensión de Chile hasta entonces ausente en nuestras letras, la más sufrida y miserable. Mariano Latorre creía que como prototipo del roto era un accidente en nuestra historia. Para él lo permanente era el huaso. ¿Dónde estarán los huasos ahora? ¿Sólo en los clubes de rodeo?

¿Por la patria? La relación entre literatura y nación está lejos de ser pacífica. El hecho de escribir contra su patria no hizo menos inglés a Lord Byron ni menos austriaco a Thomas Bernhard. Hay además otro problema, que fue el que se plantearon a fines de los años 30 los jurados argentinos, cuando distinguieron con el Premio Nacional de Literatura a Eduardo Acevedo, autor de novelas rurales, y no a Borges, que lo merecía sobradamente por talento y calidad (vino a obtenerlo 15 años después, solo cuando cayó el peronismo). En su momento esa injusticia generó un gran escándalo- Pero es un dilema que se había planteado muchas veces antes en el mundo de las letras y que volvería a plantearse también después. ¿Un escritor debe ponerse el traje nacional para calificar? ¿Un escritor argentino debe tratar solo temas argentinos? Los jurados de entonces pensaron que sí y vetaron a Borges. Según ellos, primero estaba el país. Borges diría después: “Idolatrar a un adefesio porque es autóctono, dormir por la patria o agradecer el tedio cuando es elaboración nacional me parece un absurdo”. Por lo demás, el desarraigo no tiene por qué estar reñido con la buena literatura: caso de Kafka, caso también de Bolaño.

Clint Eastwood.

Otra duda. ¿Cuál es el Balzac, el Dickens o el Dostoievsky de la historia del cine? Difícil decirlo. La pregunta quizás no aplica. Cuando el séptimo arte apareció a fines del siglo XIX, la conciencia nacional de la mayoría de los países naciones ya estaba formada. Lo que no obsta a que realizadores como John Ford, por ejemplo, puedan ser considerados los verdaderos rapsodas o historiadores de los Estados Unidos. También se podría decir que, en nuestros días, nadie ha procesado mejor que Clint Eastwood el potencial dramático y moral del legado histórico, cultural y fílmico del cine clásico.

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