Columna de Hellmut Lagos: Oppenheimer, la Bomba Atómica y el largo camino al desarme nuclear



Ahora me convierto en la Muerte, el destructor de mundos”, le señaló Krishna a Arjuna, el príncipe guerrero que se enfrentaba a la difícil elección entre cumplir con su deber, eliminando a su propia familia, o perdonarle la vida dejando de lado su obligación. La escena corresponde a un texto sagrado del hinduismo, el Bhagavad Gita, que fue recordado por Robert Oppenheimer después del primer ensayo nuclear en Nuevo México, el 16 de julio de 1945. La cita grafica los sentimientos contradictorios del científico a cargo del Proyecto Manhattan, que por un lado era capaz de imaginar los impresionantes poderes de destrucción que habían sido liberados, pero que entendía que era un riesgo necesario en el contexto de los esfuerzos de los aliados para derrotar al régimen nacionalsocialista y sus aliados del Eje.

Es probable que la película recién estrenada en nuestro país confirme que Oppenheimer fue una figura compleja y atormentada, un genio de la física que optó por la decisión que le pareció más responsable en aquella disyuntiva histórica, liderando el proyecto que desarrolló las primeras armas nucleares.

A pocas semanas de ese primer ensayo nuclear exitoso, se inauguró la era atómica con los bombardeos nucleares de Hiroshima y Nagasaki. Según la historiografía tradicional, cuestionada por autores revisionistas, esos ataques atómicos resultaron determinantes para alcanzar la anhelada rendición del Japón. Desde ese momento no se han utilizado nuevamente armas nucleares durante conflictos bélicos, pero se han empleado durante los múltiples ensayos nucleares realizados por las potencias nucleares, con consecuencias devastadoras para la población afectada y para el medio ambiente.

Durante la Guerra Fría, generaciones completas vivieron la angustia del temor de un posible enfrentamiento nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética. La crisis de los misiles soviéticos en Cuba amenazó con provocar el inicio de las hostilidades y trajo el conflicto directamente a nuestra región, generando una profunda preocupación en los gobiernos y la población. En ese contexto surgió la iniciativa, liderada por México, de negociar un tratado para la proscripción de las armas nucleares en América Latina y el Caribe, el Tratado de Tlatelolco, que estableció la primera zona poblada absolutamente libre de esta categoría de armas.

Este instrumento jurídico internacional contribuyó a crear conciencia global sobre la necesidad de abordar las amenazas nucleares, y constituye un precursor de la posterior negociación del Tratado de No Proliferación Nuclear que es reconocido universalmente como la piedra angular del régimen de no proliferación nuclear. Aunque ha recibido críticas por su naturaleza discriminatoria, es innegable que este instrumento ha sido muy exitoso en prevenir y limitar la proliferación de armas nucleares entre otros estados.

Durante los años 70 y 80, surgieron diversos movimientos pacifistas desde la sociedad civil, exigiendo a sus autoridades renunciar a las armas nucleares, mientras que los gobiernos se mantenían, en su mayoría, alineados en sus respectivas esferas del mundo bipolar. Al término de la guerra fría, las dos principales potencias nucleares alcanzaron acuerdos históricos de reducción de sus arsenales nucleares e incluso declararon de manera conjunta que “Una guerra nuclear no puede ser ganada y nunca deberá librarse”.

Sin embargo, estas disminuciones de armamentos y la transformación de los equilibrios de poder no se han traducido en una reducción de los riesgos. Por el contrario, la creciente frustración por la falta de avance en materia de desarme nuclear, y la nueva conciencia ciudadana sobre las consecuencias catastróficas de cualquier detonación, para las personas y para el medio ambiente, catalizaron una movilización sin precedentes de científicos, académicos, activistas y gobiernos que comparten este enfoque humanitario. El resultado fue un proceso multilateral que concluyó con la negociación de un nuevo instrumento, el Tratado para la Prohibición de las Armas Nucleares, bajo la presidencia de Costa Rica. Aunque cuestionado por la ausencia de los estados poseedores, el valor agregado de este nuevo instrumento es innegable, al establecer claramente la incompatibilidad del uso de armas nucleares con el Derecho Internacional, además de sus disposiciones sobre reparación medioambiental, entre otras innovaciones.

La entrada en vigor de este tratado constituye un logro importante, pero no representa un fin en sí mismo, sino que un paso más en los esfuerzos internacionales encaminados a alcanzar un mundo libre de la amenaza nuclear. Es imprescindible reconocer con precisión los riesgos y amenazas existentes. En ese sentido, la situación actual puede ser calificada como extremadamente preocupante. La guerra en Ucrania y los ruidos de sables nucleares nos han confirmado la persistencia del valor estratégico de las armas nucleares en las doctrinas de defensa de las principales potencias. La amenaza sigue viva y debe ser enfrentada con determinación, realismo, creatividad y con los aportes colaborativos de los estados y la sociedad civil, de manera que los poéticos textos del Bhagavad Gita sirvan como una advertencia y no como una visión profética de nuestra noche más luminosa y a la vez más oscura.

Por Hellmut Lagos Koller, diplomático de carrera especializado en diplomacia multilateral y desarme humanitario.

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