Columna de Josefina Araos: Encontrarse en la certidumbre



Dar certezas. Hace un tiempo que en eso se juega la política: quienes logran encarnar convincentemente esa difícil promesa son los que triunfan en las urnas. Es evidente que el estado de ánimo del país se ha vuelto cambiante, pero más que la gente pase repentinamente de un lado a otro del espectro político, su movimiento se debe a quién le garantiza certezas. El problema es que los dirigentes políticos no logran tomar conciencia de que esa es la razón de su éxito, y creen que se trata de identificaciones ideológicas, aunque inestables. Así, en lugar de dar continuidad a esa certidumbre, construyendo adhesiones de largo plazo, permanecen simplemente a la espera de circunstancias más favorables, cuando les toque de nuevo entrar al baile. Mientras tanto, aprietan los dientes y se mantienen fieles a las bases duras, pues ya pronto se recupera el poder. ¿Qué importa ser gobierno de minoría si tengo mi tercio? Durará poco, pero tarde o temprano regresará “la ola”.

Como la fractura entre política y ciudadanía es un dato de la causa, la primera parece haberse resignado a ello y se conforma con poco. Disfrutar del poder por el ratito que toque, hablándole a los suyos, deteriorando los lazos con sus adversarios, y traicionando a las grandes mayorías que les dieron sus precarios triunfos. Esta ha sido la dinámica de nuestra política en la última década, y de la que nadie sabe muy bien cómo escapar. Por eso en parte cuesta tanto que alguno -sea mayoría o minoría- esté dispuesto a ceder. ¿Para qué? Si se ignora por qué se gana o se pierde, pero es claro que después de que el otro fracase vendrá de vuelta el poder, más vale tensionar las diferencias y arrinconarse en los propios nichos. Ni un centímetro al que está del otro lado. Así, no hay manera de asegurar certidumbre. Y entre tanto, las personas esperan, decepcionadas, agobiadas, cansadas. ¿Cuándo se termina esto?

Esta es la pregunta que empieza a instalarse respecto del proceso constitucional (más que el apego o no al texto propuesto) y, con ella, aparecen los liderazgos que, identificados con la opción “En contra”, prometen darle rápida respuesta: que se vayan todos. Si todos son lo mismo y a ninguno preocupa la vida de la gente, llaman a un voto de castigo que ponga fin al show y permita centrarse en lo importante. Eso parecen decir los que aspiran a capitalizar el triunfo de un nuevo rechazo en el plebiscito del 17 de diciembre. Porque los ganadores no serán ni los que esperan súbitamente un acuerdo transversal, ni los que buscan encontrar un momento más propicio para retomar la agenda constituyente, sino quienes quieren denunciar ese esfuerzo como una farsa. El engaño de una cocina que habría convencido a la gente de resolver sus problemas con un instrumento inútil, y sobre el cual nunca se puso de acuerdo. Los portavoces de ese discurso se mofan de izquierda y derecha, e incluso de aquellos que, tildados por otros adversarios de “extremos” y “ultraconservadores”, se describen como rendidos por apoyar la cláusula de un Estado social o dialogar con el que está al frente. Son esos portavoces los que se fortalecen si fracasa el proceso, porque a cuatro años del acuerdo que le dio inicio, lo que está en juego no es apenas aprobar un texto de uno u otro sector, sino mostrar que la política funciona, que estabiliza, que ordena, protege y cuida. Que da resultados. Algunos esperan probar lo contrario, y rentar de ese fracaso.

A la disputa respecto del texto le subyace entonces una lucha mayor: aquella entre quienes creen posible reivindicar aún la eficacia y sentido de nuestra institucionalidad, y los que buscan denunciarla por completo, por corrupta e inútil. Advertir esto tal vez puede disponer a alianzas y acuerdos entre grupos que se consideran en lados opuestos, abriendo un campo de consenso para ofrecer la certidumbre que la ciudadanía pide con tanta insistencia.

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