Columna de María Jaraquemada: Pesos y contrapesos



Por María Jaraquemada, directora ejecutiva de Chile Transparente

Preocupación, alertas y hasta señales de no contener más la política irresponsable de los retiros ha causado el fin del Senado como lo conocemos en el borrador de la nueva Constitución. Sin duda, para quienes llevamos toda la vida en democracia, con un bicameralismo simétrico, nos causa algo de alarma cómo esto podrá afectar la gobernabilidad y un sistema de pesos y contrapesos en un régimen presidencialista, con partidos políticos débiles y una fragmentación política en ascenso.

Sin embargo, si uno consulta en la ciudadanía, probablemente la profunda crisis de confianza en las instituciones políticas llevaría a un mayoritario “que se vayan todos”. Sin duda, esto no puede ser una razón válida para eliminar alguna cámara o modificar nuestro sistema político, pero sí para repensar el diseño de nuestra institucionalidad legislativa y representativa.

Es claro que el Congreso cumple un importante rol de contrapeso al Ejecutivo. En un sistema extremadamente presidencialista se ha visto que, sin mayoría en ambas cámaras, se requiere de su colaboración para poder implementar y llevar adelante una agenda presidencial. Ahora que se avanzaría hacia un sistema de bicameralidad asimétrica -o de unicameralismo disfrazado, señalan algunos-, no se ha dejado de relevar el importante rol de pesos y contrapesos que juegan las distintas instituciones y poderes en nuestra democracia. Sin embargo, poco se ha hablado de la importancia de estos mismos controles internos y externos dentro del propio Poder Legislativo.

Diversas normas relacionadas con la integridad, transparencia, participación pública y rendición de cuentas no aplican de la misma forma al Congreso. No cuenta con una entidad interna con la suficiente fuerza para hacer un control potente y no hay entidad externa que haga el símil de la Contraloría para el Parlamento. Así, hemos visto ocasiones en que no se cumplen las propias normativas internas con sanciones más bien simbólicas, una deficiente aplicación de las normas relativas a transparencia y acceso a la información pública y qué decir de las normas de integridad, donde no hay entidad que vele y fiscalice su aplicación, con bullados casos de conflictos de interés e incluso de cohecho en los últimos años, con parlamentarios que ni siquiera tienen obligación de dedicación exclusiva. Para qué decir la participación pública que brilla por su ausencia y la casi nula evaluación de las regulaciones que aprueba.

Lo anterior es urgente de avanzar en aras de contar con instituciones propias del siglo XXI, donde las personas realmente sientan que se ejerce la función pública en su nombre y mandato, y no que se legisla por sus propios intereses, como pareciera ser el caso ya del enésimo retiro de fondos provisionales que se discute, a pesar de que es más que sabido que es una pésima política pública. Es clave que la ciudadanía le tenga algo más de un 10% de confianza a sus representantes y pueda canalizar sus demandas y anhelos de forma adecuada, así como ejercer el necesario control civil sobre estos.

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