Columna de Oscar Contardo: La vitalidad del pinochetismo

Lucía Hiriart falleció el jueves a los 99 años.


Pase lo que pase, la certeza es una: el pinochetismo sigue vivo y presente. Nunca se fue. En algunos períodos parecía que sí, pero no; permanecía como lo hacen ciertos virus, agazapados en una aparente intrascendencia y disimulados por los cánticos de una nueva derecha que se presentaba moderna, en vocerías que anunciaban su compromiso con las nuevas causas y su consternación por los horrores cometidos por la dictadura. Nosotros somos otra cosa, repetían los nuevos cuadros de un liberalismo que aspiraba a codearse con modelos como el de Macron en Francia, y presentarse como críticos de todo autoritarismo, repudiando con vehemencia la catástrofe venezolana y apoyando con energía a la disidencia cubana asfixiada por la Revolución. Reclamos, por lo demás, muy justos, pero que, por una razón también muy palmaria, no resultaban del todo sinceros: en Chile aún existe una deuda de justicia por los crímenes cometidos por el régimen de Pinochet. A los delitos como secuestro, tortura y desaparición habría que sumarles los económicos -los fraudes de Cema Chile, como botón de muestra-, además de los datos cada vez más contundentes del tráfico de niños pobres al extranjero. Todo eso ocurrió durante los 17 años de dictadura. Lo que ha abundado en Chile, sin embargo, ha sido la impunidad.

Durante la proclamación de Sebastián Piñera como candidato durante la última elección, Piñera habló de recuperar el sentido de la autoridad que él juzgaba extraviado. En ese marco, el “sentido de autoridad” consistía en hablar golpeado y enviar policías y militares a resolver conflictos, ya fuera a las aulas de clases o a La Araucanía. Daba lo mismo la complejidad de la crisis, en la perspectiva de ese particular “sentido de autoridad”, la solución podía ser, incluso, declarar la guerra si era necesario. La letra con sangre entra.

El silencio de la derecha frente a los informes internacionales sobre las violaciones a los derechos humanos cometidos por agentes del Estado durante las jornadas de revueltas de 2019 fue evidente. Rápidamente apareció el recurso del empate: si hubo atentados contra los derechos humanos es porque hubo saqueos, incendios, destrucción. Claramente los hubo, y son delitos que deben perseguirse y castigarse, como los incendios en las estaciones de Metro. Pero usar esos delitos como justificación para que agentes del Estado abusaran o torturaran a personas significaba avanzar hacia una línea argumentativa autoritaria que ya conocíamos, esa que, frente a crímenes horribles, responde con un “algo habrán hecho para merecerlo”. La tesis del enemigo interno quedó nuevamente instalada.

Han sido dos años de una crisis sobre otra. Para la mayoría de los chilenos y chilenas todo ha ido para peor, sin cambios concretos que alivien su vida cotidiana. La izquierda esperó, con una inocencia conmovedora, que los ciudadanos depositaran todas sus esperanzas en lo que eventualmente logre la Convención Constitucional. Es decir, que siguieran esperando. Un síntoma de desconexión con eso que el progresismo suele llamar “territorios”, como quien alude un sitio lejano al que se llega en una excursión. Fue ese espacio de hastío el que acabó aprovechando el neopinochetismo para inocular la poción adecuada que despertó el sentimiento autoritario en una sociedad como la nuestra, en donde la necesidad de orden está asociada fuertemente a la obediencia, la aplicación de castigo y la sospecha frente a la crítica y la imaginación. Si nada va a cambiar, si mi vida va a seguir igual, lo mejor es contar con un látigo propio que me asegure ser yo quien someta y no el sometido. José Antonio Kast y su partido se dedicaron a prometer látigos para todos. No tuvieron que desenterrar el pinochetismo, sólo despabilaron un engendro que estaba vivo, y lo dotaron de toda la ingeniería comunicacional de la infamia elaborada por la alt right que llevó a Donald Trump al poder. El resultado ha sido una campaña de pesadilla, azuzando los miedos propios de la Guerra Fría, desempolvando los insultos de otra época hasta el exceso de considerar “extremista” un programa socialdemócrata. Sobre esa crispación la ultraderecha ha dispuesto una estrategia tóxica, colmando el debate público de mentiras y medias verdades esparcidas con generosidad a través de todos los formatos disponibles. La llamada centroderecha, en tanto, adhirió a la estrategia del candidato republicano sin pensarlo dos veces. Está involucrada en eso y no dejará de estarlo, gane o pierda José Antonio Kast.

Pinochet murió, también su viuda, y muchos de quienes fueron sus colaboradores directos; lo que no murió fue el espíritu que hizo posible la dictadura que encabezó, ese espíritu permanece entre nosotros; había estado disimulado por un perfume liberal, liviano y dulzón, que se evaporó apenas el olor de las lacrimógenas se coló en las decisiones. El gobierno aún en curso no sólo nos deja sumidos en el hedor del pudridero institucional, sino también a merced de una derecha rendida a los nostálgicos del régimen, que busca inspiración en Trump y juzga la debacle de Bolsonaro en Brasil como una gesta heroica de patriotismo digna de emular, al costo que sea.

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