Columna de Óscar Contardo: No es país para viejos

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Envejecer ocurre en la periferia de nuestras esperanzas. No es algo en lo que pensemos a menudo, nada nos empuja a hacerlo; ni siquiera los rastros físicos visibles del paso de los años desafían la ilusión seductora de querer pensarnos siempre jóvenes, o al menos, no lo suficientemente viejos como para que nuestros movimientos dependan de otros. Muchas industrias han sido construidas sobre ese biombo de ocultamiento que nos imponemos, advirtiéndonos que el mundo nos prefiere sin edad y sin arrugas, llenos de entusiasmo en nosotros mismos y en lo que podemos llegar a hacer solo gracias a nuestro empeño y voluntad. Sucumbimos al encantamiento porque es una promesa que nos mantiene a salvo de un fracaso difícil de describir, que consiste en saberse indeseado o inútil, estorbando en un mundo que ya no nos necesita para seguir su rumbo.

En toda campaña política los candidatos repiten sin pensarlo demasiado que el futuro de un país son los niños, niñas y jóvenes, un cliché tan amable como difícil de desafiar, porque colma las necesidades del sentido común que indica que los viejos son el pasado, aunque estén ahí presentes. Pertenecen a un momento superado, sobre todo si son pobres o si nunca alcanzaron cierto grado de poder que les asegure un buen pasar y la asistencia necesaria. Cuando la vejez aparece en un discurso político, es nombrada como se hace con los sujetos de caridad: envuelta en algodones almibarados, revestida de condescendencia, invocada por compasión, con un cariño fingido que transforma a cualquier persona desconocida en un “abuelito” al que se le hacen arrumacos. Buscamos extender la juventud para no enfrentarnos a nuestra vejez; repetimos que los 50 son los nuevos 30 y que la edad es cuestión de actitud. Expresiones de deseo que solo tienen sentido cuando existen los fondos para financiarlas. En la medida en que el cuerpo cede nos hacemos invisibles.

La esperanza de vida en Chile en 1950 era de 55 años, en 2020 se empinaba en los 80. Los progresos sanitarios han extendido la vida de las chilenas y chilenos al ritmo de las sociedades más desarrolladas, pero eso no ha significado la ampliación de una vida satisfactoria, sino más bien una sobrevivencia en un zaguán inhóspito y precario que se recorre en soledad con destino a la muerte. Es duro de hablar, pero es algo más común que excepcional. El movimiento en contra de las AFP fue la expresión política de un hecho que, hasta ese minuto, solía permanecer disimulado: miles de jubilados resignados a la pobreza. Las críticas de quienes acudían a las primeras marchas de No + AFP aludían directamente al monto de las jubilaciones que estaban recibiendo los afiliados, no planteaba un sistema alternativo. El reclamo era concreto: pensiones misérrimas que no resultaban sorpresivas para los especialistas, tampoco para los dirigentes políticos. El sinceramiento ocurrió por la presión de las marchas multitudinarias, tres décadas después de inaugurado el sistema de ahorro obligatorio, no antes. El movimiento cobró fuerza cuando las generaciones más jóvenes entendieron lo que les deparaba el futuro. No creo que haya sido la solidaridad con los más viejos lo que movió a cientos de miles de personas a protestar en la calle en contra de las AFP, sino el espanto concreto de envejecer en el desamparo. Entre ambas situaciones existe una distancia relevante que quedó en evidencia durante las discusiones sobre el retiro de los fondos: la tensión entre el bienestar colectivo y el individual. En ese trance la izquierda política ha perdido argumentos y credibilidad en el tema. Las AFP están consumidas en el desprestigio, pero no la lógica de un ahorro personal que da cuenta de la trayectoria laboral realizada individualmente. La noción de seguridad social de los Estados de bienestar europeos escapa a la mentalidad imperante en nuestro país, porque, tal como la educación pública, ha sido reducida al concepto de “lo gratuito”, algo que se demanda con energía, o en el peor de los casos, con furia, pero que no se construye de manera colectiva. La idea de una institución levantada en conjunto y solidariamente no es parte de un sentido común, a estas alturas, traumatizado por los abusos y que reacciona a cualquier propuesta con la desconfianza y la crispación de quienes han sido maltratados sin derecho a defensa.

Las alternativas posibles al sistema previsional creado en dictadura aun son un esbozo intangible para la mayor parte de la ciudadanía. La única certeza sigue estando en la propiedad sobre el dinero de los fondos en un momento de crisis, como ha quedado de manifiesto con los retiros adelantados. Es lo que se ha reforzado una y otra vez. El diagnóstico sobre un modelo hecho a la medida de objetivos muy distintos de la meta de brindar pensiones razonables ya está claro, la realidad se ha encargado de apuntalarlo. El desafío actual es que aún no hay un discurso sobre una nueva manera de pensar al respecto, solo el mensaje recurrente que llama a rescatar lo propio del provecho ajeno. Sálvese quien pueda. La desconfianza en las instituciones no ayuda a que esto sea diferente. Mientras tanto, el tiempo transcurre y la composición demográfica de la población avanza en edad: nacen menos personas, viven más tiempo. Como es usual, cuando se habla de futuro nadie menciona la vejez.

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