
Columna de Óscar Contardo: Una tabla de equivalencias

lguna vez leí -tal vez en una novela- sobre una tabla de equivalencias en una sala de redacción inglesa, en donde se establecía cómo medir la importancia de una tragedia y el espacio que ocuparía en las páginas de un diario, según el número de muertos que había provocado. A esta variable se sumaba otra: de qué origen eran las víctimas, es decir, no era lo mismo un muerto británico que uno paquistaní. La regla especificaba que para que una catástrofe en África o Latinoamérica ocupara el espacio de una en Estados Unidos se exigía una cantidad importante de decesos, de preferencia miles. Claramente, la regla era una suerte de broma oscura, pero reflejaba una realidad muy concreta, una herencia colonial que se cultiva universalmente: no todas las víctimas merecen la misma cobertura, ni todas las tragedias la misma atención política, ni todos los sufrimientos la misma conmiseración pública, sobre todo si los hechos ocurren en ultramar. Pienso en eso cada tanto, porque los acontecimientos en nuestro país me arrastran a hacerlo. En 2003, por ejemplo, un estudio encargado por el Sename cifró en cuatro mil el total de niños, niñas y adolescentes que sufrían explotación sexual en el país. Cuando leí el dato hice una equivalencia: era un número cercano al total de alumnos del Instituto Nacional y sobrepasaba con creces el de muchos colegios de renombre. La cifra me pareció abrumadora, sin embargo, en ese momento no alcanzaba a “significar” lo suficiente como para que la atención pública y la urgencia política se concentraran en una institución que, años después, debió reconocer que ni siquiera tenía claridad sobre la cantidad de niños que habían muerto bajo su custodia.
La regla de la importancia relativa de las tragedias en nuestro país tiene una escala de magnitud propia, que no depende de la cercanía geográfica de la desgracia, sino de razones más complejas, las que explican, por ejemplo, que un joven mapuche baleado fuera considerado, antes que víctima, sospechoso de robo, pese a no existir pruebas de ello. Las mismas razones sirven para entender por qué un programa de televisión centrado en la actualidad considerara más relevantes para su pauta las discusiones de las redes sociales que las 15 mil muertes por Covid-19 que registraba Chile hasta agosto.
Elaboramos nuestra propia escala de magnitud en virtud de razones que nos negamos a explicitar, porque hacerlo significaría devolvernos una imagen ruinosa de nosotros mismos y de nuestra manera de entender y vivir la democracia. Esta regla de equivalencia nacional aparece cada vez que las instituciones deben responder frente a una emergencia y tratar con las personas involucradas en ella. Frente a hechos similares las respuestas pueden ser totalmente opuestas.
Carabineros de Chile provocó durante octubre y noviembre la mayor serie de casos de trauma ocular por balines antidisturbios registrada en la literatura internacional, superando, incluso, cifras del conflicto israelí-palestino en un período de siete años, según constató un estudio publicado en la revista científica británica Nature. La misma institución tardó nueve meses en identificar al policía que le disparó a la cara una bomba lacrimógena a Fabiola Campillay, dejándola ciega. Son cientos los mutilados oculares durante el estallido. La severidad con la que actúa la policía contra las manifestaciones callejeras opositoras, sin embargo, se tornó en dócil amabilidad esta semana, cuando grupos de camioneros bloquearon vías y carreteras, violando la cuarentena e impidiendo el paso de ambulancias en plena crisis sanitaria, según aseguró el propio ministro de Salud. La policía uniformada en lugar de desplazarlos y despejar las rutas, los escoltó. El ministro del Interior empatizó con las demandas de los transportistas y el subsecretario de la misma cartera aseguró que los camioneros movilizados eran “las verdaderas víctimas”. Habría que entender entonces que para la autoridad existirían víctimas falsas, o al menos, indignas del respeto de un gobierno que se ha esmerado en desnudar con eficiencia la profundidad y crudeza de nuestras desigualdades. Un gobierno que aprovecha hasta la más mínima oportunidad para recordarnos que en nuestro país la magnitud oficial de las tragedias va a depender siempre del poder que ostenten quienes las padezcan y la cercanía que tengan con sus ideas.
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