Creencias religiosas en la nueva Constitución
Por Javier García, professor of Law University of Manchester y miembro del Foro Constitucional UC
El pasado 11 de marzo, el Pleno de la Convención Constitucional echazó, en la votación en general, la propuesta de articulado referido al Estado laico, en la que se consagraba la separación entre los poderes públicos y las organizaciones religiosas/espirituales, ordenando una estricta neutralidad frente a las religiones y otras expresiones de espiritualidad. Teniendo en cuenta que el texto será reformulado por la Comisión sobre Principios Constitucionales de la Convención, me permito compartir algunas reflexiones a la luz de la experiencia comparada.
Huelga decir que la protección sin ambages de los derechos humanos constituye un pilar fundamental del estado de derecho, siendo un respeto escrupuloso de la libertad de conciencia y de creencias no negociable. Tradicionalmente, la doctrina ha dividido las relaciones entre los Estados con el fenómeno religioso en tres amplias categorías: cooperacionistas, sistemas de confesión oficial y separatistas. Estas alternativas dependen de circunstancias históricas y la cultura constitucional del país, entre otros factores, y la forma en que una nación formula su identidad colectiva, determina la manera en que los poderes públicos elaboran sus Constituciones.
Si los poderes públicos son realmente serios en sus promesas constitucionales de respeto a la libertad religiosa, y en su fidelidad a los instrumentos internacionales de derechos humanos, apoyar y facilitar la práctica religiosa es ineludible. Por tanto, todos los Estados que se precien de apoyar los derechos humanos, son cooperacionistas en la práctica. Además, múltiples supuestos nos muestran que no sería posible que una nueva ley cambiase mágicamente las percepciones y prácticas de un pueblo. Por ejemplo, tras la Segunda Guerra Mundial, Japón reformó su Constitución, y Estados Unidos le exigió adoptar un modelo separatista. Sin embargo, dicha decisión no alteró la dimensión espiritual del Emperador, ni la importancia de los rituales sintoístas y budistas en la vida pública.
Lo cierto es que muchos ciudadanos en Chile, incluyendo los pueblos originarios, contemplan sus religiones o cosmovisiones como parte de su identidad personal y colectiva. En una sociedad vibrante, heterogénea y con un tremendo potencial, todas las comunidades de fe deben sentir que no son simplemente toleradas, y que por el contrario son bienvenidas por sus vecinos, sin que ello perjudique, en absoluto, a aquellos que se declaran ateos o agnósticos.
Aunque las tres fórmulas respetan estos principios, el cooperacionismo tiene la ventaja que no es necesario que haya ganadores y perdedores en esta apuesta. Tal sistema se enorgullece de la inexistencia de una religión oficial, al tiempo que reconoce la importancia del fenómeno religioso para ciertos colectivos de ciudadanos, sin que nadie sea sometido a ventajas o desventajas. Por el contrario, lejos de privilegiar a grupos religiosos concretos, esta colaboración con las autoridades públicas se traduce, en muchas ocasiones, en políticas de apoyo a los sectores más desfavorecidos de la población, compromiso insoslayable en estos trascendentales momentos de nuestra democracia.
El mensaje de que las religiones son bienvenidas, pero no requeridas, es más propicio para el pluralismo y el respeto mutuo que 1) otorgar una posición privilegiada a una fe, o 2) descartar la presencia del factor religioso del ámbito público. Naturalmente, cada Estado es único y la solución óptima para una nación puede no ser la misma que para otra. No obstante, mucho más importante que la categoría de Constitución adoptada, es el compromiso por parte de las autoridades públicas de que el espacio público sea de todos, y que para ello trabajarán con todas las comunidades de creyentes, así como aquellos que no profesen fe alguna.