Opinión

Cuarentena zorrona

El insignificante sacrificio de dos o más semanas que hagamos, no puede ser visto como un calvario, sino como un compromiso mínimo de sanidad y deber cívico.

Una de las entradas a la playa de Zapallar, en cuarentena.

Más de 1.600.000 personas viven en las comunas de la capital que están en cuarentena total y que alojan a más del 50% de los casos positivos de Covid-19 en Santiago. Comunas que, salvo Independencia, lideran el índice de Calidad de Vida Urbana, que mide entre otros aspectos la calidad de la vivienda y su entorno; las condiciones laborales y socioculturales; el acceso a la salud y la protección del medioambiente; y la conectividad y movilidad de sus habitantes.

Es el Chile burbuja, donde están los mejores colegios, clínicas y centros comerciales (o strip centers, para no desentonar) del país; donde se concentra en mayor medida el PIB de Chile y ocurren los negocios y transacciones más importantes. Es el lugar donde vive la inmensa mayoría de los periodistas influyentes, intelectuales, animadores de TV y autoridades y que probablemente aloja, transversalmente, a la mayor parte de nuestros parlamentarios, sin distinción de ideología o afinidad política partidaria.

Es la “zona cero” de la pandemia, donde el 20% de los casos fueron importados de algún reciente viaje al sudeste asiático, la Lombardía o la España profunda; y donde más difícil ha sido contener los carretes desenfrenados de los zorrones del barrio alto, los paseos inadvertidos de doctores contagiados por el supermercado y el incontenible transitar de personas que no son capaces de aguantar 14 días encerrados en sus hogares.

En un monitoreo aleatorio de las redes sociales, es posible encontrar alusiones permanentes a los padecimientos de esta cuarentena. ¿Cómo vivir un día sin nana y no morir en el intento? ¿Cómo mantener mi rutina de trote dentro de 240 metros cuadrados? ¿Cómo aprovechar al máximo los 30 minutos al día que tengo para pasear a mi perro? Reflexiones que se suman a los innovadores carretes virtuales por la plataforma Zoom, a las quejas por el exceso de tareas online de los niños o los tutoriales para hacer los últimos desafíos de Tik Tok. La mayoría de ellos, que hace solo algunos meses pedía a gritos el estado de excepción y los militares en las calles, hoy clama por su libertad y por el término de esta prohibición absoluta de movimiento que les impide volver a la normalidad.

En la misma burbuja, confluyen seres ajenos a esta casta privilegiada que enfrenta estos “terribles” desafíos. Miles de personas que repletan el Metro y el transporte público para ir a sus trabajos, que se agolpan en el paradero a la ida o a la vuelta de la pega. Son las trabajadoras de casa particular que siguen puertas adentro cumpliendo su función; las cajeras y reponedores de supermercados; los recolectores de basura; y los conductores del delivery de encomiendas o alimentos, uno de los pocos rubros que ha tenido un crecimiento exponencial en estos días. Para ellos, cuarentenarse en sus casas no es una opción, sino una condena, que los privaría del sustento básico para sostener a sus familias.

Fuera de la burbuja, millones de chilenos que ante la incertidumbre y la angustia claman por sumarse a la cuarentena y observan, temerosos, cómo el virus chino se expande por el mundo y se acerca a nuestras latitudes sin que nadie lo detenga. Para ellos la cuarentena no es un alivio, sino una carga tremenda, que va a tener consecuencias directas en sus vidas y en sus posibilidades de desarrollo futuro. Aún así, están dispuestos a soportarla, porque tienen miedo que la enfermedad sea peor que el remedio.

Para muchos de ellos, además, la cuarentena no es ajena. La viven los miles de chilenos que habitan los barrios capturados por la droga y el narcotráfico, que no pueden circular libremente por las calles de su barrio y en donde no hay noche en que no se produzca una balacera. La conocen los cientos de miles de chilenos de comunas populares y de clase media, donde la delincuencia no cede y no hay alarmas, guardias ni drones que los protejan. Son chilenos que viven tras las rejas de sus casas, condenados por un sistema que los aísla y segrega. La sufren miles de adultos mayores que ya no pueden salir de sus casas a vivir su vejez, porque las calles son hostiles a su especie y la indignidad del transporte público los excluye de la posibilidad de recorrer la ciudad y desplazarse en busca de una vida más placentera.

Por todo esto, es que es importante que los chilenos más privilegiados entendamos que hay compatriotas que no necesitan un virus para estar en cuarentena y otros que, existiendo la cuarentena sanitaria, tienen que seguir trabajando a pesar de ella. Por ellos, el insignificante sacrificio de dos o más semanas que hagamos, no puede ser visto como un calvario, sino como un compromiso mínimo de sanidad y deber cívico. Por ellos, debemos renunciar a privilegios excesivos, rutinas innecesarias y seguir contribuyendo, en la medida de nuestras posibilidades, para que otros puedan quedarse en casa sin miedo a perder la pega o el sustento mínimo para sus familias. Por ellos, debemos aprovechar para leer más, empaparnos de historias y comprender los fenómenos económicos y sociales que esta viviendo el país y nuestro planeta en el contexto de esta crisis sanitaria.

Es una oportunidad única para resignificarnos como comunidad de personas y para entender que, pese a las diferencias, tenemos que ser capaces de ponernos en el lugar del otro, siendo más solidarios y empáticos con aquellos que llevan vidas muchísimo más complejas y desafiantes. Para miles de chilenos, las condiciones de vida antes, durante y después de la pandemia no cambiarán significativamente, pero serán los que sufrirán en mayor medida los efectos económicos y sociales de este pandemia. Que no sea necesario esperar otro virus para darnos cuenta de la profundidad de nuestras brechas sociales y del rol que le cabe a cada uno en superarlas.

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