De la utopía a la distopía: el regreso de los expertos



Por Yanina Welp, investigadora en el Albert Hirschman Centre on Democracy, coordinadora editorial de Agenda Pública y miembro de la Red de Politólogas

Dos explicaciones al triunfo del Rechazo en el plebiscito del 4 de septiembre circulan en el exterior. Una sostiene que la propuesta constitucional no prosperó porque era mala, una lista larga e inconexa de buenos deseos, demasiado ambiciosa e incoherente. Dicen que era inviable. La otra afirma que la Convención carecía de legitimidad porque el voto como método de selección inhibe a la ciudadanía ordinaria y catapulta a los actores partidarios. Dicen que no era realmente representativa. Estas ideas provienen de ámbitos casi opuestos –uno más apegado al status quo, el otro caracterizado por las expectativas de transformación radical de la democracia. Curiosamente confluyen (también con la propuesta de Renovación Nacional en Chile) en buscar desplazar la autorización ciudadana directa por modelos que se pretenden neutros, uno por técnico, el otro por “epistémicamente superior”. Ambos parten de presupuestos falsos.

Para quienes la propuesta constitucional era mala, la solución es que los expertos tomen las riendas guiando una asamblea electa (una idea paternalista que a fuerza de machacar con la “o” reniega de cualquier esfuerzo inclusivo). Ocurre, sin embargo, que cualquier decisión institucional tiene pros y contras. Si un modelo electoral mayoritario pone en valor la gobernabilidad, uno proporcional privilegia la representatividad. Si sobrerrepresentar el voto de las zonas rurales suele verse como injusto desde el centro, para las periferias es una forma de no ser ignorados debido a su irrelevante peso electoral. En definitiva, no hay soluciones técnicas, sino buenos (no perfectos) diseños institucionales que deben ser avalados por la mayoría. El agujero negro de esta propuesta es quién decide a qué expertos sentar a la mesa, porque los hay para todos los gustos.

Para quienes la Convención carecía de legitimidad, la solución es organizar una asamblea por sorteo, siguiendo criterios sociodemográficos (etarios, de género, niveles educativos, territoriales, etc.). Así se conseguiría la representación descriptiva, la asamblea como un espejo de la sociedad, que trabajaría sin interferencia de intereses político-partidarios, en condiciones ideales, con tiempo y acceso a información fundamentada que proveerán las y los expertos coordinados por un moderador o moderadora. Pero se parte de un equívoco: que una asamblea sea descriptivamente representativa no la vuelve legítima a los ojos de la ciudadanía. La Convención era legal y legítima, pero no logró sostener su legitimidad. Nada puede garantizar que una asamblea sorteada contará con legitimidad por el solo hecho de ser descriptivamente representativa. Podría funcionar, o no. Además, organizar un modelo participativo de laboratorio sería antidemocrático si no hay demanda ni autorización ciudadana para hacerlo.

El Rechazo obedeció a multiplicidad de factores que se seguirán analizando, pero ya sabemos que no hay en Chile 17 millones de constitucionalistas, ni hay en la historia de la formación de la opinión pública voluntades surgidas en abstracto, de individuos aislados. Lo cierto es que unas campañas fueron más efectivas que otras y lograron convencer.

Por último, es falso que el problema haya estado en la ausencia de conocimiento técnico. La transparencia con la que trabajó la Convención permitió ver el desfile de personas invitadas a explicar ya sean sistemas electorales, modelos territoriales, parlamentarios, de mecanismos de democracia directa, entre tantos otros. La academia chilena se implicó, como también muchas personas desde el exterior. Es absurdo alegar ahora que no hubo conocimiento técnico. Y pensar que “los expertos” tienen la verdad y no tienen ideología, sencillamente no tiene asidero.

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